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Crianza y desapego

Historia de una mujer
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“…es genial ser un animal; ésa es la esencia de la vida, ser un animal. No ser humano. No hablo de ser humano. No hablo de eso para nada, Noam. Hablo de ser mamíferos.”

Lydia Millet, Love in Infant Monkeys

“Todavía soy pequeño. No quiero ser mayor”, me dijo anoche mientras metía una manita con delicadeza por debajo de mi blusa y la posaba encima de mi ombligo. Recordé un anuncio de mi infancia, con una coletilla que decía algo así como: “Ojalá pudieran ser pequeños toda la vida”. Lo que no recuerdo es qué era lo que vendían. Todo el miedo que siento a que mi hijo crezca está contenido en ese momento. Si le siguiera dando de mamar, él se acurrucaría otra vez en mis brazos en lugar de llamarme “caraculo” o de amenazar con mandarme castigada a un rincón, en lugar de pedir que le lea el mismo cuento por cuarta vez. Nuestros papeles volverían a estar claros. El mío: dominante, heroica, grandiosa, como El árbol generoso. El suyo: manso, silencioso, sumiso y entregado. Había llegado a sentirme tan cómoda como incómoda con estos papeles. Son el último vestigio de mi vida como madre de un bebé, una vida que me ha proporcionado oportunidades —como la de cultivar costumbres más sanas, sin ir más lejos— y coartadas —al difuminar mi sentido del yo y frustrar algunas de mis ambiciones—.

Había oído contar a otras madres que sus bebés se habían destetado solos, pero me costaba creerlo. Había dejado de amamantar a mi hija cuando ella tenía dos años y yo ya estaba embarazada del niño. Me mantuve firme en mi decisión de evitar la lactancia en tándem, que es cuando das el pecho a dos hijos que no son gemelos. Después de sopesar los pros y los contras de la lactancia en tándem me di cuenta de que no estaba preparada para semejante tarea. Todavía recordaba lo que era dar de mamar a un recién nacido sin poder hacer otra cosa, así que no quise añadir a la ecuación a una niña cabezota, delgaducha y ya con dientes. Prefería que cualquier posible competencia entre hermanos se presentara en otro sitio que no fuese mi regazo. Había emprendido el destete de mi hija siguiendo los consejos que había encontrado en algunas páginas web sobre el cuidado de los hijos, donde recomendaban ir suprimiendo una toma a la semana. Parecía factible y compasivo. A lo largo de un mes y medio atravesé, una a una, las fases de la desesperación, el remordimiento y la nostalgia, hasta que, diestramente, le di de mamar por última vez la mañana de su segundo cumpleaños, antes de prepararle una fiesta en la piscina. En realidad, mi hija nunca lo echó de menos. Es más, recuerdo que me sorprendió su buena disposición para seguir un proceso que no habría empezado ella.

Tampoco yo tuve tiempo para nostalgias, pues a los seis meses ya tenía otro niño al que dar de mamar. Esta segunda vez, sin embargo, me ha costado mucho más romper el vínculo físico con el que estaba bastante segura de que sería el último de mis hijos.

Empecé durante la primavera, con la vaga resolución de separar la operación de destete de la del control de los esfínteres. Resultó que mi hijo aún seguía mamando cuando llevaba meses sin llevar pañales. Llegado un punto, suspendí la toma de antes de acostarlo, y él a cambio negoció una toma nocturna. Probablemente eso sea lo más curioso de estar amamantando a un niño: que sabe hablar. Los bebés se limitan a llorar, por lo que es difícil distinguir con precisión lo que les pasa. Quieren algo. Siempre quieren algo. Tienen frío, tienen calor, necesitan que les cambies los pañales, tienen hambre, están pasando una crisis existencial o no quieren que estés sentada mientras los tienes en brazos. El llanto de los bebés es hasta cierto punto indescifrable. Sin embargo, un niño te deja muy claro por dónde te puedes meter el chupete. “Quiero mamar”, gimoteaba el mío en el autobús mientras me tiraba sin parar de la camiseta, atrayendo las miradas de desaprobación de los demás viajeros.

