Contenido
SEMANA LIX: Procedencia
Cuarta Parte
CAPÍTULO IV:
Hay ideas que es mejor no consultar, ni siquiera en esas noches que no admiten triunfos. Mi angustia encuentra demasiados objetivos en los que detenerme algunas madrugadas. Y sus mañanas me lo recuerdan cuando voy a morder una manzana y siento el dolor inesperado y catecúmeno de mis mandíbulas.
Por ejemplo: el jueves pasado me quise convencer de la singularidad de mi vida, y esta pretensión sólo denunciaba la debilidad de mi biografía. Digo esto porque me dediqué a arrojarme titulares vitales tan irrelevantes como bochornosos. Prefiero no confesarlos aquí, aunque su enunciado sería el mejor ejemplo de mi miserable primera página.
Pienso en esto y me crece el respeto que no he sabido reconocerle a mi padre. Entre el homenaje y su traducción se cuela una paz muy cobarde y muy mía: la salvación que me regala mi muerte prematura. La liberación del sufrimient0 de admitir mis limitaciones y del esfuerzo de demostrar la valentía necesaria para enfrentarme cada día a ellas. Recuerdo una conversación, breve y afilada, en la que le comenté, por teléfono, que lo notaba cansado. “Sí, hijo: estoy cansado de vivir”. Yo ya estaba cansado de vivir, con cuarenta años menos que él, y en ese momento entendí la magnitud de su voluntad y la fortaleza de su resistencia: hay que ser un héroe o un mártir o un idiota para levantarse cada mañana entre dolores y miedos, dispuesto a tragar veinte pastillas de farmacéuticas nazis, retando al frío de la estancia y al cuchillo de la ventana, ajeno a la indiferencia de la ducha, bailando sin resbalar ni sonreír, frotando las pieles muertas y los pliegues rendidos, escupiendo el tiempo contra azulejos sin tinta. Y cada día, cada jornada, agradecer a las toallas su higiene y su elegancia, acudir a las zonas de la ciudad del cuerpo en las que se alimenta el pus de la pereza, tantear el grifo antes de atreverse a comprobar en el espejo que el retal de tu vida no es una pesadilla, apretar los puños, componer el gesto y decidir que al menos por hoy, vas a seguir luchando.
Sé que la determinación de mi padre procede de hace mucho tiempo y tiene que ver con la figura de mi madre. Sé que si consigo hacer algo lo haré por ella, por mi madre. Lo haré gracias a ella. Ese ha sido y será nuestro único secreto. Y ella llegará tarde para saberlo, como siempre. Pero ahora necesito escribir que la amo. Por más que me empeño en evitarlo recuerdo sus sonrisas más que sus miradas al abismo. Y aunque hace veinte años me daba miedo parecerme tanto a ella, hoy nada me hace sentir tan bien como tardar en encontrar las diez pequeñas diferencias entre sus fotos y mi espejo. Yo también llego tarde a todo. Tarde y mal acudo a la vida y a la memoria. Pero la amo y la cuido en mis sueños. Lo hago todas las noches. Porque en ellos siempre está viva. Viva y guapísima, siempre. También está enferma, o distante, o perdida. Pero siempre la amo. A veces los sueños son fieles a las vidas. A veces los sueños respetan la memoria. Y mi memoria está llena de sus tirantes y de sus brazos y de sus números infinitos en las hojas arrancadas de su futuro imposible.
Por más que me empeño en olvidarla, recuerdo su voz más que sus silencios. Y recuerdo su calor de verano y jazmín, su sudor elegante y sus gafas derrotadas. Recuerdo las ventanas, las celosías, las hojas y la flor del limón. Recuerdo el olor a tierra y a labor, y a brasero y a huchas. Recuerdo su doloroso extravío. Su caída, sus armas arrojadas a los pies de esta puta vida.
Recuerdo el olor del calor eléctrico de la plancha y de las enagüillas que me ayudaban a esperar sus pasos de goma y paño en la escalera. Sus dedos abrazando las esquina del descansillo. Su camisón de barrio y sus trapos de esclava del siglo.
Por más que me empeño recuerdo su piel más que sus errores. No puedo dejar de amarla. Y cada día entierro uno de sus infinitos desprecios. Cada mañana sepulto cualquier razón para odiarla, como ya antes hizo mi padre a un ritmo inalcanzable.
Y amo su olor. Y amo sus dedos. Y amo las biografías de Churchill y ese obstinado empeño que tenía mi madre en comparar su edad con la que tenían sus héroes en el día de la victoria. Seguramente de ella heredé mucho veneno y demasiada autocompasión. Pero de sus labios escuché las historias de Sandokan y Tremal Naik, de Yáñez y los tigres de Mompracem. De su boca escuché la rabia contenida y el pavor a la injusticia de las iglesias y de los dioses de barrio.
No sé a qué viene todo esto, pero me siento en paz escribiéndolo, escribiéndote que te quiero cada día, que te sueño siempre. Ojalá te sientas orgullosa de mí durante un minuto, antes de que yo muera.
En portada, In Utero (PG, 2017).
