Contenido
I: Demasiado tiempo para despedirse
¿Cómo reaccionar cuando te comunican que te queda un año de vida? Los últimos días de El Herrador es una confesión ritual en la que el protagonista –colaborador habitual de El Estado Mental que prefiere mantenerse en el anonimato– se atreve a contar, en esta sección semanal, sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.
I. La importancia
"No te vayas a dar mucha importancia."
Las palabras de Pablo son las primeras que recuerdo después de un periodo indefinido de silencio. Es difícil ordenar las sensaciones y los pensamientos cuando uno escucha que le queda un año de vida. Durante los primeros días, creo que todo es silencio. Después llegan sus palabras. El afecto de Pablo siempre fue compatible con su sinceridad, esa virtud tan extraña en la amistad: una de las relaciones más sobrevaloradas del mundo. No sé si Pablo es mi único amigo, pero de momento sólo él sabe la verdad. Su consejo no incluye un lamento cuando le comento mi intención de ir escribiendo, ya, ahora, todo lo que pase por mi cabeza. Al saber mi plazo, se instala en mi cerebro un zumbido seco que me impide clasificar ideas, miedos, decisiones... sin embargo, parece permitirme la ficción de una vida normal (tan normal como ha podido llegar a ser mi vida). No sé en qué momento recuerdo una de las pocas cosas que he aprendido en estos cincuenta años: "Un día no escrito es un día no vivido". Junto a eso estaba (está ahora subrayada, pero ya estaba antes, siempre) la convicción de que he tirado toda mi vida a la basura. Supongo que de ahí nace esta decisión innegociable: si es cierto que hasta ahora creo que no he sabido vivir, en este año no haré otra cosa que intentarlo. Esta convicción me explica y me orienta de una manera inesperada: ahora lo significativo no es que tenga una fecha más o menos concreta para mi muerte. Ahora lo único importante es mi determinación de vivir. De vivir y de escribirlo.
Porque un año es muy poco tiempo para vivir. Pero un año es también, sin duda, demasiado tiempo para despedirse.
II. Comunicación
Uno siempre piensa que hay alguna manera mejor de comunicar estas cosas. Aunque haya perdido la fe en la educación, el protocolo, las formas y todo eso, es difícil no protestar, antes de asimilar la noticia. Pero, enseguida, dejas de pensar en eso, y ni siquiera eres capaz de proponer otras fórmulas. Ya da todo igual. El recurso de quejarte por esos detalles se convierte inmediatamente en algo ridículo. En algo en lo que no merece la pena perder tiempo: una protesta absurda.
III. Lo normal
Los días normales solo se aprecian después de muchos años de olvidar lo normal.
Un día normal es tan peligroso como un vecino normal, ese que siempre acaba sorprendiendo a los demás cuando asesina a sus hijos. Las noticias importantes siempre eligen contextos de normalidad. En este caso, de normalidad recuperada, con tanto esfuerzo como mentiras, con tanta necesidad como flaqueza.
Sucedió en un día normal, pues. Quizás hace cinco años, o incluso dos, hubiese resultado cínico afirmar que era algo inesperado. Pero ahora era distinto: porque creí que había alcanzado la ficción de restaurar la normalidad. Pero aún no puedo escribir de mi asesina normalidad. Porque es esta la única posibilidad: amarrar los días. Despedirse del barco que te lleva. Decir adiós sin lágrimas ni fe. Contar en qué consistía esa normalidad.
IV. No ser demasiado ser
Lo normal era convertir mi tarea en no ser demasiado ser. Mi mejor día celebraba mi ausencia. Mi semana feliz se contaba por las horas dormidas. No había palabra más oportuna que la nunca escrita ni risa más limpia que la amordazada. Vivir era, hasta hoy, dejar de hacerlo. Existir era sólo resistir en silencio. Pero resistir es todo lo contrario a re-existir.
Y V. Dejar de vivir (escondido)
Lo normal era, también, vivir siempre escondido. Escondido bajo mis trajes negros, debajo de mi sombrero, debajo de mi pelo largo, detrás de mi barba, de mis kilos y de mis gafas oscuras, escondido detrás de mi miedo, escondido detrás de mi arrogancia, de mi ignorancia, de mis dudas. Toda la vida escondido, escondido ante mi conciencia y ante mi culpa, escondido en mi memoria y en mis sueños, escondido en mis silencios y sobre todo en mis palabras. Ahora siento que ya no es necesario esconderse. Y para no esconderme más ya sólo me escondo aquí, bajo este nombre de tarot apócrifo o de mito sin descubrir, porque este nuevo escondite es el único que me permite ser libre en el texto. En la vida ya lo soy, ya comienzo a serlo: ya no tengo nada que esconder. Ahora, por fin, puedo exponerme. De repente, nada cuesta nada. Se desvanecen las consecuencias, es muy fácil cerrar ventanas. Porque ya nada hay en juego, sólo se puede perder la vida (y ya está perdida) y por lo tanto ya no hay más riesgos. Porque ya no hay cuentas. No hay dolores. Solo las ganas de comenzar a vivir. Vivir menos de un año. Pero vivir al fin.
Créditos de las fotografías: PG, 2016.
