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V: Aprendiendo a perder la vida

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¿Cómo reaccionar cuando te comunican que te queda un año de vida? Los últimos días de El Herrador es una confesión ritual en la que el protagonista –colaborador habitual de El Estado Mental que prefiere mantenerse en el anonimato– se atreve a contar sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.

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I. La posibilidad de una isla (efímera)
Me siento como si hubiese perdido esta batalla sin causar una sola baja en el enemigo. Soy muy ingenuo, es imposible ganar la guerra, pero por un momento pareció posible disfrutar, por un tiempo, de esta pequeña victoria y, más que de nuestra victoria, de la derrota de los canallas. De pequeño siempre soñé con la posibilidad de una isla. Mi educación fue maniquea (ahora sigo siendo maniqueo y moralista) y mi mundo estaba dividido en buenos y malos. Yo soñaba con la posibilidad de que todos los buenos nos fuésemos a una isla. Allí no habría ladrones, ni terroristas, ni terremotos, porque yo de pequeño sólo temía a los malos y a los terremotos.

Ahora, por asociación de ideas, o de islas, pienso en cómo era el mundo que yo imaginaba de adolescente. Era un mundo mejor, sin duda. Mejor que aquél en el que vivía pero sobre todo mejor que éste en el que estoy viviendo (o intentando vivir). Y por supuesto mucho mejor que esta amenaza que es el futuro.

Durante un tiempo pareció que existía la posibilidad de alcanzar esa isla, por efímera que fuese. Al final, lo que resultó efímera fue la posibilidad.

Existe, por supuesto, la opción de escaparse. Pero en esta ocasión prefiero esconderme antes que huir. Tendré que buscar un lugar en el mundo para mi mujer y para mi hijo. Lo hablamos cada día. Para mí es tarde: ya no hay tiempo para organizar más mudanzas que la de mi adiós. Pero ellos deben salvarse: encontrar algún día esa isla.

II. Alivios de la muerte
Esta decepción me ayuda a morir. A morir un poco antes de morir del todo. A morir en diferido antes de morir realmente. Es más fácil decir adiós a esto que a lo que pudo ser. Y además es un alivio pensar que ellos, los canallas, ya no estarán cerca cuando haya muerto. La muerte será una isla árida pero sin malos (también sin buenos, pero al menos me libraré de los malos).

En la muerte me libraré de todo lo que odio. Por más que me he resistido a odiar no he logrado dejar de hacerlo. Mi odio es muy superior a mi amor. Mi odio es mi trinchera. En la muerte no hay elecciones ruinosas ni falsas democracias. En la muerte no hay políticos ni empresarios. Ni empresas ni negocios. Ni paro ni desahucios. En la muerte no existe el hambre. En la muerte no hay guerra. No hay dolor en la muerte. No hay en la muerte asco. No hay venganza en la muerte. En la muerte no hay sufrimientos. En la muerte no hay pobres. Y algo mucho mejor: en la muerte no hay ricos. En la muerte no hay palabras hirientes ni gritos insoportables, ni risas groseras ni música horrible (tampoco hay buena música, pero hoy mismo firmaría por la desaparición de la música solo por evitar la mala música). En la muerte no existen las religiones. No hay fanáticos, no hay semanas santas. No hay curas en la muerte, tampoco hay pederastas. En la muerte no existe el machismo. No hay maldad en la muerte. En la muerte no hay gente mal vestida. En la muerte no hay canarios en jaulas ni perros encerrados en las casas. En la muerte no está mi vecino. No hay chefs. No hay diseñadores de moda. No hay televisión en la muerte. Ni siquiera videoclips. En la muerte no hay películas modernas, columnistas con anquiloglosia, candidatos con peluquín o tinte en el pelo. Ni se publican tantos libros y discos de mierda. Ni hay en la muerte espacio para la publicidad ni para los concursos. No hay plazas de toros en la muerte. No hay comida basura ni delicatessen. No hay gimnasios. No hay marcas ni sponsors. No hay alcohol ni drogas. No hay sexo barato ni caro. No hay mujeres esclavas ni niños explotados. No hay reporteros de guerra. No existe la Unión Europea. No hay banqueros ni bancos ni tarjetas ni comisiones ni regalos ni cuentas corrientes. No hay hipotecas ni cagadas de perro. Ni hay cloro. Ni olor a fritanga. No hay ruido. No hay entrenadores de fútbol portugueses. No hay en la muerte debates. No hay pornografía. No hay suplementos culturales, ni dominicales, ni revistas para hombres ni suplementos para ellas. La muerte no tiene premios ni multas. No tiene radares ni humo. No tiene chiringuitos ni discotecas ni pasarelas. No hay Miss Muerte en la muerte. No hay medidas de seguridad en los aeropuertos de la muerte. No hay velos ni burkas ni trajes ni corbatas ni jerseys. No hay petróleo ni hay pregones. No hay misereres ni hay alcaldes. No hay campos de golf y, algo mucho más importante, no hay jugadores de golf. No hay ni rastro de idiotas con sillón en las academias. De hecho, no hay academias. No ponen canciones de raperos capitalistas, clasistas y misóginos ni de cantautores de pacotilla ni de flamenquitos simpáticos. No hay youtubers ni trending topics. No hay en la muerte it girls ni alfombras rojas. No se discuten los límites del humor. Por no haber, no hay ni humor negro en la muerte. No hay traidores. No hay príncipes ni cortijos. No hay metales preciosos ni tráfico de órganos. No hay informativos censurados. No hay protocolos. No hay desfiles ni días de nada en la muerte. No hay universidades ni Erasmus. No hay botellones ni hay fin de año en la muerte. No hay caridad ni hay tolerancia. No hay semáforos para llegar a la muerte. No hay estrellas del espectáculo. No hay programas de radio para despertar a la muerte. No hay ofertas ni centros comerciales. No hay etiquetas de la Seguridad Social ni hay carnet de estar muerto. No hay cáncer en la muerte. Ni peligro, ni miedo. No hay abismos. Es la muerte. Sólo la muerte. La muerte sin lastres ni compañeros de viaje. Aunque muera en un tsunami siempre moriré solo. Estaré muerto, por fin.

III. Aprendiendo a perder la vida
Tras la derrota, algunos canallas me envían mensajes celebrando su triunfo. Parece que hablan de un partido de fútbol. Uno de ellos me dice que no sé perder. Le contesto que no, que, efectivamente, no he aprendido a perder la vida. Y menos a perderla dos veces. Soy un enfermo en un país enfermo. Un moribundo en un país asesinado por los cielos. Herido de muerte, me alejo de todo y dejo un rastro que señala mi refugio.

 

Imágenes: Isla árida y Los cielos, por PG, 2016