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XI: El hombre sin sentidos

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I. Zona cero

Es imposible señalar el momento exacto, pero sucede: todo deja de tener interés. Hay un zumbido creciente en mis oídos, una calima polvorienta en mis ojos, un frío pétreo en mis dedos… y entonces me doy cuenta: mi capacidad de sentir se colapsa. Mi olfato pierde la memoria. Mi gusto no se reconoce ni se explica. Ya soy un hombre sin sentidos.

Ese vacío sensorial invade también mis sentimientos. La parálisis se derrama sobre mis afectos y pasiones. Estallan conclusiones terroríficas sobre mi concepto del amor y del deseo.

Pero en medio de este desierto crece una culpa abrumadora, un oasis envenenado y lacerante.

Se ha agotado la ilusión de los días. Cada mañana pongo los pies en arenas movedizas y no logro salir de esa agonía durante el resto de la jornada. No hay rutina que doblegue mi inercia: esa imparable obstinación de desaparecer. Por más que busco asideros para volver a pelearme, no dejo de resbalar.

Mi única paz es volver a apagar los ojos.

Cuando sueño, mi tiempo es mucho más lento. La angustia sigue presente incluso cuando encuentro soluciones inesperadas, mágicas, imposibles y victoriosas: algo tan feo como la salvación.

El sueño es el verdadero alivio. Pero a pesar del vaivén en el que duermo y del pantano en el que despierto, cada día acudo a manos que me socorren, a palabras que me animan a saltar.

Unas y otras conforman este espejismo cruel de estar vivo.

II. Placebos

Todo deja de tener interés. Me repito sin miedo.

Algunas noches me voy mientras suena mi canción preferida. Ese gesto me indica que ahora mi vida reclama silencio.

Por primera vez dudo de la oportunidad y de la validez de esta confesión ritual, este grito estéril que subraya tan marginal ejercicio. Desde antes de comenzar a escribir esta pasarela siniestra pretendí atribuirle a mi exposición un efecto paliativo. Incluso, auto-profético: ingenuamente quería creer que me bastaba con declarar que iba a comenzar a vivir para saber cómo hacerlo. Ahora no encuentro ninguna diferencia entre la vida que estaba perdiendo hace unos meses y la que sigo robándome hoy.

Ni siquiera la conciencia de mi final es más acusada ni activa que cuando desconocía mi plazo.

Sólo estoy más cansado. Literalmente: exhausto.

III. La serenidad impostada

Me dan escalofríos cuando admito que he intentado construir (construirme, escribir, contar a gritos) una estampa serena. Nada más lejos de la verdad. Tal vez hubo un componente de serenidad en mis primeras horas, en mis primeras decisiones (por ejemplo: tuve que estar sereno para decidir escribir esto, espero), pero luego se fue derrumbando ruidosamente, por más que me haya empeñado en silenciarlo. Me siento falso y me siento extraviado.

Mi esquema inicial era escribir cada episodio con una semana de antelación a su publicación, para así poder revisarlo y ajustarlo a mi ritmo real. Sin embargo, hoy también, y no es la primera vez, estoy escribiendo fuera del límite establecido, pidiendo perdón y buscando excusas, como he hecho, católica y expiatoriamente, toda mi vida: toda esa vida durante la que no viví.

y IV. Hastío

Nunca me ha costado tanto trabajo escribir como en esta ocasión. No hay peor espasmo que el de aburrirme. O sí: el de resultar aburrido. Cada vez que escojo un adjetivo, tanteo una metáfora o acudo a una imagen impactante me siento un traidor, por supuesto, pero también un idiota. Cuando a uno le queda poco tiempo no puede perdonarse ni perder el propio ni arrancárselo a nadie. Y hoy nada me libra de esta sensación de injustificable derroche, de pendenciero delito.

 

G., Gus, 2016.