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Semana XXIV: Una paz abrasadora / Dado de alta

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Los plazos se han reducido. El Herrador continúa, en esta sección semanal, la confesión ritual de sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.

No logro acostumbrarme a despertarme entre horizontes catódicos, aromas de aluminio y murmullos de paño. Mi único don fue saber siempre la hora exacta, y ese don trascendía comas etílicos, vuelos transoceánicos y noches electorales. Pero hoy, miércoles 9 de noviembre, los husos horarios me hacen perder Pensilvania. Son las tres de la tarde y tengo una bandeja tibia a mi siniestra y un residuo de televisión frente a mis ojos aburridos.

Bruno se ha ido y no consigo mirar su cama vacía sin recordar esos pisos-piloto, así se decía en mi infancia, cuando mi padre era un hombre guapo y tenía una secretaria y enseñaba habitaciones y plazas de garaje y vendía las ofertas del primer inversor oriental, Mr. Lin. Han pasado demasiados años, el dinero se ha esfumado, las viviendas acumulan rencor y herrumbre, mi padre murió y ese colchón adosado sólo puede interpretarse como un nicho-piloto. Dormir es como las encuestas: es mejor que lo real, esa es la conclusión inapelable.

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Creo que fue una voz, creo que fue sólo una voz. Yo estaba en el vestíbulo de un Gran Hotel, me había escapado de la sala de conferencias porque casi todo el mundo llevaba un perro y a mí los perros me molestan mucho. Me fui un rato a jugar al fútbol y volví al hall a esperar a mi abuela. Y entonces fue cuando escuché la voz, creo que era sólo una voz, una voz muy potente que sólo me hablaba a mí, una voz que sólo dijo: “Ven, yo te daré lo que necesitas”. De alguna manera esa voz me empujó hacia una pequeña puerta. La crucé y entendí que lo que yo necesitaba era esa habitación: una habitación hexagonal, grande, de techos muy altos, sin ventanas ni muebles, absolutamente vacía, blanquísima y húmeda, en la que hacía muchísimo frío. Por lo visto lo que yo necesitaba era un lugar como ése, para por fin encontrarme a solas conmigo mismo. Me abroché la chaqueta y me abracé.

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Antes de que me despierte la desdicha analítica que pretende explicar la victoria de Trump (Trumpe Le Monde, dijo alguien), recibo una bolsa de plástico casi arrojada a mi cama por el mensajero.

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Me abroché la chaqueta y me abracé. El frío era insoportable y yo caminaba de una pared a otra murmurando una especie de lamento monocorde. De repente descubrí otra puerta, aún más pequeña. La crucé y descubrí una iglesia gigantesca y pomposa, llena de oro e incienso, en la que un sacerdote celebraba una misa para un puñado de feligreses. El calor me resultó insoportable. El lugar también. Me quité la chaqueta, la arrojé contra el altar y salí corriendo, huyendo de allí. Crucé a toda velocidad la habitación blanca, llegué hasta el vestíbulo del Gran Hotel y comencé a recoger mis cosas para salir cuanto antes de allí. Sólo lo esencial: las llaves de mi casa, mi cartera, mis gafas de sol… no me importaba dejar allí mis maletas, mis libros ni el coche, lo que quería era irme de ese lugar, escapar si aún estaba a tiempo de hacerlo.

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La bolsa de plástico contiene un sobre ocre, algo monárquico, y, afortunadamente, sellado con saliva en vez de lacrado. Reconozco su olor, pero lo dejo sobre el colchón vacío de Bruno.

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Lo que quería era irme de ese lugar, escapar si aún estaba a tiempo de hacerlo.
Entonces noté cómo una mano muy suave agarraba la mía y escuché su voz diciéndome: “Soy yo lo que necesitas. Yo te quiero. Y ya estoy aquí”. Me giré y vi a una mujer que llevaba un vestido de verano rojizo y muy corto. Sin decir nada la seguí, salimos a la calle, cruzamos la M-30 sin mirar el tráfico y nos sentamos en la mediana. Ella estaba sobre mis rodillas y yo abrazaba su cintura con mi brazo izquierdo mientras acariciaba sus piernas. Del otro lado de la carretera llegó un joven para darnos un folleto publicitario sobre clases de magia. Ella lo tomó en sus manos y le dijo: “Mira. Magia es esto”, y donde había un papel apareció un gorrión dócil que se posó en el dedo del chico.

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La vida no sabe detenerse, y los días gritan en cada curva, y es complicado entender por qué aceptamos estos plazos.

