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XVI: Seguirán viajando juntos

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I. El regreso (I)
Tener un único temor es algo inesperado en una vida llena de miedos. Pero, mientras volvemos de esa playa que sólo pisé esta mañana, no puedo dejar de sentir un pánico que entierra a todos los demás: el que me proporciona mi injustificable esperanza. No, tal esperanza no responde a ningún milagro en mi diagnóstico. La esperanza de la que hablo es otra. Reconducir mis días después de los últimos episodios de delirios y abismos. Una esperanza tan amplia como vacía: crece cada segundo sin encontrar un solo argumento que se atreva a sostenerla.

II. El regreso (II)
Mientras volvemos a casa es inevitable el olor a tiempo gastado. Apenas hemos hablado en estos días, no sé si ha sido por respeto o por miedo, pero el silencio de hoy es distinto. Mi mujer viaja atrás, junto a nuestro hijo, en un irreprochable gesto de cariño y futuro: ellos seguirán viajando juntos cuando yo ya no esté. Esa evidencia se convierte en temblor pero también en alimento: mi esperanza acaba de encontrar la piedra sobre la que edificarse. El viaje es ahora muy lento. Un día siempre es más largo cuando se viaja, aunque dura más si te estás quieto. La velocidad del regreso es inversamente proporcional a la de la huida.

III. El rescate
Me pregunto si una persona puede expulsar a su familia del hogar, secuestrarla después, y desandarlo todo sin culpa ni angustia. Pero hay algo parecido a una tregua tácita que parece brotar bajo el silencio. El perdón se filtra desde los paisajes y crece kilómetro a kilómetro. Pretendo interpretar que el precio del rescate es la deserción de mi autolisis, que el trato de la extorsión es arrojar las armas. Entregarme para encontrar alguna clase de paz. Porque no hay esperanza que no me exija rendirme.

IV. Limpiar la escena del crimen
Antes de llegar a casa dejo a mi mujer y a mi hijo en el cine para acudir solo a la escena del crimen. El crimen en el que yo soy la víctima y el asesino. Abro las ventanas para que se escape ese olor que quiero olvidar. Limpio con dedicación y cuidado cada mueble, cada suelo, cada mancha. Recojo cristales, derrotas y huellas. Pongo la lavadora y el lavavajillas. Tiro la basura, y esta vez no me veo a mí mismo sacándola, simplemente lo hago. Y arrojo las botellas de vodka, algunas vacías, alguna medio llena, al contenedor de vidrio. Sobre la encimera aún queda bastante cocaína. Me permito escupir sobre ella antes de pasar un trapo viejo empapado por encima de ese barro blancuzco y repugnante. Me da tiempo a ducharme y a comprar flores, velas y algo para cenar. Dejo la mesa preparada y me voy a recogerlos. Cenamos en silencio, sin televisión ni anécdotas, masticamos a un ritmo desconocido, mirándonos sin buscar respuestas. Como si fuésemos una familia. Una familia feliz.

EPÍLOGO:

Mientras mi mujer lee en el sofá, mi hijo y yo recogemos los platos, nos lavamos los dientes y nos damos un beso antes de irnos a dormir.

“Buenas noches, papá. Te quiero mucho.”

Hay dos maletas en la penumbra del vestíbulo, perros guardianes que protegen nuestro hogar. Cuando me siento junto a Paula, ella cierra el libro y me abraza. Me dejo caer sobre su vientre y lloro hasta que me voy quedando dormido, como un niño asustado, como un viejo enfermo y feliz.

Si esto es el principio del fin de mi vida no necesito nada más.

 

—FIN DE LA PRIMERA PARTE DE “LOS ÚLTIMOS DÍAS DE EL HERRADOR”—

 

En portada, fotografía sin título de PG.