Cualquier madre que haya amamantado más allá de los primeros meses tiene que vérselas con un montón de reacciones ajenas, casi todas en contra o denigrantes, disfrazadas de preocupación por ti y por tu niño. De hecho, la mayoría de las madres que conozco que lo hacen, lo hacen fuera del ámbito público. En general, nuestra sociedad se niega a aceptar nuestra condición animal. Para mí, el parto devolvió el carácter sexual a la reproducción, mientras que antes nunca habría pensado en un bebé como algo “sexual” en el sentido más corriente del término. Mucha gente ve algo intimidante en que te saques esa glándula para saciar el hambre de tu hijo.

También lo veo como la prolongación de un patio de porteras que se empeñan en saber criar a tu hijo mejor que tú. A menudo quienes me hacían los comentarios estaban insinuando claramente que mi decisión se basaba en una supuesta superioridad moral y que yo pensaba implícitamente que todo el mundo debía hacer lo mismo que yo. “¿Tú qué quieres? ¿Entrar en el Libro Guinness de los Récords?”, “¡Vas a acabar con una osteoporosis!”, “¿Es él el adicto, o lo eres tú?”, “¡Estás traumatizando a ese niño!”, “¿Por qué no puedes dejarlo ya y punto?”. Aquello me hacía sentir un poco avergonzada y me ponía en guardia.

¿Y por qué no puedo dejarlo ya y punto? Pues es un extraño batiburrillo de emociones, que van desde que “es lo más eficaz para alegrarlo/tranquilizarlo/callarlo” hasta que “es el último bebé que voy a tener”. El amamantamiento es un símbolo perfecto de la usurpación del cuerpo de las mujeres, tanto consentida como forzada.

Nuestra especie está diseñada para succionar. Mamar se convierte en una herramienta, en una costumbre y, algunas veces, en un punto de apoyo. No hay más que ver la cantidad de niños pequeños con sus chupetes en los cochecitos. Somos mamíferos; el diccionario Merriam-Webster nos define como: “Cualquier vertebrado superior de sangre caliente que alimenta a sus crías con leche segregada por las glándulas mamarias”. Sin embargo, ¿qué edad tienen esas “crías”? Pues depende. La Academia de Pediatría de Estados Unidos recomienda la crianza hasta “los doce meses como mínimo, y que se siga dando el pecho mientras el bebé y la madre lo deseen”. La Organización Mundial de la Salud recomienda dos años “o más”.

La pregunta sobre la adicción resulta interesante y sobre todo condescendiente. La metáfora es facilona y se aplica tan indiscriminadamente que acaba por perder su significado, pero aun así tiene cierto alcance en este caso. La verdad es que en la práctica dar de mamar y dar el biberón tienen muy poco que ver, aunque sean primos. El amamantamiento es la experiencia con la mayor interdependencia que he conocido jamás. Por un lado, se parece al embarazo: siempre tienes hambre, no puedes alejarte demasiado del bebé, tienes que reducir al mínimo la ingestión de sustancias psicodélicas o psicotrópicas. En otras palabras, tu cuerpo ya no es tuyo. Te conviertes en la fábrica de un fluido asombrosamente dinámico. Sin embargo, el embarazo es más unilateral que la crianza; en esencia, el feto es un parásito. Cuando estás dando de mamar, sobre todo a un recién nacido, no puedes alejarte mucho de él; pero no sólo porque dependa completamente de ti para sobrevivir, sino también porque acabarás con el equivalente femenino a un dolor de huevos.

Sí, dolor de huevos. ¿Te acuerdas? ¿Aquello de lo que se quejaba tu novio cuando erais adolescentes para que estuvieses más dispuesta? Hay veces en que despiertas a un bebé dormido sólo para que te libere del cargamento de leche. Además, cuanto más maman, más produces. Es ese rollo del yin y el yang, del dar y el recibir, de lo que tienes y lo que no tienes. Con la introducción de otros alimentos esa interdependencia se hace menos evidente, pero no desaparece. Me acuerdo de haber convencido a mis suegros para que cuidaran al bebé durante una noche para poder ir a una boda en Madrid. En un ataque de suficiencia, dejé el sacaleches en casa. Hacía varios meses que no lo usaba, porque mi hijo ya tenía año y medio. Me monté en el avión creyéndome libre como el viento. Ahora haré un fast forward hasta después del festejo, ya en el hotel, cuando me vi obligada a ordeñarme a mano limpia en la bañera de la habitación, totalmente desolada. Mental y emocionalmente, la breve separación no me importó —la verdad es que la anhelaba— pero la fábrica de mis glándulas me cobró diligentemente todas las horas.