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“Mira. Magia es esto”, y donde había un papel apareció un gorrión dócil. Entonces llegó un camarero y me dijo: “Señor, es usted un tipo con suerte. No hay muchas mujeres como ésta”. Aquello me resultó sospechoso, y un poco molesto. Le respondí “Es posible. Ya te contaré cuando la conozca realmente”. Y él me dijo: “Si empezamos así…”. Ella sonrió y yo dejé que mi cabeza reposase sobre su regazo.

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El mundo duerme. Nadie nos espera. Pero la verdad es que nunca nos llevamos demasiado bien con el mundo.

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Ella sonrió y yo dejé que mi cabeza reposase sobre su regazo. Desde esa posición pude ver cómo sus fosas nasales estaban manchadas de blanco. Me incorporé y le pregunté si tomaba cocaína. Ella me mintió al decirme que no. Insistí y admitió que era la primera vez, y que sólo se había metido un poquito. Una nueva mentira. Me dijo si es que yo quería coca. Yo también le mentí cuando le dije que no, que sólo era por curiosidad. Y sólo entonces, después de mentirnos mutuamente por primera vez, nos atrevimos a darnos el primer beso.

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Una paz abrasadora va invadiéndome.

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La siesta es la mejor medicina. Cuando me despierto ya hay noche en la ventana, y una enfermera me trae otro sobre. Lo abro y encuentro un regalo.

No sé si fue antes o después de que cambiase su ceño por sus sonrisas, pero le hablé a Bruno de mi cómic favorito. Era, es, “Silencio”, de Didier Comés, un dibujante belga que murió hace tres años y del que sólo conozco esta obra estremecedora. Ese tebeo llegó a mis manos en 1985. El mismo día que Bruno deja su blanca viñeta libre recibo este cómic, pero con un mensaje nuevo: La firma de Comès está tapada por una pegatina en la que está escrito un chiste fácil: el anagrama 0'Burn. Las páginas interiores están pintarrajeadas de azul celeste y hay notas al pie en las que ríen ángeles de tinta efímera.

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Mi apetito es caprichoso y no quiero que la cena me interrumpa este mercadillo. La tele se apaga, el cómic lo guardo, y no sé hacer otra cosa que abrir esa carta de Cristina:

“Me consta que lo de publicar el número de tu habitación era tu grosera forma de mover el anzuelo ante este pez. Bravo. Siempre pescaste sin sudor ni prisas. Aquí me tienes, otra vez, boqueando o mordiendo, sin aire o sin voz. Apenas rebotando en la playa de tu miserable descanso. Pero eso no me impide reírme otra vez de ti: ¿Un dibujante de cómics en un hospital público? ¿Te reconocieron y te instalaron en el ala de bohemios? ¿Hay un pabellón arty en tu puta mole sanitaria? Te lo inventas todo. Y de hecho has empezado a inventarme a mí, sin dignidad, sin cojones, sin caja negra. Sí, yo también soy una cobarde. No debería recurrir a MRW, sino plantarme allí y darte de hostias. Estoy mirando la web de Renfe. Estoy llorando pero estoy feliz. Cada vez veo más cerca el día en el que me reclamen para identificar tu cadáver”.

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Hoy, jueves, 10 de noviembre, me dan el alta. Soy dado de alta. Dado de alta.

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Es una suerte que nadie haya sido avisado. Que nadie pueda esta tarde identificar mi yo muerto. Es agradable protegerse del frío y entrar en un taxi, con un tebeo y una carta arrugada como único equipaje.

Es emocionate abrir la puerta de mi hogar y que mi hogar no me aplauda ni me abrace, y que esté vacío y hostil. Estéril, pero templado. Esta soledad me permite detenerme en medio del salón y corromper mis análisis. Y, desde allí, más detenido que quieto, entender que cada partícula de este lugar representa una parte innegable de mi vida. Ese alfiler en los bajos de la cortina, los arañazos de los discos, el pelo sobre la mesa y las manchas de barro seco en el pantalón, cada trazo de pintura blanca que oculta la pintura dorada que un día cubrió estas paredes, mi aliento y el metódico deshielo de algunos cubitos abandonados en el fregadero, el ruido sordo del ordenador, el interior de mis uñas, los cables, un papel de color rosa, las cañas secas, mi camisa crucificada en la silla de anea, el brillo de la plata real o falsa de los anillos, el aroma barato de las servilletas, yo, los puntos rojos de cada interruptor, el filamento roto y descolgado de las bombillas, las botas que pisaron mil puntos cardinales, el inexplicable recuerdo del sabor de su lengua.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE DE “LOS ÚLTIMOS DÍAS DE EL HERRADOR”

 

Imágenes: Vuelta (PG, 2016).