Contenido

Semana L: Las siestas salvajes

Modo lectura

1. El portal
No sé qué me ha llevado esta noche a aquel portal, el de mi vecino Rodri. Pero esta noche estoy en él, como hace cuarenta y tantos años, y me duele tener demasiada información en mi memoria.

Mi infancia es algo que jamás me reclamó atención, y me molesta que ahora, precisamente ahora, me atosigue.

Sobre esa condena aparece algo mucho peor: la condición infinita de todos mis recuerdos.

Puedo describir con exactitud el cambio del ladrillo antiguo y visto de la fachada de mi casa a la pintura amarillo albero de la casa de Rodri, y puedo percibir el efecto que me producía atravesar esa frontera entre dos viviendas adosadas, adquirir ese grado de soberbia y de gusto social que le daba más relieve, literalmente, a la mía. A la derecha de su casa, de nuevo la cal y la arena mutaban en el mármol verde féretro del zócalo de doña Carmen. La de Pilarcita y Pepe, los padres de Rodri, era la única casa que no había maquillado su aspecto original de las seis que conformaban mi calle. De aquel portal puedo recordar mucho más de lo razonable y de lo conveniente. Había 56 losetas de granito de 25 por 25 centímetros, con duelas irregulares de entre uno y dos milímetros, en las que pinchábamos palillos de dientes a modo de trincheras cuando desplegábamos nuestros ejércitos de soldados de plástico. En esos escasos cuatro metros cuadrados nos reuníamos diez o doce criaturas dispuestas a merendarnos las tardes y a imaginarnos el mundo. Una cancela pintada de gris penicilina se abría y, mientras rebañábamos la grasa de miel del pestillo y soplábamos las telarañas de los rincones, acudíamos a un ritual de revelación y de asombro.

Eran nuestras siestas salvajes.

A la sombra de la cortina de esparto, nos repartíamos entre las macetas (aquí llega la imagen del hierro tintado de los soportes de las macetas, la pintura rojo carruaje o amarillo pomelo de cada maceta y los relieves del borde y el trabajo del torno y el brazo del ceramista, y la forma de las plantas, de las hojas y de las flores, las formas de ese día, de ese instante, y de cualquier otro instante anterior o posterior en ese portal). Una euforia de secreto y de aventura nos embargaba mientras nuestros padres hacían pucheros viendo La casa de la pradera. La memoria es desquiciantemente exhaustiva y detecta lombrices y tréboles, semillas ocres y blandas que se lanzaban desde las ramas de los árboles. El sabor del chicle cheiw de menta y el del bazooka de fresa. El charco perenne y su reclamo de barro y malaria. El polo flash de limón que Loli no quiso compartir conmigo. El murmullo del televisor del salón. El rastro de lejía y decoro que se filtraba por la rendija de la puerta. El color siena tostada de esa puerta. Sus arañazos. La marca que dejó Sultán el día que se infectó de rabia. Sus tumores. Las persianas de la ventana del despacho contiguo. El piano y cada una de sus teclas y las notas de Stairway to Heaven. El perfume del esmalte de las uñas de Amelita, el vapor de su sujetador recién planchado. La goma elástica tostada. El color de sus pecas y el infinito de sus dientes. Las lágrimas del padre de Rodri por el drama de los Ingalls. El aleteo de los canarios. Sus jaulas carnavalescas. La leche en cubos llenos de moscas. El pan del padre de Rodri. La ginebra Larios y las cortezas de Tavira. La herida en la rodilla de Teresita, la saliva en sus dedos, untada en su sangre seca, el sabor de sus costras. Las uñas de Manolito, su meñique cembrero y románico. El confortable sudor de sus hermanas mellizas. La nariz de Trinita. Su jersey añil celeste en verano. La promesa católica de sus pestañas rubias. La visita de Chema, el primo alto, moreno y apuesto de Rodri. Su nombre compuesto y comprimido que nos resultaba casi exótico. Ese momento en el que se fue con Teresita al exterior de la tarde. El pijama de Pepito, su bigote paralelo a una erección vespertina. La fascinación por la luz y por el fuego de unos monos primitivos en un portal de barrio, hacinados en una felicidad instantánea. La magia de los mecheros. La risa tonta y bendita. Los juegos inocentes llenos de cruces de piernas, cambios de pareja, cerillas y besos.

Las siestas salvajes.

La revolución de la radio. Los calcetines de todos, los cordones de todos nuestros zapatos. La electromécánica. Las campanadas alteradas por insectos kamikazes. El sopor hipnótico de las faldas tabuladas de la Marufi.

