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Semana XXI: Trampas / Decadencia

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Segunda parte: Los plazos se han reducido. El Herrador continúa, en esta sección semanal, la confesión ritual de sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.

Después de muchos años, recibo una carta escrita a mano.

Dice así:

“Cuando te leo, te veo haciendo un sacrificio tan gigante como inútil. Tus palabras siempre fueron carne de megáfono. Tus adornos envejecen antes de ser expuestos. Sudas para espantar tu ridícula necesidad de pedir cátedra y de levantar clemencia. No has aprendido nada en estos veinticinco años. Juegas a dibujarte frágil y firme. Y nunca fuiste ni una cosa ni la otra. Tus confesiones son previsibles, vulgares, dolorosamente bochornosas. Cuando escribes sigues pensando que estás en una madrugada que ya se duerme por puro aburrimiento. Nadie se espanta de tus vicios, ni se enamora de tus verbos, ni se detiene en tus miedos. No te engañes: no les importas. Ya casi no me importas ni a mí”.

Reconozco su letra en el sobre. Respiro su olor, su elegancia y su venganza anacrónica. Mi buzón es la Europa que no nos contaron. Y ella, mi refugiada más valiente. La más peligrosa. La mortal.

*

Abrir otra página es volver a hacer trampas.

*

He ido construyendo un proyecto muy reconfortante: una tarea que debía acompañarme y empujarme cada mañana hasta el final de mis días. Ese plan pretendía ser mi armadura cotidiana, mi protección frente al mundo, el empujón que me animase a levantarme en lugar de quedarme escondido. Lo he ido definiendo con cariño y respeto, de una manera generosa pero ensimismada, desde hace cuatro meses. Sin embargo, cuando intenté iniciarlo el lunes pasado, me di cuenta de que ya no era capaz de hacerlo. Me quedé inmóvil, atascado, perdido. Tuve que salir a la calle para respirar y para intentar recuperar las palabras fugadas. No sirvió de nada. Regresé vencido y dócil, aprendiendo inesperadamente a reconocer mis límites.

*

Abrir una página anticipa una derrota.

Cada punto y aparte esconde una trampa de la voluntad, una respiración profunda que llena de oxígeno y euforia la zona precisa del cerebro.

La lobotomía es otra cosa.

*

Es la primera vez en mi vida que flaqueo. Estuve más de diez horas haciendo un esfuerzo colosal para inaugurar ese proyecto, el definitivo, pero tuve que claudicar, reconocer que era impotente, tirar la toalla. Me fallaba el físico y me abandonaba la voluntad y se escapaban las ideas, las soluciones, los recursos. Sólo cuando me dejó mi primera mujer tuve una sensación tan certera de derrota.

*

Los puntos suspensivos mienten mal. Engañan a lectores distraídos y editores envenenados, pero no pueden ocultar que tras su rastro todo está vacío.

La lobotomía es otra cosa.

*

He vivido a una velocidad absurda. Mi energía era imparable. Mi espíritu, arrollador. Tenía una capacidad inagotable para dar y recibir golpes sin descanso. Esa fuerza estaba embriagada por todo tipo de estímulos, pero era una fuerza original, auténtica, y parecía infinita. De repente, ya no me queda nada de ella.

*

Abrir otra página es volver a hacer trampas.

Cada punto y seguido es una concesión al vértigo de nuestros días. Nada de lo que añadimos al discurso está conectado necesariamente con lo anterior. Esa velocidad aplaude el despiece científico de las palabras y propone la decapitación del lenguaje.

La lobotomía es otra cosa: un matadero del nervio de las lenguas que ya comienza a ser venerado por las próximas generaciones.

*

Cada gesto, ahora, contiene un significado más amplio, distinto, muy intenso. Una simple sábana, con la que alguien te cubre para evitarte el frío, es un cielo blanco que te transporta al vientre y a la mortaja. Su vuelo huele a cenizas. Su calor, a líquido amniótico.

[Continuará]

En portada, Post it (PG, 2016).