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Sex & Food
En una de las escenas más célebres y polémicas del Espartaco de Kubrick (1960), suprimida del metraje final por vulnerar el Código Hays de autocensura vigente a la sazón en las producciones cinematográficas estadounidenses, un anfibio y libidinoso Craso se dirige al esclavo Antonino (interpretados respectivamente por Laurence Olivier y Tony Curtis), invitándole a ingresar en la piscina donde se baña para refregarle la espalda con una esponja. Allí tiene lugar un tenso interrogatorio de cariz sexual en el que Craso se interesa por las preferencias del culto pero sometido Antonino. “¿Comes ostras?”, dirá aquel. “Cuando puedo, amo”, repondrá el esclavo. “¿Comes caracoles?” “No, amo.” El picante y venal malentendido nace de la gráfica alusión a los genitales femeninos y masculinos. Antonino no tendrá más remedio que privarse de enjuiciar las prácticas sexuales de su amo, quien por su parte las pondrá a salvo de cualquier evaluación moral al contemplarlas como una cuestión de “gusto más que de apetito”.
¿Metáfora? No tanto. Dejando a un lado la pícara anécdota y el peplum de túnicas alegres, el banquete de Trimalción que Petronio narra en El Satiricón cuenta cómo unos esclavos afanosos sirven de hecho dichas ostras y caracoles en cántaros y bandejas de plata. La cosa no queda ahí: el menú abarca delicatessen como ganso con guarnición de falsos peces y pájaros hechos de carne de puerco, o lirones con miel rellenos de farsa, además de ¡pezones de cerda! Y pertenecen a la época platos con talones de camello, lenguas de flamenco, sesos de ruiseñor y crestas de ave. En los lujosos triclinios el menú se apartaba notablemente de la dieta plebeya (dirigida exclusivamente a saciar el hambre sin sofisticaciones y basada en el aceite de oliva, la vid y el trigo) y cuyos desayunos consistían básicamente en morteradas humildes como el “moretum”, un majado de hierbas aromáticas, ajo, queso, aceite de oliva, vinagre y vino emparentado con el romesco, el almodrote o el pesto de nuestros días.
FOOD
Toda sociedad opulenta se precipita hacia el tedio y alumbra la excentricidad en la mesa. La Roma que en el siglo I a. C. conoce y se permite el lujo del aburrimiento, alberga en ella al primer gran gastrónomo culto, Marco Gavio Apicio (AKA “Apicius”), espectador primero del orden de Augusto y coetáneo después de Tiberio, en cuyo séquito despuntaban las maneras cruentas de Calígula. Apicius será el paradigma del refinamiento extravagante, siempre persiguiendo recetas complicadas. Apicius, el gran sibarita, tuvo la genial idea de hipertrofiar el hígado de las ocas blancas del Capitolio engordándolas con higos y emborrachándolas con vino, obteniendo foie gras, servido junto a grullas machos por esclavos. La cultura llega al plato. Incluso envía un barco a Libia para comprobar si sus gambas son tan grandes como se dice. Calígula pone la maquinaria militar al servicio del placer y fleta navíos de guerra para capturar el mejor pescado. En las calles, los establecimientos de comida (los popinae) tienen a menudo trastiendas habilitadas como burdeles. No es casual que debamos a los prostíbulos italianos preparaciones como el tiramisú o los espagueti a la puttanesca: cuando se tiene en cuenta el poder de la comida como vigorizante sexual, comida y sexo empiezan a ir de la mano. El imperio enfila ya el aburrimiento y se asomará después a la decadencia.
