Contenido
II: Siempre es ahora muy pronto
I. En el pantano de los propósitos
Si algo queda claro esta primera semana, la primera tras el desahogo inicial que supuso comenzar esta confesión, y hacerla además pública, es que mis propósitos no tienen nada que ver con mi realidad. Lo que define a estos días es la impotencia de enfrentarme al mundo, a mi sentencia, a mis apuestas, mi incapacidad para vivir, mi absoluta parálisis. Me dedico a dormir y a seguir escondido, refugiado en sueños que no me piden pasaporte para cruzar mis miedos. Me cuesta la vida (aunque quizás no sea oportuno utilizar esta metáfora exagerada en mis circunstancias) cada gesto mínimo, cada cosa que hago: despertarme (contra lo que me he rebelado cada mañana, acudiendo a mil excusas que me convencían inmediatamente, amparado en mi desgracia, es decir: dándome pena); levantarme de la cama y ducharme (nunca estuvieron tan lejos las zapatillas, los grifos, las toallas, el espejo); lavarme los dientes y afeitarme (es inevitable que uno piense que ya es algo caprichoso proteger su esmalte o que una barba larga me abrigaría en el ataúd y hasta podría parecer más venerable) y, sobre todo, vestirme, que dicho así resulta muy fácil, pero que en modo prosaico significa: ponerme la ropa, incluidos los zapatos: zapatos para no ir a ninguna parte, para no caminar, para quedarme quieto.
En mi parálisis no logro decidir ya nada. No sé hacer números. La agenda es una cuenta atrás. No sé si leer, releer o dejar de leer. No sé si volver a ponerme viejas canciones o buscar la música que jamás escuché. No sé si anotar las citas con mis pocos amigos, tal vez al ritmo de un encuentro por mes. No sé si regresar a algunos lugares o descubrir otros nuevos. No sé organizar mi tiempo. Tal vez en mis últimas semanas querré volver a caminar solo por la playa, a bañarme con mi hijo en el mar. No quiero caer en la nostalgia ni en los recuerdos, pero tampoco deseo vivir aventuras, nadar entre tiburones, escalar ochomiles ni entrenarme para la maratón de Nueva York. Por extraño y sorprendente que pueda parecer, creo que no hay mejor fórmula para comenzar a vivir (y para que vivir sea algo distinto) que prescindir de mis inseparables compañeros de viaje desde hace más de tres décadas: las drogas, el alcohol y el sexo. Me propongo dejarlos para siempre. Pero siempre es ahora muy pronto.
II. El padre anónimo
Me agobia el reto del anonimato. La decisión de no firmar con mi nombre no resulta fácil. Uno siempre espera regalos, atenciones, consideraciones o palabras pre-mortem. Sin embargo, sólo escribiendo como otro puedo contar toda la verdad (sólo de esta manera puedo incluso atreverme a mentir sin culpa). Ahora tengo que apuntar los nombres de las pocas personas que saben que El Herrador soy yo, los que saben que voy a morir: de momento, Pablo, mi mujer, mi hermano y Cristina. Y temo la indiscreción, por ejemplo de mi despistado hermano, tanto como mi propio error: ¿cuánto tardaré en escribir un dato simple y aparentemente anodino que sin embargo me descubra?
Mucho más me preocupa cómo manejar esta situación con mi pequeño hijo. Mientras estoy agazapado bajo las sábanas y su madre lo lleva al colegio, me pregunto si no debería dedicarle todo mi tiempo. Otras veces, cuando me abraza, por ejemplo, me convenzo de que lo mejor será ir separándome poco a poco, para hacer menos duro el adiós. Recuerdo aquella historia de un viejo que se empeñó en volverse insoportable con sus hijos y sus nietos y así provocar que para ellos su muerte fuese más un alivio que una tristeza (y no sé si esto les ocurre a muchos sin proponérselo; y no sé si me ocurrirá a mí con mis seres queridos). En cualquier caso sé que lo que le quedará a mi hijo de mí serán algunos recuerdos, algunos juegos, algunas risas y todo lo que le deje escrito. Yo eché mucho de menos que mi madre no me dejase nada escrito, porque se murió sin que yo hubiese logrado comenzar a entenderla. Mi hijo no tendrá tiempo ni para planteárselo. Seré también para él un padre anónimo.
III. Los planes de la demolición
Tarde, como siempre (sólo que llegar tarde a cualquier cosa ya es para mí algo inaceptable), encuentro un título mucho más apropiado para estos textos: “Los planes de la demolición”. Es una descripción exacta de este relato por entregas que me empeño en publicar y es, además, un homenaje a aquel libro bellísimo de El Ángel: Los planos de la demolición. Supongo que en mis primeros días de taladro y tinieblas ya se me apareció esta opción, tan atractiva. Y quiero suponer también que la descarté por un elemental principio de respeto a esa obra.
Y IV. La vida en Excel
Vuelvo a mi escondite, a esta pereza inexcusable, a no querer comenzar a vivir ni siquiera ahora, y sólo puedo teclear hojas de cálculo (vital). Horarios casi suizos. Cuentas como escarpias. Plazos como puños. Cada día he escrito un no (un no real) a cada propósito que me arriesgué a imprimir. Las plantillas crean una especie de rejilla de Amsler. La miro y recuerdo lo que un día me dijo el oftalmólogo: “Seguirá viendo la vida deformada hasta el día en el que simplemente deje de ver la vida”. Comienzo a sentir el miedo. Compruebo que el miedo ahora sólo sabe huir a través de los caminos que el propio miedo enseña.
Fotografías de PG.
