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IX: Los días vacíos

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“Los peores días de mi vida no fueron los días saturados, los días de lava, los días de un todo vendaval y huérfano, arrogante de fechas rojas y epiléptico de objetivos.
Mis peores días no están señalados por la ausencia de xileno o tolueno, lombrices tóxicas del material de los rotuladores fluorescentes, en los renglones de mis propósitos. Los peores días se arrastran tras un disparo seco y exacto, silenciador, fuego y cemento de mi oscura ceremonia.”

                                                          De la disparidad (Angel Genéh)

I.                      

Las noches ya no me sirven. Ya no son mis unidades de medida de la euforia o del miedo. Ya no son el depósito de mis victorias ni la alcantarilla de mis pánicos. Como los sueños pierden su magia al compartirlos, las noches se dejan caer al recordarlas y se vencen al ser contadas. Las noches son hoy eriales y son mañana tierra de documental. No sé por qué siento ese miedo cada vez que me despierta el quejido de un escalón quebradizo, si sólo debería respirar alegría al intuir que es mi hijo quien se acerca. Y sin embargo me revuelvo en el sofá sudado y me pongo un cojín por caperuza, no sé si de verdugo o de víctima. Me pregunto por qué no celebro el nuevo día de mi hijo, o nuestro encuentro, siempre a la luz de su amor y sus risas. Y he tardado en encontrar la respuesta a mi temblor. No me da miedo mi hijo. Me da miedo arrojarme otra vez a uno de mis días vacíos.

De estos últimos dos meses, no menos de 50 días fueron días vacíos. Es imposible rellenar el contenido de los otros diez. No sé si esta proporción tan estéril e inválida es aplicable al resto de mi vida. Ni si al hablar de este resto me refiero al archivo de mis horas muertas o a la pantalla pasiva de mi porvenir. Procuro atenerme a este lapso, saltar sobre mi ayer y elegir luces largas para mi callejón sin salida: Si me espera un muro, quiero verlo venir.

 

En portada, Escalones (PG, 2016).