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I

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La pedicura está sobrevalorada.

Todo lo extraño era chino. Me hablas en chino, hablo en chino, ellos hablan en chino. Nunca entendí nada. Acertaron quienes, como yo, dudaron de mí.

En la versión cinematográfica de La máquina del tiempo de H. G. Wells, dirigida por George Pal en 1960, Rod Taylor veía pasar el futuro mirando a un maniquí en una tienda de moda.
No recuerdo esa imagen en la novela, pero era lo más acertado de la película. Eso y la hilarante lucha entre los Eloi, unos tipos con pelo de tazón, y los Morlocks, una especie de yetis enanos y torpes que habitaban las cavernas.

En el libro de Wells, el futuro es el de siempre, más nosotros en circunstancias aún más grotescas.

Temía al tiempo antes, sin saber la razón. Ahora que el tiempo me alcanza, justifica plenamente esa amenaza. Triste victoria confirmar temores.
¿Qué decir ahora de lo dicho entonces? Cómo arrepentirse y por qué.

Hace tiempo decidí empezar un diario chino.

Odio los diarios. Me refiero a los propios, no a los ajenos. Otra paradoja. ¿Traición?

¿Traidor a qué? ¿Qué certeza reclama su nombre, su sitio o su importancia? De haber sido cierto, existiría.
¿Quién reclama? Oigo los golpes en la puerta, pero no reconozco sus voces, mucho menos sus nombres. Fantasmas que pretenden ocupar habitaciones que tal vez despreciaron en su día. Venganzas fuera de hora, con el tiempo del partido ya cumplido. Triunfos fantasmales. Venganzas tardías, que decía Jünger.

Dicen que se aman, pero desconfían, ninguno quiere ser un iluso en manos del amor. Hacen juramentos, se prometen futuros, se sacan fotos en la playa con el móvil, se retratan para una posteridad que tal vez no exista. Alargan los brazos, pero la cámara está irremediablemente cerca de sus miedos.

A nadie le asustan los cambios, sólo nos preocupan los cambios que nos excluyen. Se llama revolucionario a todo aquello que podría desterrar nuestra presencia del control futuro de las cosas. Los conservadores se conservan a sí mismos, se guardan, se protegen, se escogen como eternos.
A cambio ofrecen catedrales levantadas a su medida, palacios decorados a su antojo, lugares propios que defienden con palabras falsamente comunes; patria, sistema, gobierno, orden. Lo nuevo, a su vez, con demasiada frecuencia no aspira a una transformación real, sino a una ocupación natural de los espacios que sin duda le pertenecen. Es la propia naturaleza del tiempo la que aloja y desaloja.

Se pueden llevar los mismos zapatos toda la vida; a partir de cierto momento los pies no crecen y el mundo no se alarga, eso no implica que uno tome decisiones acerca del calzado de los demás.

La palabra juventud se desprecia a menudo como si no encajase con la naturaleza de quien la enarbola, cuando lo cierto es que encaja forzosamente. ¿Qué otra cosa podría hacer lo nuevo sino mostrarse como alternativa? No se puede juzgar lo aún no sucedido con más dureza que lo ya terminado.

“Todo es mejor donde no estamos, el pasado sólo puede parecernos maravilloso cuando lo dejamos atrás”, dice Tsibukin.
Cabría decir lo mismo del futuro, que sólo funciona como motor de una esperanza aún no derrotada.

La arrogancia de un borracho sólo se encoge frente a la arrogancia de un sobrio.

Tras el suicidio de un cómico: “Nos tocó el corazón”.
Otro fracaso, su verdadera intención era tocarnos los cojones.

Nadie se ama para siempre, si acaso se acostumbra para siempre.

Misterio: ¿Por qué quienes beben té se sienten íntima y secretamente superiores a quienes beben café?

Una mujer que monta en bicicleta con falda corta se queja de que la miren los hombres. ¿Qué deberíamos prohibir entonces: las miradas, las bicicletas, las faldas cortas…?

Prohibir es una actividad que moriría invirtiendo más en educación. La educación de una comunidad siempre sale a la larga más barata que un sistema de control y castigo.

Un jugador de fútbol cualquiera marca tres goles en un partido. Hat-trick. Los diez primeros comentarios en la web son insultos. ¿Somos así sin remedio?

Quien se irrita por el mérito ajeno ha desestimado hace tiempo el propio.

H. G. Wells, al hablar años después de su Máquina del tiempo, reconoce aciertos y errores, pero se enorgullece justamente de su empeño.

“El joven escritor debe moverse entre el acierto y el error sin remordimientos”, dice Wells.Es una buena manera de empezar. Tal vez la única manera.

Escribir siempre produce más vergüenza que satisfacción. Y qué le vamos a hacer. ¿Acaso no sucede lo mismo con las fiestas de cumpleaños, las bodas, los bautizos, los premios, las elecciones generales, todas las fiestas y todos los bailes? Curiosamente, la vergüenza sólo se vence del todo el día de la autopsia.

Tras la muerte de un cómico, leo en el periódico: “Lloraba tras su máscara”. Dejando a un lado el cursi lugar común, cabría preguntarse: ¿sólo él?

Tenía un amigo médico que, tras pasar consulta durante más de veinte años, estaba convencido de que todos sus pacientes creían ser mejores personas de lo que a él le parecían. Siempre eran ellos los que sufrían en silencio y eso afectaba a su estómago, a su espalda, producía jaquecas y temblores, insomnio y úlceras. Ellos eran los justos. A ellos nadie los sufría.

Recuerdo a un vigilante nocturno que fue condenado por mantener relaciones sexuales con piñatas. En su defensa alegó que no era sensato dejar a un hombre solo noche tras noche en un almacén lleno de sexys piñatas. Las piñatas mancilladas, aparte del clásico burrito, tenían la apariencia de distintos personajes populares de dibujos animados. Por los agujeros que el vigilante horadaba se caían las golosinas.

Cuando nos incluimos decimos diferente, cuando nos excluimos decimos extraño.

He escuchado que ahora se llevan las pestañas lisas; tantos años de rizarse las pestañas para nada.

 

Imágenes pertenecientes a la película La máquina del tiempo, George Pal (1960)