Empecé en serio el proceso del destete cuando mi hijo tenía dos años y medio, durante la primavera. Notaba presiones que llegaban de distintos sitios, incluso de mí misma. Una amiga me contó que organizaba “viajes de destete con papá” —acampadas y cosas así— para darles a sus hijas un aliciente. Decidí que haría mi propio viaje de destete y planeé una escapada a la Toscana para visitar a unos amigos, con los que iba a pasar dos noches lejos de mis hijos por primera vez, a modo de recompensa y meta en las que poder concentrarme. Empecé con el mismo proceso gradual que había usado con mi hija y suprimí una toma a la semana.

Eliminé las sesiones diurnas, las más fáciles, y me quedé con las que parecían ineludibles. La hora de acostarlo. Una de la madrugada. Cinco y media de la madrugada. Lo fui posponiendo a lo largo de una semana. Las razones fueron un ataque de fiebre (la maestra de la guardería me había comentado que atribuía a una crianza tan larga el hecho de que casi nunca se pusiera enfermo) y un chichón en la frente, como una pelota de ping-pong negra, que se hizo por una caída (para que me dejara ponerle hielo le di de mamar). Una tarde vi que tenía una hinchazón en el tobillo del tamaño de una tortita de las pequeñas. Era una herida sobre un bulto rojo caliente al tacto. Asustada, avisé a mi marido, y se la lavamos con agua oxigenada, lo que produjo algunas burbujas tranquilizadoras. Luego llamé a la enfermera y le pregunté qué tenía que vigilar o si debía llevarlo al médico. Yo estaba casi segura de que era una picadura de mosquito que se había rascado demasiado fuerte con las uñas sucias, mientras que mi marido se planteaba la posibilidad de que se hubiese clavado un clavo oxidado. Durante un breve instante pensé que quizá debía darle de mamar: quizá tenía que derramar mi leche mágica sobre su pupa infectada. Al fin y al cabo, la leche materna tiene ese carácter de panacea, en parte mito y en parte verdad. La conclusión evidente era que el destete rebajaba mi categoría de diosa.

Una noche, a la hora de acostarlo, yo estaba deseando con toda mi alma librarme de sus garras, dejarlo en manos del Hombre del Saco y disfrutar del par de horas que me quedaban antes de que yo también sucumbiera al sueño. Quizá estaba transmitiéndole mi desasosiego de alguna manera, porque se soltaba cada dos por tres para exigirme mamar, bramando órdenes como “¡El otro! ¡Vamos!”, mientras me toqueteaba el otro pezón con los dedos, maniobrando con él incesantemente como si quisiera sintonizar una emisora de radio demasiado lejana. Quería estar en cualquier sitio menos allí con él, y el remordimiento me abrumaba, lo que me hacía dudar de si debía destetarlo en esas circunstancias casi como si lo estuviera castigando. Aquel pensamiento circular estaba minando mi firmeza, pero tampoco me sentía preparada para la “alimentación complementaria a demanda”, es decir, el destete según los gustos del niño; la misma expresión me daba grima. Además, según mis cálculos, para aquello faltaba un año como mínimo.

También tuve que reconocer que no iba a hacerse realidad la fantasía de que mi marido interviniera y me sustituyera en todos esos momentos.

“¿Podemos hablar?”, le pregunté la noche siguiente a mi hijo mientras él hojeaba un libro ilustrado. “Vamos a dejar de dar de mamar.”

“Vale”, contestó él sin levantar la mirada de su “lectura”. Quizá fuese sencillo después de todo. Quizá fuese yo la adicta.

Lloró un rato a la hora de acostarlo, lo que me pareció estratosféricamente desgarrador. No tardó mucho en calmarse, pero sí tardó mucho en quedarse dormido. Jugó con los dos chupetes. De pronto llegó el raciocinio, totalmente opuesto a los momentos viscerales y cavernícolas en los que él tenía la boca demasiado llena para discutir dónde estaba tal o cual peluche o si yo debía ir a la cocina para llevarle otro chupete. Al final concilió el sueño y yo empecé a pensar inmediatamente en los sujetadores que me iba a comprar.