II: Siempre es ahora muy pronto
I. En el pantano de los propósitos
Si algo queda claro esta primera semana, la primera tras el desahogo inicial que supuso comenzar esta confesión, y hacerla además pública, es que mis propósitos no tienen nada que ver con mi realidad. Lo que define a estos días es la impotencia de enfrentarme al mundo, a mi sentencia, a mis apuestas, mi incapacidad para vivir, mi absoluta parálisis. Me dedico a dormir y a seguir escondido, refugiado en sueños que no me piden pasaporte para cruzar mis miedos. Me cuesta la vida (aunque quizás no sea oportuno utilizar esta metáfora exagerada en mis circunstancias) cada gesto mínimo, cada cosa que hago: despertarme (contra lo que me he rebelado cada mañana, acudiendo a mil excusas que me convencían inmediatamente, amparado en mi desgracia, es decir: dándome pena); levantarme de la cama y ducharme (nunca estuvieron tan lejos las zapatillas, los grifos, las toallas, el espejo); lavarme los dientes y afeitarme (es inevitable que uno piense que ya es algo caprichoso proteger su esmalte o que una barba larga me abrigaría en el ataúd y hasta podría parecer más venerable) y, sobre todo, vestirme, que dicho así resulta muy fácil, pero que en modo prosaico significa: ponerme la ropa, incluidos los zapatos: zapatos para no ir a ninguna parte, para no caminar, para quedarme quieto.
En mi parálisis no logro decidir ya nada. No sé hacer números. La agenda es una cuenta atrás. No sé si leer, releer o dejar de leer. No sé si volver a ponerme viejas canciones o buscar la música que jamás escuché. No sé si anotar las citas con mis pocos amigos, tal vez al ritmo de un encuentro por mes. No sé si regresar a algunos lugares o descubrir otros nuevos. No sé organizar mi tiempo. Tal vez en mis últimas semanas querré volver a caminar solo por la playa, a bañarme con mi hijo en el mar. No quiero caer en la nostalgia ni en los recuerdos, pero tampoco deseo vivir aventuras, nadar entre tiburones, escalar ochomiles ni entrenarme para la maratón de Nueva York. Por extraño y sorprendente que pueda parecer, creo que no hay mejor fórmula para comenzar a vivir (y para que vivir sea algo distinto) que prescindir de mis inseparables compañeros de viaje desde hace más de tres décadas: las drogas, el alcohol y el sexo. Me propongo dejarlos para siempre. Pero siempre es ahora muy pronto.
II. El padre anónimo
Me agobia el reto del anonimato. La decisión de no firmar con mi nombre no resulta fácil. Uno siempre espera regalos, atenciones, consideraciones o palabras pre-mortem. Sin embargo, sólo escribiendo como otro puedo contar toda la verdad (sólo de esta manera puedo incluso atreverme a mentir sin culpa). Ahora tengo que apuntar los nombres de las pocas personas que saben que El Herrador soy yo, los que saben que voy a morir: de momento, Pablo, mi mujer, mi hermano y Cristina. Y temo la indiscreción, por ejemplo de mi despistado hermano, tanto como mi propio error: ¿cuánto tardaré en escribir un dato simple y aparentemente anodino que sin embargo me descubra?
Mucho más me preocupa cómo manejar esta situación con mi pequeño hijo. Mientras estoy agazapado bajo las sábanas y su madre lo lleva al colegio, me pregunto si no debería dedicarle todo mi tiempo. Otras veces, cuando me abraza, por ejemplo, me convenzo de que lo mejor será ir separándome poco a poco, para hacer menos duro el adiós. Recuerdo aquella historia de un viejo que se empeñó en volverse insoportable con sus hijos y sus nietos y así provocar que para ellos su muerte fuese más un alivio que una tristeza (y no sé si esto les ocurre a muchos sin proponérselo; y no sé si me ocurrirá a mí con mis seres queridos). En cualquier caso sé que lo que le quedará a mi hijo de mí serán algunos recuerdos, algunos juegos, algunas risas y todo lo que le deje escrito. Yo eché mucho de menos que mi madre no me dejase nada escrito, porque se murió sin que yo hubiese logrado comenzar a entenderla. Mi hijo no tendrá tiempo ni para planteárselo. Seré también para él un padre anónimo.
III. Los planes de la demolición
Tarde, como siempre (sólo que llegar tarde a cualquier cosa ya es para mí algo inaceptable), encuentro un título mucho más apropiado para estos textos: “Los planes de la demolición”. Es una descripción exacta de este relato por entregas que me empeño en publicar y es, además, un homenaje a aquel libro bellísimo de El Ángel: Los planos de la demolición. Supongo que en mis primeros días de taladro y tinieblas ya se me apareció esta opción, tan atractiva. Y quiero suponer también que la descarté por un elemental principio de respeto a esa obra.
Y IV. La vida en Excel
Vuelvo a mi escondite, a esta pereza inexcusable, a no querer comenzar a vivir ni siquiera ahora, y sólo puedo teclear hojas de cálculo (vital). Horarios casi suizos. Cuentas como escarpias. Plazos como puños. Cada día he escrito un no (un no real) a cada propósito que me arriesgué a imprimir. Las plantillas crean una especie de rejilla de Amsler. La miro y recuerdo lo que un día me dijo el oftalmólogo: “Seguirá viendo la vida deformada hasta el día en el que simplemente deje de ver la vida”. Comienzo a sentir el miedo. Compruebo que el miedo ahora sólo sabe huir a través de los caminos que el propio miedo enseña.
Fotografías de PG.