I: Demasiado tiempo para despedirse
¿Cómo reaccionar cuando te comunican que te queda un año de vida? Los últimos días de El Herrador es una confesión ritual en la que el protagonista –colaborador habitual de El Estado Mental que prefiere mantenerse en el anonimato– se atreve a contar, en esta sección semanal, sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.
I. La importancia
"No te vayas a dar mucha importancia."
Las palabras de Pablo son las primeras que recuerdo después de un periodo indefinido de silencio. Es difícil ordenar las sensaciones y los pensamientos cuando uno escucha que le queda un año de vida. Durante los primeros días, creo que todo es silencio. Después llegan sus palabras. El afecto de Pablo siempre fue compatible con su sinceridad, esa virtud tan extraña en la amistad: una de las relaciones más sobrevaloradas del mundo. No sé si Pablo es mi único amigo, pero de momento sólo él sabe la verdad. Su consejo no incluye un lamento cuando le comento mi intención de ir escribiendo, ya, ahora, todo lo que pase por mi cabeza. Al saber mi plazo, se instala en mi cerebro un zumbido seco que me impide clasificar ideas, miedos, decisiones... sin embargo, parece permitirme la ficción de una vida normal (tan normal como ha podido llegar a ser mi vida). No sé en qué momento recuerdo una de las pocas cosas que he aprendido en estos cincuenta años: "Un día no escrito es un día no vivido". Junto a eso estaba (está ahora subrayada, pero ya estaba antes, siempre) la convicción de que he tirado toda mi vida a la basura. Supongo que de ahí nace esta decisión innegociable: si es cierto que hasta ahora creo que no he sabido vivir, en este año no haré otra cosa que intentarlo. Esta convicción me explica y me orienta de una manera inesperada: ahora lo significativo no es que tenga una fecha más o menos concreta para mi muerte. Ahora lo único importante es mi determinación de vivir. De vivir y de escribirlo.
Porque un año es muy poco tiempo para vivir. Pero un año es también, sin duda, demasiado tiempo para despedirse.
II. Comunicación
Uno siempre piensa que hay alguna manera mejor de comunicar estas cosas. Aunque haya perdido la fe en la educación, el protocolo, las formas y todo eso, es difícil no protestar, antes de asimilar la noticia. Pero, enseguida, dejas de pensar en eso, y ni siquiera eres capaz de proponer otras fórmulas. Ya da todo igual. El recurso de quejarte por esos detalles se convierte inmediatamente en algo ridículo. En algo en lo que no merece la pena perder tiempo: una protesta absurda.
III. Lo normal
Los días normales solo se aprecian después de muchos años de olvidar lo normal.
Un día normal es tan peligroso como un vecino normal, ese que siempre acaba sorprendiendo a los demás cuando asesina a sus hijos. Las noticias importantes siempre eligen contextos de normalidad. En este caso, de normalidad recuperada, con tanto esfuerzo como mentiras, con tanta necesidad como flaqueza.
Sucedió en un día normal, pues. Quizás hace cinco años, o incluso dos, hubiese resultado cínico afirmar que era algo inesperado. Pero ahora era distinto: porque creí que había alcanzado la ficción de restaurar la normalidad. Pero aún no puedo escribir de mi asesina normalidad. Porque es esta la única posibilidad: amarrar los días. Despedirse del barco que te lleva. Decir adiós sin lágrimas ni fe. Contar en qué consistía esa normalidad.
IV. No ser demasiado ser
Lo normal era convertir mi tarea en no ser demasiado ser. Mi mejor día celebraba mi ausencia. Mi semana feliz se contaba por las horas dormidas. No había palabra más oportuna que la nunca escrita ni risa más limpia que la amordazada. Vivir era, hasta hoy, dejar de hacerlo. Existir era sólo resistir en silencio. Pero resistir es todo lo contrario a re-existir.
Y V. Dejar de vivir (escondido)
Lo normal era, también, vivir siempre escondido. Escondido bajo mis trajes negros, debajo de mi sombrero, debajo de mi pelo largo, detrás de mi barba, de mis kilos y de mis gafas oscuras, escondido detrás de mi miedo, escondido detrás de mi arrogancia, de mi ignorancia, de mis dudas. Toda la vida escondido, escondido ante mi conciencia y ante mi culpa, escondido en mi memoria y en mis sueños, escondido en mis silencios y sobre todo en mis palabras. Ahora siento que ya no es necesario esconderse. Y para no esconderme más ya sólo me escondo aquí, bajo este nombre de tarot apócrifo o de mito sin descubrir, porque este nuevo escondite es el único que me permite ser libre en el texto. En la vida ya lo soy, ya comienzo a serlo: ya no tengo nada que esconder. Ahora, por fin, puedo exponerme. De repente, nada cuesta nada. Se desvanecen las consecuencias, es muy fácil cerrar ventanas. Porque ya nada hay en juego, sólo se puede perder la vida (y ya está perdida) y por lo tanto ya no hay más riesgos. Porque ya no hay cuentas. No hay dolores. Solo las ganas de comenzar a vivir. Vivir menos de un año. Pero vivir al fin.
Créditos de las fotografías: PG, 2016.