La noche siguiente fue la peor hasta la fecha. Rabietas. Se negaba a comer. Patadas. Golpes. Rabietas. Pese a todo, yo tenía que seguir el plan trazado. Cerrar los ojos, remeterme la camiseta y pensar en Italia. Naturalmente, con los ojos cerrados, era mucho más propensa a recibir un golpetazo en la cara. Los cabezazos, los manotazos… Oh, si pudiera meterle un pezón. Me parecía que rechazarle después de una noche tan atroz tenía algo de vengativo. Los azotes subsiguientes lo fueron, sin ningún género de dudas. Al menos, aquello resultó un poco catártico.

El viaje se acercaba y la presión iba en aumento. Pensaba en el fragante olor del campo de la Toscana mientras oía esos llantos que un pecho podía acallar muy fácilmente. Le había reducido las tomas a por la noche y no paraba de repetirme a mí misma que a lo mejor se olvidaba de todos esos juegos de niños mientras yo estaba a mil kilómetros comiendo ricotta. Durante el día ya ni siquiera lo pedía, y cuando lo llevaba a la cama y él sacaba el tema, yo podía apelar a su sentido común: “Vamos, sabes que ya no te doy de mamar a la hora de acostarte”. No obstante, estaba casi convencida de que por la noche mamaba más para compensar. Las tomas nocturnas se habían vuelto frenéticas. Parecía que se hubiese dado cuenta de que el abastecimiento estaba menguando e intentara afanosamente incrementarlo otra vez.

Una noche volví a casa con los pechos rebosantes después de haber bebido unas cervezas. Él ya estaba gimoteando antes de que pudiera lavarme los dientes y mear. Mientras se acoplaba, metí un dedo por debajo del elástico del pañal y se lo coloqué bien para que se despertara seco y no en un charco. Él se retorció un poco y me pasó una pierna por encima, marcando el territorio. En teoría, yo aún avanzando psicológicamente, pero faltaba poco más de una semana para el viaje a Italia. Por la noche se despertó vociferando como un cliente descontento que quiere hablar con tu supervisor. “Teta”, decía entre lamentaciones. Luego empezó a llorar y a hace la versión horizontal de dar pisotones de rabia en el suelo. Me preocupaba que despertase a todo el mundo. Me preocupaba que me tuviera despierta toda la noche. Me levanté la camiseta.

La noche anterior a que me fuera a la Toscana lo oí llorar. Yo ya había empezado a ceder y no limitaba sus tomas durante la noche. Algunas veces las pedía hasta cuatro veces. Empezaba a la una o las dos de la madrugada, y terminaba a las ocho, cuando sonaba el despertador. Yo intentaba mantener el principio de “no darle de mamar después del despertador”, y creo que lo incumplí sólo una vez, para poder quedarme unos minutos preciosos en la cama con los ojos cerrados. La noche anterior a mi viaje de destete, cuando lo oí, empecé a dirigirme hacia el dormitorio. Me detuve en la puerta durante un segundo y pensé: bueno, si le doy de mamar, volverá a dormirse tranquilamente y con relativa facilidad. Si no, lo más probable es que despierte a su hermana y que yo me quede sin tiempo para leer e incluso me quede dormida sin desvestirme. Pero no, eso sería un retroceso, y voy a pasar dos noches fuera: sería una especie de tormento. Hago acopio de valor y entro. “¿Qué pasa? No pasa nada, tranquilo. Estoy aquí.” Me doy cuenta de que debe de tener frío, lo tapo y tapo a su hermana, le doy un beso en el pecho y lo abrazo. Luego le doy un beso en la cara que lo medio despierta, porque uno de los mechones que le crecen cerca de la oreja se me engancha en la boca y le doy un ligero tirón. Pese a todo, no dice la palabra “teta”. Me siento como si me hubiese hecho un regalo. Un regalo de verdad, no un collar con cuentas de macarrones. Le acaricio el pelo y le beso el pecho otra vez; él se hace un ovillo con mi antebrazo como almohada.

Me llevé el sacaleches a la Toscana, pero no lo saqué de la maleta. Él ya tenía dos años y medio. Ya estaba dormido cuando volví. Me tumbé a su lado en el futón y él se dio la vuelta hacia mí y dijo: “Mamá. Teta”. No se había olvidado. No me negué.