Una vez desprendida la comida de su exclusiva función nutricia, los humanos se servirán de ella para mitigar también sus disfunciones sexuales o exacerbar su libido. Pero fue la hechicería, y no la medicina, la rama que desde un principio se ocupó de estos preparados mágicos. Aristóteles divulgó la idea de que el flato estaba involucrado en el deseo sexual, de manera que alubias, habas y coles fueron consumidas para estimularlo. La presunción de que la eyaculación consistía en un chorro proyectado a distancia gracias a la presión del aire, hacía que las flatulencias fueran por tanto bienvenidas. A ello se sumaba la creencia de que, durante la erección, el pene se insuflaba también de aire. Se ponderaron los garbanzos por su semejanza con los testículos. Y también tuvieron sitio en las despensas eróticas las setas, el marisco, los higos, las especias picantes, la miel o el ginseng. Bagaje discreto cuando se compara con afrodisíacos más contundentes como los siguientes: cuerno de rinoceronte, polvo de cocodrilo, lágrimas de ciervo (los cuernos viejos caídos), aleta de tiburón, larvas de avispa, el ámbar gris de los cachalotes, caballitos de mar en polvo, bilis de carpa, grasa de asno aromatizada con orina de vaca recién preñada, salamandras, queso mauritania (¡hecho con leche de camella!), cabezas de sapos capturados durante el apareamiento, sangre y testículos de casi cualquier especie, huevos, párpados de oveja marinados en té caliente (una amenity de la China imperial para con las concubinas) o el excremento de ranas y serpientes. Al gourmet gore le gustará saber que la Edad Media, menos melindrosa, demuestra ser una vez más un cénit en cuanto a logros de la especie: en el Penitencial de Arundel se estipula que aquella mujer que “mezcle en la comida semen de su hombre, y reciba por ello más amor, penitencie tres años”. Burchard de Worms (de quien recomiendo vivamente su Corrector sive medicus, donde no sólo explora la coctelería libertina, sino que divaga sobre ¡zombies!) describe otra receta magnífica a base de sangre menstrual, polvo de calavera y esperma. La cosa perduró: en 1601 una mujer llegó a ser procesada por dar a su marido polvos hechos con cabeza de asno “que abia hecho de la cabeça de un borrico”.
Todo es susceptible de ser ingerido con dicho fin: la sangre de cobra (hype de los menús indonesios por su presunta capacidad para liberar histamina); la orina de babuino; la carne de lobo en Filipinas; la sopa china de nido de golondrinas que consiste en saliva de salangana ¡a 500 euros el plato! (el “caviar oriental” denostado por Mao al considerarlo burgués); el pene de tigre, muy codiciado en el sudeste asiático; el pez globo o fugu, mortal si el cocinero es negligente y responsable de hasta seis muertes al año en Japón; o la fálica espardeña o “pepino de mar”, bocado sibarítico en España en los fogones más laureados. Hoy, al margen de la absurda legalidad democrática, menudea un tráfico clandestino de sustancias que desprecia la inherente vulgaridad del popper o la viagra, interesándose por ingredientes llenos de poesía como el hueso del pene de las focas macho, los sesos de mono, los testículos de delfín o el cuerno de rinoceronte.
SEX
Mucho se ha especulado acerca del masivo caudal de esperma de un coloso del porno como Peter North. El actor canadiense labró su fama gracias a su descomunal capacidad eyaculatoria, la cual le ha granjeado los gráficos sobrenombres de the milkman (el lechero) o the bucket (el cubo). Hay quien ha sugerido explicaciones monstruosas (que posee dos próstatas) o insinuado que, a la manera de un héroe Marvel, tiene una malformación glandular que le confiere ese don. También se habla de pastillas o dietas milagrosas. Hay quien dice que el secreto está en los zumos de apio. Otros apuestan por la lecitina de soja, la arginina o los ejercicios Kegel. A estos benditos no sólo les admira la cantidad, sino la distancia a la que propulsa la simiente. Con su rictus acartonado, las dotes dramáticas de un marmolillo y un bronceado californiano del color de la cecina, Mr. North ha prometido desvelar el secreto de sus corridas monzónicas al término de su carrera. Lo único que sí sabemos es que los actores porno consumen hasta tres litros diarios de zumo de tomate. El secreto estaría en el betacaroteno presente en el tomate que nuestro organismo transforma en vitamina A, crucial en la producción de testosterona. En una industria de narraciones tramposas se soslaya que en gran medida los líquidos lascivos son a menudo fakes. Pero la base de esas grumosas y densas lechadas asestadas contra la cara de actrices boqueantes tiene otros destinos más nobles.
