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Semana XXII: Lago seco / De Alcón a Camín

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Segunda parte: Los plazos se han reducido. El Herrador continúa, en esta sección semanal, la confesión ritual de sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.

Poner un rótulo a cada cosa nos da la sensación
de dominar ese desorden que es estar vivo.

(Alfredo Alcón)

 

Hay noches en las que el mundo sospecha de mi infinito desprecio. Y entonces las caras se vuelven, se cierran las palabras y los vasos escupen. Entonces nadie me quiere ver. Esas noches me desaparecen.

Antes de acudir al hospital, vuelvo a casa, a una casa que no es mía ni es extraña, que nunca perteneció a nadie. Mis movimientos son más lentos que trágicos, pero huele a miedo, a rencor, a abandono. Sobre la mesa hay letanías, sobre el colchón, pesadillas.

Si Paula se oculta bajo las sábanas es porque todo está perdido. Si aparece su pie inquietante, que danza al calor de su breve calcetín, algo de amor y de esperanza flota en el dormitorio. Somos el horizonte borroso de un país desconocido.

Quiero atrapar un satélite que ronda mi espacio y mi vida. Un cuerpo más negro que azul, que viene y que va sin orden ni norma. Entre esa esfera y yo no hay más que vacío. Inmensos desiertos sin brújula ni estrellas.

Mi vida se drena y hoy sólo soy un lago seco.

*

Lo inexplicable no es mi paroxismo sino su paciencia estratégica para derrumbarme. Mi deseo es congresista. Y mi manifestación es como el ruido de una película de catástrofes. Los espectadores están dispuestos a pagar su deseo de temor.

La tentación de explicarse se derrite en este sofá celeste y cae en el parqué de roble laminado y santiguado. Se nutre del sentimiento de culpa, del gusano de la responsabilidad y de las cuentas más amargas. No quería hablar de este extravío, pero quizás mi adiós necesite dejar constancia de los días perdidos.

*

Saco una cerveza del congelador, una cerveza que ya se congeló ayer, y no hay paladar que soporte el deterioro de su espuma. Limpio las lentillas y apago las luces. Tengo una camisa de invierno que me hace sudar aunque, como siempre, siento frío y miedo en las rodillas. Meto veinte libros y algo de ropa en la maleta. El reloj marca las seis de la mañana, es la hora de emprender el camino al hospital.

Es extraño pero, al tercer trago, la cerveza no sabe tan mal. Así van sucediendo las cosas, sorbo tras sorbo, mientras uno se muere sin darse ni cuenta.

*

Después tantas salidas nulas, estoy ensordecido por el ruido de los disparos al viento. Lo que me hace cerrar los ojos mientras conduzco es mi frustración. En cada semáforo soy a la vez malabarista, chófer, ambulancia y paso de cebra.

*

Algunas mañanas un hospital es casi como un videojuego. Superas ventanillas, ascensores, pasillos, enfermos, virus y miedos y ni así logras acercarte al dudoso premio del diagnóstico.

*

Los pasillos del hospital. La televisión que se enciende con monedas. Las losetas arqueológicas. Las duelas del suelo fúnebre. Un enfermero timorato. Un médico zumbón. Los análisis de la sangre. Ese olor inequívoco. El tiempo se consume lentamente. Soy el juez de mis días, y todo el mundo sabe que la mayor virtud de un árbitro es pasar desapercibido. Cuando al fin me dejo vencer por el sueño, me llama por teléfono Cristina. Su llamada es extemporánea. Ella no quiere saber que me muero. Yo no quiero saber que está viva. Prefiero no responder, todavía no me he repuesto de las palabras que me arrojó en la carta que me envió la semana pasada, pero ya no logro dormirme. Algunas noches el hospital es un cadáver abandonado.

*

Miro la ventana y le pido que aparezcas en ella. Miro lo que aparece después y no eres tú. Miro lo que no has podido ser tú en esa ventana y aborrezco mi vida, mi pequeña vida que es incapaz de hacerte brotar en la ventana, mi pequeña ventana que resume tan bien la pobreza de mi vida.

Héctor Aguilar Camín (La guerra de Galio)
 

En portada, Laberinto (PG, 2016).