Con todo, la verdadera claudicación llegó ese verano, de vacaciones. Estamos en un autobús después de más de cinco horas en un tren. Un hombre con uniforme de capitán se acerca por el pasillo para regañar a mi hijo por hacer ruido. Yo pienso: “Tengo un superpoder, ¿por qué no usarlo?”. Saco una teta y el niño se queda callado y conforme. Sin embargo, yo me siento como una alcohólica bebiéndose una botella que tenía escondida detrás de la cisterna del retrete.

Por fin, una semana después comprendí con claridad por qué ese poder también conllevaba una responsabilidad, como dice Spiderman. Tengo los pezones doloridos y mi hijo los pide cada vez que puede. No es un bebé. Tiene el cuello muy bien erguido. Puede pedirlos en toda una gama de tonos, en distintos idiomas y en el suyo propio. A modo de súplica, de exigencia, de amenaza y de chantaje. Es tan primario como superfluo. Puede ser la argucia más elemental del manual. Sin embargo, como saben todos los padres y madres, durante las vacaciones hay que romper algunas reglas. Volveré a desintoxicarme cuando hayamos vuelto a la disciplina del colegio y de la vida en casa. Programo otro viaje de destete más lejos y más largo. Mi marido me hace prometer que para entonces el niño estará completamente destetado y yo, poco a poco, empiezo a suprimir una toma a la semana. Factible. Compasivo.

La última vez que mamó fue un 20 de diciembre, la víspera de su tercer cumpleaños. Se dio una panzada. El mundo no se acabó ese día, como habían vaticinado algunos según su interpretación del calendario maya. Pero la santísima trinidad de mi útero y mis pechos se apresuró en darle la vuelta al cartel de la puerta para que pusiera cerrado o clausurado. Mis pechos volvían a ser sólo para uso recreativo entre adultos. Tendría que evaluar lo que había quedado de ellos después de cinco años dando de mamar.

El mundo no se acabó aquel solsticio de invierno. Sin embargo, un mundo más pequeño sí se había acabado para mí. Mi hijo había cumplido tres años, y yo había alcanzado la meta de destetarlo tras casi nueve meses de esfuerzo. Incluso un mes después, y con una talla menos de sujetador, si me apretaba un pezón me sorprendía ver que salían gotas de leche. Aún podía darle de mamar, y me preguntaba hasta qué punto mi identidad dependía de aquello. Tenía que sofocar ese anhelo primario y primate, y recordarme a mí misma el mordisqueo constante, el derecho que se había atribuido aquel niño pequeño sobre mi cuerpo; el canuto que podía fumarme sin remordimientos cuando por fin se quedaba dormido. Entonces lo estrechaba contra mí y le acariciaba el pelo, intentando revivir un momento igual de tranquilizador y placentero, pero ya sin darle el pecho.

A veces también sentía una carencia. En ese momento de mi vida, dar el pecho era muy natural para mí. Había sido algo tan recurrente durante tantos años que si en una cena me sentaba enfrente del bebé de otra persona, todos mis sentidos se aguzaban. A alguien se le derramaba el vino en la camisa, el bebé pasaba de mano en mano entre llantos, y una parte de mí quería sacar una de mis glándulas y meterla en su boca. No puedo explicarlo con lógica, se forma un remolino de emociones y detonantes que me conecta más con mi yo cavernícola que con la mujer que está sentada delante de un teclado en este momento.

Durante los primeros días posteriores al destete, cuando el niño me pedía mamar, yo le recordaba lo que habíamos acordado, o más bien lo que yo había impuesto. También me lo estaba recordando a mí misma. Él empezaba con sus argumentos deductivos y decía cosas como “no soy un niño mayor, soy pequeño, no tengo ni tres años…”. Incluso levantaba un par de dedos, pero cedía enseguida. Yo no tenía que replicar siquiera. Una noche, durante el nuevo ritual de acostarlo, mi hija mayor nos interrumpió y me pidió que dejara su libro de cuentos en la estantería porque “tenía pereza”. Aquello me recordó algo en lo que creo firmemente: que, como padres, tenemos el deber de no dar a nuestros hijos siempre lo que quieren. Ay.

—Traducción de Juan Larrea.

 
Fotografías de Christopher Anderson publicadas en el número 3 de la revista El Estado Mental (págs. 108-114); forman parte del proyecto Son, realizado conjuntamente con Marion Durand:
[1] 2009. Brooklyn, NY. Atlas y Marion, a la hora del baño.
[2] 2009. Brooklyn, NY. Atlas y Marion en el baño, vistos a través de la puerta.