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SEMANA LV: El verdadero protagonista de esta historia

Cuarta Parte
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CAPÍTULO II

Amanece.

Amanece y el verdadero protagonista de esta historia está dormido.

Las calles se van poblando de prisas y ruidos. Muy lejos se toman decisiones que afectarán hoy mismo a la vida de muchos ciudadanos.

Desperezarse.

Juzgar el tablero de ajedrez.

El verdadero protagonista de esta historia mira al sol. Al mar y a la nada.

Sabe que, con sus precarias fichas, no tiene tanto que perder.

Todo lo acontecido sigue un curso inesperado.

Inexplicable.

Cuando Mondrián muere, el verdadero protagonista de esta historia está observando las curvas de un alfil negro.

Cuando Losange se fue, el verdadero protagonista de esta historia seguía mirando al mar, en la dirección contraria.

Paula y Garbak no volvieron a verse. Lucille dejó de andar. Morey escribió su primer poema. Anja tomó otra copa. Y Cristina compró un billete con destino a Buenos Aires. Un billete de ida.

Del resto nada se sabe, ahora que el verdadero protagonista de esta historia pasa la mano sobre la sábana para comprobar que está viva y limpia, y que aún le espera.

Mondrián ha muerto. Todavía respira artificialmente, y su corazón se resiste y sigue latiendo fuerte, pero ya ha muerto. Paula iba a escribir más cosas sobre él anoche, mientras lo velaba, pero tenía demasiado calor y demasiado tiempo por delante, así que estuvo más de una hora leyendo las crónicas de la última jornada de la Liga. Después se quedó dormida y, a las cuatro de la mañana, la avisan de que se Mondrián se muere. Nunca ha sentido un dolor así. Le pesan (y le aplastan el pecho y la garganta) todas las palabras crueles que le dedicó. Pero mucho más le duele y aterra saber que se va a ir. No podía imaginar cuánto lo echa ya de menos. No podía imaginar que sentía algo así por él. Se siente destrozada. Quiere escribir algo, frases sueltas para continuar despidiéndose, escribir que él volverá a resolver los problemas sin apenas proponérselo, apuntar ciertas sospechas sobre toda la parte de él que acabará muriendo sistemática y cotidianamente en ella. De repente advierte que la muerte de Mondrián le da la posibilidad de nacer, y se siente egoísta y desalmada. Pero intuye que ella no ha existido hasta hoy, que todo lo que ha sido hasta esta fecha fue puro fraude. Que ha vivido siempre ajena a la vida, y a la muerte, y que ha sido incapaz de entender nada de lo que significa vivir. No sabía que lo quería tanto. No tenía la más remota idea de todo lo que estaba recibiendo. Fija en su memoria la última sonrisa socarrona de Mondrián, diciéndole que era la peor enfermera del mundo. Sólo ve sus gestos y los hace suyos. Recuerda las quejas de quien sabía desde hace días que “tranquilo” significaba muerto, que “ya” quería decir nunca. Lo siente como nunca supo hacerlo antes. Ahora que ya se marcha. Ahora que lo ha perdido. Ahora, tal vez en la primera y única ocasión en la que ha ganado su maravillosa esencia.

“Adiós, Mondrián. Bienvenido a este desconocido y verdadero lugar de mi alma”, escribe mientras se enfría el cadáver.

“Mírame”, dijo Rhino. “Sólo si me miras entenderás todo lo que quiero decirte”. Pero Cristina ya no quería mirar, ni escuchar, ni entender. “Mírame una última vez antes de irte”, insistió. “Mírame. ¿Cómo puedes estar ahí sin mirarme?”. Pero Cristina ya no estaba ahí, por más que Rhino se negase a admitirlo.

Como en un mal western, dos jinetes desorientados galopan sobre sus torpes caballos. Los buitres merodean, anotando el ritmo del desagüe de sus cantimploras. En los cactus hay mujeres crucificadas y niños quemados llorando. El horizonte es irregular, arisco, previsible. El camino se nutre de polvo y humo, de saliva y espejismos. Uno es alto y delgado, y otro gordo, cansino y corto. No pretenden, en cambio, homenaje alguno a la literatura ni al arte. Surgió la pareja así, sin propósitos pero firme.

Dos mujeres difuminadas pasean por calles pregrabadas. Usan abrigos grises, zapatos negros, sombreros que se pierden en la niebla contaminada, verde, casi turbia. El odio y el cansancio invaden erróneamente sus sienes. Discuten sin hablar, sin mirarse. No se encuentran, pero acaban de girar en el mismo sentido en la única plaza de su universo.

Un caballero apuesto alza la lanza de sus honores. La princesa virgen repele con asco la mano pringosa de su predestinado trono. Bandas bicolores decoran la arena mientras cornetas de cobre escupen disonantes vientos. Un sabio corrige ciencias y gramáticas. El sol se pone, muy lejos. Alguien sangra. El público aplaude. El rey exige que le den el mando a distancia.

Las escenas podrían sucederse sin sentido, o con mensajes ocultos cuya solución siempre aparece, letra abajo, letra arriba, en la página par de cualquier revista. Pero los pasarratos perdieron su función, porque toda la vida no es más que un inútil y antiguo jeroglífico. Una intoxicada sopa de letras. Un crucigrama en el que las palabras sólo se entienden en sus cuadros negros, invasores y desafiantes, tan terca y mecánicamente reproducidos.

Hay días en los que uno sólo podría andar, y andar. Andar y no llegar a ningún sitio. O no llegar pero agotarse, reconocer su impotencia, descansar por fin en paz. Hay noches que se resisten a doblegarse, amparadas en viejos trucos que abren cráteres de resignación o esperanza. Hay momentos que no pertenecen ni al día ni a la noche, que apenas saben nombrarse, que no saben si son capaces de reclamar una existencia (perpleja y satélite, tímida o espía) o apenas responden a otra vida, ya extraviada.

En el palacio de la pereza, el verdadero protagonista de esta historia come sin apetito. Entre aguas y distancias se consume, se deja devorar por el tiempo perdido, armado de viejas excusas. Hace tiempo que comprendió que su refugio fue destruido por la propia inercia de los hechos, por la potencia de su miedo.

Nosotros, el resto, a veces nos reímos, escribimos esquelas, disimulamos, jugamos, queremos a nuestro amigo y creemos que él nos ama. Pero no hay nada, no hay nada más. Y cuando la nada es suficiente, cuando la nada es un privilegio o la nada es emocionada suerte, entonces, justo entonces, reconocemos en privado que estamos definitivamente perdidos.

 

En portada: Mondrián (PG, 2017).