Los gastrónomos de nuestro tiempo, aquellos que se deleitan en las cunas de la cocina molecular invirtiendo en ellas grandes sumas de tiempo y dinero, seguramente habrán degustado en alguna ocasión un aditivo alimentario que responde por el nombre de metilcelulosa (E 461), un espesante y estabilizador sintético que sirve como agente de recubrimiento y que, en la alta gastronomía, se emplea para gelatinizar ingredientes tibios. Su empleo en la industria alimentaria está ampliamente extendido en mayonesas, ketchup y pasteles, pero también en la farmacológica como remedio contra el estreñimiento y las hemorroides. Más en general, se usa como cola para papel pintado, aditivo de mortero o... líquido corporal en películas para adultos. Es decir, como ingrediente para manufacturar semen falso en el cine X, cuando el exangüe ímpetu del actor o su pobre derramamiento requieren el auxilio de ciertas mejoras cosméticas y que la farmacia trabaje. Quienes padezcan un caudal deficitario pueden optar por disimular su incapacidad optando por elaborar su propia simiente falsa. De hecho, ya vimos la metilcelulosa en forma de recubrimiento viscoso en algunas escenas de los Los cazafantasmas, como en el rastro con textura de moco que el ectoplasma Slimer dejaba a su paso.
Lo alarmante es que el efecto laxante de la metilcelulosa está garantizado en grandes dosis de consumo, pues nuestro cuerpo es incapaz de digerirla ni de extraer de ella nutrientes: los vademécum la prescriben para ayudar a evitar las obstrucciones intestinales. La propia industria americana se ha volcado en las bondades de un yogur saciante y anti-hambre, perfecto en las dietas para perder peso, que incorpora metilcelulosa. En España se puede encontrar en medicamentos como el Muciplazma, cuya descripción no es halagüeña (“la metilcelulosa se comporta como laxante incrementador del bolo fecal por absorción de agua”).
El propio Ferran Adrià nos instruye en su web de texturas sobre el empleo, entre otros aditivos, de la propia metilcelulosa, de la cual se sirve en la preparación del “Salmonete Gaudí”, al que aplica 3 gramos de Metil (a la venta por 23,60 euros el bote de 600 gramos). Los salmonetes se filetean y sobre los lomos limpios y con ayuda de un pincel se aplica una base de Metil. Posteriormente se extiende sobre ellos una brunoise de verduras y se aplastan levemente para que se adhieran, obteniendo así un efecto trencadís, el mosaico de fragmentos cerámicos característico del modernismo catalán. El comensal sentirá en su paladar lo mismo que la hospitalaria boca y los cetrinos carrillos de Sasha Grey.
El mundo del fake no es nuevo. Estas mistificaciones tienen precedente en el pasado con las mañas de la alcahuetería para impostar la virginidad de las doncellas. En lo que atañe a la renovación de novias, en La Celestina ya se habla de formas de reconstrucción vaginal pero también de vejigas que se rompían durante el coito hechas de sangre de gallina (“Hacía con esto maravillas, que cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió como virgen una criada que tenía”). En La lozana andaluza se llega a mencionar la sangre de pichón. Pese a la mueca de prominente asco que pueda dibujarse en el lector, existen un puñado de buenas recetas con sangre como el royal de pichón, el arroz de cabidela portugués (guisado con sangre de ave) o la sangre de pollo guisada, encebollada o frita con tomate. La sangre es de hecho el espesante clásico en el mítico coq au vin, gallo francés en salsa de vino o en los civets (los asados de caza). Cuando la sangre se calienta por encima de los 75ºC, la albúmina hace que esta espese. Así que, buen apetito, amigos.
FIN
¿Y aquí? Como tierra de regio folgar campechano, ya tuvimos a Fernando el Católico, que murió atiborrado por Germana de Foix (“poco hermosa y algo coja”) con potajes de criadillas de toro y mosca española (un vasodilatador obtenido a partir de un escarabajo), víctima de una nefritis, entre otros males. Hay quien ha atribuido el auge de la cocina molecular española al apoyo que Aznar prestó a EE.UU. en la guerra de Irak, con la famosa portada que el New York Times magazine dedicó a Ferran Adrià en 2003 y que descabalgó a la gastronomía francesa de su hegemonía, pues el país había sido díscolo con la aventura militar americana. En nuestro refinamiento, luego de nuestro éxtasis especulativo ladrillista, quizá estemos encarnando las sucesivas etapas de la decadencia, con nuestra pobre natalidad y nuestro decaimiento político. Moleculares o afrodisíacos, todo ha pasado delante de nuestros ojos. Y aliñado con Metil, para adherirse bien a nuestra penuria.