SEMANA LIX: Procedencia
CAPÍTULO IV:
Hay ideas que es mejor no consultar, ni siquiera en esas noches que no admiten triunfos. Mi angustia encuentra demasiados objetivos en los que detenerme algunas madrugadas. Y sus mañanas me lo recuerdan cuando voy a morder una manzana y siento el dolor inesperado y catecúmeno de mis mandíbulas.
Por ejemplo: el jueves pasado me quise convencer de la singularidad de mi vida, y esta pretensión sólo denunciaba la debilidad de mi biografía. Digo esto porque me dediqué a arrojarme titulares vitales tan irrelevantes como bochornosos. Prefiero no confesarlos aquí, aunque su enunciado sería el mejor ejemplo de mi miserable primera página.
Pienso en esto y me crece el respeto que no he sabido reconocerle a mi padre. Entre el homenaje y su traducción se cuela una paz muy cobarde y muy mía: la salvación que me regala mi muerte prematura. La liberación del sufrimient0 de admitir mis limitaciones y del esfuerzo de demostrar la valentía necesaria para enfrentarme cada día a ellas. Recuerdo una conversación, breve y afilada, en la que le comenté, por teléfono, que lo notaba cansado. “Sí, hijo: estoy cansado de vivir”. Yo ya estaba cansado de vivir, con cuarenta años menos que él, y en ese momento entendí la magnitud de su voluntad y la fortaleza de su resistencia: hay que ser un héroe o un mártir o un idiota para levantarse cada mañana entre dolores y miedos, dispuesto a tragar veinte pastillas de farmacéuticas nazis, retando al frío de la estancia y al cuchillo de la ventana, ajeno a la indiferencia de la ducha, bailando sin resbalar ni sonreír, frotando las pieles muertas y los pliegues rendidos, escupiendo el tiempo contra azulejos sin tinta. Y cada día, cada jornada, agradecer a las toallas su higiene y su elegancia, acudir a las zonas de la ciudad del cuerpo en las que se alimenta el pus de la pereza, tantear el grifo antes de atreverse a comprobar en el espejo que el retal de tu vida no es una pesadilla, apretar los puños, componer el gesto y decidir que al menos por hoy, vas a seguir luchando.
Sé que la determinación de mi padre procede de hace mucho tiempo y tiene que ver con la figura de mi madre. Sé que si consigo hacer algo lo haré por ella, por mi madre. Lo haré gracias a ella. Ese ha sido y será nuestro único secreto. Y ella llegará tarde para saberlo, como siempre. Pero ahora necesito escribir que la amo. Por más que me empeño en evitarlo recuerdo sus sonrisas más que sus miradas al abismo. Y aunque hace veinte años me daba miedo parecerme tanto a ella, hoy nada me hace sentir tan bien como tardar en encontrar las diez pequeñas diferencias entre sus fotos y mi espejo. Yo también llego tarde a todo. Tarde y mal acudo a la vida y a la memoria. Pero la amo y la cuido en mis sueños. Lo hago todas las noches. Porque en ellos siempre está viva. Viva y guapísima, siempre. También está enferma, o distante, o perdida. Pero siempre la amo. A veces los sueños son fieles a las vidas. A veces los sueños respetan la memoria. Y mi memoria está llena de sus tirantes y de sus brazos y de sus números infinitos en las hojas arrancadas de su futuro imposible.
Por más que me empeño en olvidarla, recuerdo su voz más que sus silencios. Y recuerdo su calor de verano y jazmín, su sudor elegante y sus gafas derrotadas. Recuerdo las ventanas, las celosías, las hojas y la flor del limón. Recuerdo el olor a tierra y a labor, y a brasero y a huchas. Recuerdo su doloroso extravío. Su caída, sus armas arrojadas a los pies de esta puta vida.
Recuerdo el olor del calor eléctrico de la plancha y de las enagüillas que me ayudaban a esperar sus pasos de goma y paño en la escalera. Sus dedos abrazando las esquina del descansillo. Su camisón de barrio y sus trapos de esclava del siglo.
Por más que me empeño recuerdo su piel más que sus errores. No puedo dejar de amarla. Y cada día entierro uno de sus infinitos desprecios. Cada mañana sepulto cualquier razón para odiarla, como ya antes hizo mi padre a un ritmo inalcanzable.
Y amo su olor. Y amo sus dedos. Y amo las biografías de Churchill y ese obstinado empeño que tenía mi madre en comparar su edad con la que tenían sus héroes en el día de la victoria. Seguramente de ella heredé mucho veneno y demasiada autocompasión. Pero de sus labios escuché las historias de Sandokan y Tremal Naik, de Yáñez y los tigres de Mompracem. De su boca escuché la rabia contenida y el pavor a la injusticia de las iglesias y de los dioses de barrio.
No sé a qué viene todo esto, pero me siento en paz escribiéndolo, escribiéndote que te quiero cada día, que te sueño siempre. Ojalá te sientas orgullosa de mí durante un minuto, antes de que yo muera.
En portada, In Utero (PG, 2017).