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Semana XX: Nunca he sabido viajar / Séneca

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Segunda parte: Los plazos se han reducido. El Herrador continúa, en esta sección semanal, la confesión ritual de sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.

En el Aeropuerto Internacional de La Guardia, en Nueva York, echo de menos aquellas despedidas del siglo XX. De pequeño tuve la suerte de que mis padres me dijesen adiós desde el andén o desde la misma pista de despegue cuando volaba a las Islas Canarias o a Madrid. Eran tiempos en los que los peligros de vivir no habían sido aún sustituidos por el imperio del control.

La tinta negra de un mini MILAN® touch supera el registro de los garantes fronterizos. Tal contrabando me permite escribir frases ridículas. Y espero que también me sirva de disculpa para olvidarlas:

1. “Un barco es menos barco si no hay pañuelos en el puerto.”

2. “Un avión vuela peor si no hay un arcoiris de lágrimas desde la ventanilla a la sala de embarque.”

3. “Y un tren no va a ninguna parte sin el humo que borre el dolor de su partida en los ojos de los que se quedan.”

4. “Algunos dicen que lo importante es el viaje y no el destino. Están muy equivocados: lo único importante de viajar es la ceremonia y el daño de las despedidas.”

5. “Las turbulencias son el eco de este drama extraterrestre.”

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Me angustia mucho más volver a mi hogar, a mi barrio, a mi pueblo, a mi país… que abandonar esta tierra que tan brutalmente celebra su obesa way of life, tan opuesta a mis gustos. Mi país es hoy un páramo. Una desgracia. Es la carretera de Cormac McCarthy antes del miedo mayor.

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Me acomodo en mi asiento y, mientras bullen los motores, imagino a Robert Kadrey despidiéndose desde la cafetería. Lo veo hackeando mi vuelo para dirigirlo a cualquier otro lugar. Es capaz de hacer algo así: tecnológica y moralmente. Tal vez lo haría por salvarme la vida. O para, al menos, evitar mi adiós.

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Hay algo irrenunciable en la evidencia de no pertenecer a ningún sitio. Recuerdo las moreras y los charcos. Los escalones y el ladrillo visto. El patio y el trapo en el sumidero. Evoco un estanco, un puesto de golosinas, una cabina rota y un bar en el que se amotinaba mi padre. Es un lugar que no me define, ni yo puedo reclamarlo ahora. Esa estampa dura 18 años y se viste con voces y flores, se mueve entre alquitrán y césped, se agita al calor de las sillas que ocupan las aceras y se derrumba como el hielo de las voces de sus dueñas. La memoria se enfrenta siempre a la hercúlea inercia del tiempo, y aquellos días se descubren hoy como una resistencia: las cancelas de los portales eran los burladeros de los sueños de los niños. Jugábamos a ser terroristas contra el mundo absurdo de los adultos.

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En el vuelo no consigo leer, ni dormir, ni beber. Cierro los ojos y trato de imaginar mi travesía: proyectar mi sombra sobre aguas y corales, remover como un trilero los cirros y los cúmulos, soñar que nado en el Atlántico sin esfuerzo ni prisa. Me despierto sin conquistar islas, sin la oportunidad de viralizar mis naufragios, sin perseguir botellas polares que me señalen el rumbo.

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Al aterrizar me siento aturdido por las celebraciones del día de la hispanidad. La lluvia no arruga el baile de las banderas ni logra acallar el grito histérico de los hombres con sobredosis de patria, pero vacíos de identidad. Ya en el tren, para abstraerme, decido escuchar un audiolibro. Como soy incapaz de leer, deberé acostumbrarme a esta práctica. Elijo Sobre la brevedad de la vida, de Séneca. Afortunadamente estoy casi solo en el vagón, porque me bastan sus tres o cuatro primeras reflexiones para llorar sin consuelo: “La vida, si sabes usarla, es larga…”. La próxima vez que necesite escribir algo me detendré y volveré a Séneca. Ya lo escribió todo, antes, y mejor.

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Le pido al taxista que se detenga junto al Chino para comprar el lote habitual: una botella de Absolut, dos litros de zumo de naranja, una bolsa de hielo. Ni unos cacahuetes ni un lápiz para disimular. Llevo años acudiendo sofocado al cierre de ese local salvavidas, en el que se vende alcohol después del límite horario legal, mientras las niñas rumanas expanden perfumes y azúcar y el marido franquicia friega sus suelos y memoriza las rentas. Las persianas relinchan a mi espalda cuando, casi sin darme cuenta, dejo las bolsas al pie de un almendro. Busco las llaves, cruzo el porche encharcado y huelo el amor de un hogar a media luz.

 

[Continuará]

 

En portada, foto de PG, 2016.