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XIX: Manhattan / Despegando

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Segunda parte: Los plazos se han reducido. El Herrador continúa, en esta sección semanal, la confesión ritual de sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.

Una pared del N de T, en la calle Tabernillas, muestra en la antesala de los baños
el primer párrafo de
13'99 euros, de Frédéric Beigbeder:
"Todo es provisional: el amor, el arte, el planeta Tierra, vosotros, yo.
La muerte es algo tan ineludible que pilla a todo el mundo por sorpresa.
¿Cómo saber si este día no será el último? Creemos tener tiempo.
Y luego, de repente, ya está, nos ahogamos, fin del tiempo reglamentario.
La muerte es la única cita que no está anotada en nuestra agenda"
.

*

Nueva York lleva casi un siglo ocultando un desastre: el crack del 29 originó una verdadera guerra civil (una guerra en el interior de la ciudad) que jamás ha sido revelada. La aurora de Nueva York tiene cuatro mil tumbas de cieno. La propaganda y el control de los medios de comunicación ya eran eficaces entonces,  tanto como para convertir una gran mentira en un ejercicio o un sentimiento de responsabilidad.

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Leo Los habitantes de la granja habitada, un texto que escribió en este medio Bárbara Mingo describiendo su visita (o más bien esa visión entre Orwell y Blade Runner) a un santuario de animales, y me siento como uno de esos cerdos, una de esas cabras, una de esas bestias jubiladas, ociosas, aburridas o curiosas, medio vivas o medio muertas. Tras esta lectura, no puedo dejar de plantearme la opción de irme a morir a un asilo. Esa idea supone la negación de todos mis propósitos, si es que queda algo de ellos después del metódico ejercicio de sabotaje y destrucción al que los he sometido en estos tres primeros meses. No sé si este impulso es cruel o compasivo con mis seres queridos. No sé si es un gesto de cobardía o de dignidad. O quizás es sólo una especie de contrato en prácticas antes del empleo definitivo y, esta vez sí, eterno. Hay una línea invisible, como la que buscan los niños siguiendo unos puntos numerados que sugieren un dibujo; una línea que une las cruces del asilo, el hospital, el crematorio y el cementerio y da como resultado lo que disponga el que se va: que su última voluntad sea una línea recta, un círculo, una flecha, una cruz, un rombo o un garabato. No tengo duda de que elegiría esto último.

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Viajo a Nueva York invitado por mi amigo Robert Kadrey. Mi familia ya no me pregunta ni adónde voy ni cuándo volveré. Supongo que hay algo inconsciente en esta secuencia de ausencias, una especie de entrenamiento para llegar preparados a la ausencia definitiva. 

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Un asilo es también una cárcel. Mucho más cárcel que hotel, sin duda. Una cárcel a la que suelen enviarte tus hijos, tus hermanos, incluso tus parientes más lejanos y desconocidos. Una cárcel a la que vas tras el juicio familiar sumarísimo contra ti: el juicio por tu delito de haber llegado a viejo, el juicio contra tu desfachatez de haberte puesto enfermo.

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En su búnker apocalíptico, Robert Kadrey me descubre unas imágenes devastadoras. La ciudad fue literalmente destruida. En esos trozos de películas heridas no hay rascacielos ni avenidas ni luces, sino una profecía de Sarajevo, una zona cero sin fronteras, un vertedero de tripas de acero y cemento, la auténtica pesadilla americana.

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No me puedo permitir recluirme en un asilo. Pero hay algo que me empuja a visitar alguno, de la manera más egoísta e interesada que exista. Me gustaría ir y charlar con esos hombres y mujeres, con los derrotados y con los orgullosos, con los rebeldes monitorizados y con los cuidadores displicentes. Me gustaría armar una bronca y que los ancianos disfrutasen de una buena tarde de sublevación. De una última fiesta gamberra e inolvidable.

Hace ya demasiado tiempo fui tres o cuatro veces a ver a mi abuela a una residencia. La justificación para que mi padre la recluyese allí se llamaba “respiro familiar”. En aquel momento yo apoyé esa decisión. Mi abuela era una persona fascinante, una de esas que convierte su egoísmo y su soberbia en el motor de sus días. Mi padre estaba derrumbado bajo su infinita y maléfica red de chantajes y frustraciones. Para mi abuela mi padre era un maricón cobarde y castrado. La estratégica devoción que mi abuela declaraba en público por mí sólo era el misil definitivo para destruir el minúsculo resto de dignidad que le quedaba a mi padre, un bombardeo nuclear del refugio de soledad y amargura en el que intentaba sobrevivir.

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No resulta difícil imaginar que algunos de los cineastas más incómodos vieron estos documentos y fueron convencidos para utilizarlos exclusivamente como inspiración apócrifa. La explicación meticulosa de Kadrey, un hacker tardío que ha recorrido el camino inverso de los buscadores de oro para encontrar la mierda, resulta incontestable.

Cuando salgo de su trinchera, Nueva York está más lejos. Y ya es irrecuperable.

[Continuará.]

En portada, Llave de paso. PG, 2016.