Jugar a matar. Escapar del portal amando a Loli. Perseguirla hasta la esquina. Llorar en la cabina de teléfonos. Abrazar a Fernandito. Mirar sus dientes mellados. Imaginar otro barrio.

2. Saberlo todo
No sé qué me empuja a seguir escribiendo de mi calle, de mi patio, de mi casa, de mis vecinos, ni cuándo podré detenerme. Puedo hablar de todo eso y de millones de cosas inútiles. De sus antepasados, de sus descendientes, de los animales, de las obras, del petróleo, del asfalto, del agua, de las nubes, de la luz. Me detengo ahí, en ese instante del año 1973, junio, sábado, cuatro menos doce minutos, y puedo hablar de cada una de las fibras de cada una de las ropas de cada uno de los ocho hijos de los Tavira y de cada pared de su casa y de las de mis padres y de las del laberinto del barrio: sé su composición, su precio, y sé exactamente de dónde llegó cada piedra y el itinerario del metal que acabó guardando ventanas y miradas. Tengo el memorándum de su destrucción, y el de cada conversación que se adhirió a esos barrotes y el de cada pegamento que utilizamos para completar nuestras colecciones de cromos de famosos de la tele. La fotografía de Amparo Muñoz, su belleza y su tragedia. La tinta de cada estampa y las dificultades de todos los trabajadores de esa imprenta. Puedo, en fin, reproducir el ADN de cada saliva que usamos para imprimirnos calcamonías en los brazos.

Conozco los secretos de cada regadera, de cada jazmín, de cada fogón de las cocinas, de cada larva que había en cada maceta en ese portal y no puedo olvidar la tristeza de doña Amelia, ni su luto de cebolla negra, ni sus manos de monja nostálgica y viva, ni puedo evitar el eco de su dolor ni el dulzor de sus tartas envenenadas, y puedo contar cómo eran sus enaguas y cómo se avergonzaba del roce de su faja en sus caderas rotas. El cariño, las tartas de café y coñac. Paulino, el legionario, la mercería, las frutas de la Chon y la carne de la Ceci, las moreras y los gusanos. Y mi fascinación por las losetas grises de la acera, mi amor por sus heridas externas y por las subterráneas y por cada sensación o manera de romper cementos y vidas, como hormigas valientes o ratas de alcantarilla. El peso del autobús que me aplastó los pies.

3. Temblor
No sé a qué responde este efecto inesperado de mi nostalgia documental. Me da miedo que mi espacio de almacenamiento esté colapsado o que responda a estímulos improbables. Libere memoria, me indica mi moral y me repite la luz de una pantalla en la que escupo cada noche.

Lote 000/E

Ficha técnica:

1. Harlem Shuffle: The Sound of Blaxploitation. (1997, Plastic Records, Italia). CD
2. Libreta de páginas cuadriculadas multicolores con ingenio en espiral y portada estereoscópica. (Siglo XX?, Miquelrius). PAPEL Y MUELLE
3.
Gomorra, de Roberto Saviano. A medio leer. (2007, Random House Mondadori). LIBRO
4. “Test Drive” A ’50 Ford. (Siglo XX, Sunday Hamburg; L. A.). PITILLERA DE LATA
5. Pendientes Margarita, de Rosa Batalla i Canut. (2000, Barcelona). ARGOLLA, CELOFÁN Y VINILO
6.
Golosinas argentinas, de Erica Rubinstein. (2003, Ediciones Larivière, Buenos Aires). LIBRO AROMÁTICO
7. U.S.A., de King Crimson. (1973, E. G. Records). VINILO DE LEY
8. Hanging Gardens, de Nico. (1990, Restless Records). VINILO
9.  Naipe español. Baraja. (Varitemas S. L.). CARTULINA EN CUATRICOMÍA
10. Lápiz de Ikea (gratuito). (Incunable, Sweden; U. E.). MADERA Y GRAFITO

Texto del Lote 000/E:
Cada día es más difícil escribir. Escribir es como jugar al ahorcado sin pistas ni alfabeto, con un lápiz sin punta ni árbol. ¿Se gastan los libros al ser leídos o es sólo entonces cuando resucitan?

Es casi humillante recordar juegos con nombres ridículos. La brisca, el tute. Las siete y media. La magia se avergonzaba de esas cartas. Palos incinerados en pitilleras que huelen a tumbas. América es un cementerio. ¿Y si los negros no llevasen el ritmo en la sangre?

Toma nota.

Pasa página.

La vida es una serie sin capítulos.

Nunca hay un “Continuará…”.

FIN DE LA TERCERA PARTE

En portada, Soft Cell (PG, 2017).