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VIII: Lágrimas por los campeones

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I. Las moreras
Ya no me creo las lágrimas ni las súplicas ni el horror de los que se van a morir en las películas. Aunque ya no veo películas, aún recuerdo algunas. Y en todas ellas los que iban a morir se defendían de la muerte. No hay defensa contra la muerte, pero sí contra la vida. Y mi mayor defensa es ser ateo.

De pequeño lloraba cuando los gusanos de seda se convertían en mariposas: quería mucho más a aquellos sacerdotes de pijama color blanco roto a los que alimentaba con hojas de las moreras que a las polillas nacidas literalmente de un capullo color yema de huevo. Tenía más empatía por las larvas que por su metamorfosis. Me importaba más la desaparición de los gusanos que el vuelo de las mariposas. Aunque, quizás, en el fondo, no me importaban demasiado ni unos ni otras.

Ya no me creo las lágrimas de nadie ni las lágrimas por nadie, como no llegaría a creer en las lágrimas por mi muerte, si las hubiere. Ya sólo suelto lágrimas por los campeones. O por no ser uno de ellos.

II. Yo, enfermo
Después de escribir "No dejamos nada", la anterior entrega de esta confesión, comprendo que debo volver a mi terapia para abandonar las drogas. La justificable incredulidad de mis terapeutas les conduce a hacerme tomar disulfiram, un medicamento que te impide beber porque su interacción con el alcohol produce terribles consecuencias. Es un medicamento que nunca he querido volver a tomar, porque la única vez que lo hice sufrí un episodio alérgico casi mortal (sin haber probado el alcohol). Lo cierto es que en esta ocasión no me fuerzan, pero no me dan opción a negarme. Me lo tomo sin rechistar. Al salir me siento fatal. No físicamente, sino moralmente. Mi sumisión me estremece. Mi incapacidad para resistirme me aterroriza. Nada me espanta más que la docilidad.

Por la tarde, aunque no puedo probar el alcohol, comienzo a drogarme. Jamás me he drogado sin beber. Alterno momentos de ansiedad con otros de paz y de lucidez en los que voy viendo cómo llevo más de seis años siguiendo varios tratamientos (a veces sucesivos, en ocasiones paralelos) para mis adicciones, y en todos ellos hay solo un factor común: la necesidad de que me reconozca como enfermo. Ese ejercicio supone, en primer lugar, admitir que el problema no es una consecuencia de mi maldad o mi locura, sino un componente nocivo de mi salud. Consecuentemente, la culpabilidad es reemplazada por la responsabilidad, y la responsabilidad consiste en ponerse en manos de profesionales y seguir sus pautas ciegamente.

De nada sirve argumentar que esas pautas son muy diferentes y a veces hasta opuestas según cada profesional, ni sospechar que junto a profesionales competentes y bien intencionados es fácil encontrarse con individuos burocráticos, doctores pintorescos (como aquel que me dejó un libro en el que en supuesto tono cómico describía sus terapias con otros pacientes) y auténticos sinvergüenzas (como el que, envidioso de mis fiestas, me propuso acompañarme en alguna de ellas para analizarme sobre el terreno). Entender, aceptar y asumir la condición de enfermo facilita, en fin, debilitar la natural resistencia a administrarse todo tipo de fármacos terroríficos, de atiborrarse de esas otras drogas que tan poco nos gustan a los drogadictos de bien.

Durante los seis años largos y tortuosos de mis dispares tratamientos sólo he logrado estar sobrio durante dos etapas inferiores a tres meses: diez semanas en 2009 y once en 2015. Sin duda esas etapas coincidieron con los periodos de menor medicación. Del mismo modo, los peores momentos coincidieron con la mayor administración de antidepresivos, antiepilépticos, inhibidores, controladores de impulsos y neuroenloquecedores varios. Normalmente estos episodios seguían a periodos de alto consumo y precedían a días de consumo mucho mayor.

Todo esto era muy evidente. Pero yo no quería, o no podía, darme cuenta. En mi condición de enfermo asumía que tenía que tomar esos medicamentos. Muchas veces me rebelaba y dejaba de tomar alguno, hacía trampas y entonces me sentía mal, me sentía culpable y me sentía más enfermo. Pero también me sentía muy enfermo cuando los tomaba, porque el hecho de tener que tomarlos subrayaba mi condición de enfermo. El efecto de ser un enfermo no era perverso sólo en este aspecto: al interiorizar mi enfermedad naturalizaba mi adicción hasta tal punto que cuando sentía impulso de consumir lo comprendía porque, al fin y al cabo, era un enfermo, así que era normal tener ese impulso, y por lo tanto, cedía a él.

Creo que antes de ser un verdadero adicto me convencieron de que era un enfermo.

Y fue por creerme enfermo por lo que llegué a ser un auténtico adicto.

El resultado de esta doctrina era devastador: una culpabilidad era sustituida por otra: la de drogarse por la de medicarse o por la de no hacerlo. Y la responsabilidad derivaba en irresponsabilidad ya que el consumo era normal en un enfermo. Lo peor de todo es que durante todo ese tiempo, yo, en realidad, me sentía enfermo. No tenía ganas de nada. No podía hacer nada. No tenía la menor confianza en mi voluntad, ni en mis capacidades, ni en mis fuerzas. Era un puto enfermo. Un enfermo al que se le exigía obedecer al doctor, no plantearse nada, actuar como un autómata.

Así que esta noche, mientras me drogo, sin beber, decido que voy a dejar de ser un enfermo. Entiendo, por fin, que llevo seis años sin dejar de beber, sin dejar de drogarme y sin dejar de tomar medicación, de una manera u otra, en mayores o menores dosis y con mayor o menor frecuencia. Esta noche decido dejar de tomar pastillas. Inmediatamente me siento mucho mejor. Dejo de sentirme enfermo desde ese mismo instante. Incluso dejo de drogarme y me hago un par de infusiones. La ansiedad se evapora delante de mis narices solamente con la decisión de abandonar la medicación, porque eso literalmente significa, o representa, abandonar la enfermedad. Esa sensación no contradice la convicción de que voy a morir pronto. Pero me siento hoy mucho más sano de lo que me he sentido todos estos años en los consiguieron convencerme de que era un enfermo.

Ahora sé que voy a seguir bebiendo y que inevitablemente me drogaré algún día pero de repente parece más fácil dejarlo. Porque, sí, me voy a morir, pero al fin y al cabo ya no soy un enfermo

 

En portada, Composición de una lágrima (PG, 2016).

Al final del texto, La enfermedad (PG, 2016).