Contenido
VI: Los arrepentidos
I. Sonámbulo
Llevo casi una semana encerrado en la habitación de los invitados. Paralizado. Arrepentido de no haber comenzado a vivir, como me propuse hace ya más de un mes, al conocer el breve plazo de mis días. El arrepentimiento tiene muy mala prensa. Los arrepentidos son los apestados de este siglo. Triplemente castigados: por su delito, por su arrepentimiento y por la habitual tendencia a odiar a los que repiten los pecados que ellos ya cometieron. Nadie es más rencoroso que un converso. Pero ya antes de arrepentirme, entendía muy bien a los arrepentidos. Siempre celebré más el arrepentimiento que la soberbia de no reconocer los errores. No me duele ahora arrepentirme, pero no puedo dedicarme a ello más tiempo del necesario. La urgencia y mi compromiso me lo impiden. Y sin embargo aquí estoy, enfangándome en mi contrición, sin salir de este charco interior. Me duele la luz y el ruido. Duermo de día y vago por la casa durante la noche, silencioso, casi ausente, amenazado por esa sensación invencible de que ya he comenzado a irme.
II. Fiesta de despedida
Antes de encerrarme en ese cuarto intento celebrar mi última fiesta de despedida. Todo sale mal, aunque no recuerdo nada. Al día siguiente me despierto en el sofá con la sensación de haber descansado muy bien. Pero al incorporarme siento un pequeño mareo y veo unas gotas de sangre en el suelo. En ese momento me alcanza una imagen fugaz: la de sentir que me iba a caer. Me veo cayéndome pero no caído. De repente, al apoyar la mano para levantarme, noto un fuerte dolor en el brazo. Y me llega otra imagen: la de una pareja en una barra de un bar que se reía mucho con las cosas que les contaba. Estaba solo en mi fiesta de despedida, como lo he estado tantas veces en todas mis fiestas. Vuelvo a recrear la sensación de ir perdiendo el equilibrio, de trastabillar, de estar a punto de caerme. Voy al baño y me veo en el espejo: la ceja rota, la sangre seca en la sien, la nariz magullada, un pómulo hinchado y violáceo. No sé lo qué pasó. No sé si me caí o me dieron una paliza. Compruebo que tengo el móvil, la cartera, las llaves... pero no sé cómo he llegado a casa. Doy gracias porque ese fin de semana mi mujer y mi hijo están con los abuelos. Desde ese momento, me encierro en la habitación.
III: Matemáticas
Me dedico a hacer cuentas todo el día, enredado en un laberinto de números y operaciones, sin saber lo que busco ni qué pretendo calcular. Pero sé que si un día admitimos que hay algo que explica todo esto (todo esto que se acaba, claro, pero también todo lo que se resiste) no nos enfrentaremos a otra cosa que a una fórmula matemática. Porque la vida no es ciencia, ni la vida es historia, ni en absoluto la vida es arte. La vida es solo una combinación majestuosa y cruel de números. El pulso es un logaritmo. La fe, una ecuación que se rinde. Y el amor, la prueba del nueve.
Imagen de portada: PG, 2016.
VI: Los arrepentidos
I. Sonámbulo
Llevo casi una semana encerrado en la habitación de los invitados. Paralizado. Arrepentido de no haber comenzado a vivir, como me propuse hace ya más de un mes, al conocer el breve plazo de mis días. El arrepentimiento tiene muy mala prensa. Los arrepentidos son los apestados de este siglo. Triplemente castigados: por su delito, por su arrepentimiento y por la habitual tendencia a odiar a los que repiten los pecados que ellos ya cometieron. Nadie es más rencoroso que un converso. Pero ya antes de arrepentirme, entendía muy bien a los arrepentidos. Siempre celebré más el arrepentimiento que la soberbia de no reconocer los errores. No me duele ahora arrepentirme, pero no puedo dedicarme a ello más tiempo del necesario. La urgencia y mi compromiso me lo impiden. Y sin embargo aquí estoy, enfangándome en mi contrición, sin salir de este charco interior. Me duele la luz y el ruido. Duermo de día y vago por la casa durante la noche, silencioso, casi ausente, amenazado por esa sensación invencible de que ya he comenzado a irme.
II. Fiesta de despedida
Antes de encerrarme en ese cuarto intento celebrar mi última fiesta de despedida. Todo sale mal, aunque no recuerdo nada. Al día siguiente me despierto en el sofá con la sensación de haber descansado muy bien. Pero al incorporarme siento un pequeño mareo y veo unas gotas de sangre en el suelo. En ese momento me alcanza una imagen fugaz: la de sentir que me iba a caer. Me veo cayéndome pero no caído. De repente, al apoyar la mano para levantarme, noto un fuerte dolor en el brazo. Y me llega otra imagen: la de una pareja en una barra de un bar que se reía mucho con las cosas que les contaba. Estaba solo en mi fiesta de despedida, como lo he estado tantas veces en todas mis fiestas. Vuelvo a recrear la sensación de ir perdiendo el equilibrio, de trastabillar, de estar a punto de caerme. Voy al baño y me veo en el espejo: la ceja rota, la sangre seca en la sien, la nariz magullada, un pómulo hinchado y violáceo. No sé lo qué pasó. No sé si me caí o me dieron una paliza. Compruebo que tengo el móvil, la cartera, las llaves... pero no sé cómo he llegado a casa. Doy gracias porque ese fin de semana mi mujer y mi hijo están con los abuelos. Desde ese momento, me encierro en la habitación.
III: Matemáticas
Me dedico a hacer cuentas todo el día, enredado en un laberinto de números y operaciones, sin saber lo que busco ni qué pretendo calcular. Pero sé que si un día admitimos que hay algo que explica todo esto (todo esto que se acaba, claro, pero también todo lo que se resiste) no nos enfrentaremos a otra cosa que a una fórmula matemática. Porque la vida no es ciencia, ni la vida es historia, ni en absoluto la vida es arte. La vida es solo una combinación majestuosa y cruel de números. El pulso es un logaritmo. La fe, una ecuación que se rinde. Y el amor, la prueba del nueve.
Imagen de portada: PG, 2016.