Las fotografías de este artículo son obra de Alberto Flores (Madrid, 1987), fotógrafo ecléctico que colabora en prensa deportiva conceptual.
Sex & Food
En una de las escenas más célebres y polémicas del Espartaco de Kubrick (1960), suprimida del metraje final por vulnerar el Código Hays de autocensura vigente a la sazón en las producciones cinematográficas estadounidenses, un anfibio y libidinoso Craso se dirige al esclavo Antonino (interpretados respectivamente por Laurence Olivier y Tony Curtis), invitándole a ingresar en la piscina donde se baña para refregarle la espalda con una esponja. Allí tiene lugar un tenso interrogatorio de cariz sexual en el que Craso se interesa por las preferencias del culto pero sometido Antonino. “¿Comes ostras?”, dirá aquel. “Cuando puedo, amo”, repondrá el esclavo. “¿Comes caracoles?” “No, amo.” El picante y venal malentendido nace de la gráfica alusión a los genitales femeninos y masculinos. Antonino no tendrá más remedio que privarse de enjuiciar las prácticas sexuales de su amo, quien por su parte las pondrá a salvo de cualquier evaluación moral al contemplarlas como una cuestión de “gusto más que de apetito”.
¿Metáfora? No tanto. Dejando a un lado la pícara anécdota y el peplum de túnicas alegres, el banquete de Trimalción que Petronio narra en El Satiricón cuenta cómo unos esclavos afanosos sirven de hecho dichas ostras y caracoles en cántaros y bandejas de plata. La cosa no queda ahí: el menú abarca delicatessen como ganso con guarnición de falsos peces y pájaros hechos de carne de puerco, o lirones con miel rellenos de farsa, además de ¡pezones de cerda! Y pertenecen a la época platos con talones de camello, lenguas de flamenco, sesos de ruiseñor y crestas de ave. En los lujosos triclinios el menú se apartaba notablemente de la dieta plebeya (dirigida exclusivamente a saciar el hambre sin sofisticaciones y basada en el aceite de oliva, la vid y el trigo) y cuyos desayunos consistían básicamente en morteradas humildes como el “moretum”, un majado de hierbas aromáticas, ajo, queso, aceite de oliva, vinagre y vino emparentado con el romesco, el almodrote o el pesto de nuestros días.
FOOD
Toda sociedad opulenta se precipita hacia el tedio y alumbra la excentricidad en la mesa. La Roma que en el siglo I a. C. conoce y se permite el lujo del aburrimiento, alberga en ella al primer gran gastrónomo culto, Marco Gavio Apicio (AKA “Apicius”), espectador primero del orden de Augusto y coetáneo después de Tiberio, en cuyo séquito despuntaban las maneras cruentas de Calígula. Apicius será el paradigma del refinamiento extravagante, siempre persiguiendo recetas complicadas. Apicius, el gran sibarita, tuvo la genial idea de hipertrofiar el hígado de las ocas blancas del Capitolio engordándolas con higos y emborrachándolas con vino, obteniendo foie gras, servido junto a grullas machos por esclavos. La cultura llega al plato. Incluso envía un barco a Libia para comprobar si sus gambas son tan grandes como se dice. Calígula pone la maquinaria militar al servicio del placer y fleta navíos de guerra para capturar el mejor pescado. En las calles, los establecimientos de comida (los popinae) tienen a menudo trastiendas habilitadas como burdeles. No es casual que debamos a los prostíbulos italianos preparaciones como el tiramisú o los espagueti a la puttanesca: cuando se tiene en cuenta el poder de la comida como vigorizante sexual, comida y sexo empiezan a ir de la mano. El imperio enfila ya el aburrimiento y se asomará después a la decadencia.
Una vez desprendida la comida de su exclusiva función nutricia, los humanos se servirán de ella para mitigar también sus disfunciones sexuales o exacerbar su libido. Pero fue la hechicería, y no la medicina, la rama que desde un principio se ocupó de estos preparados mágicos. Aristóteles divulgó la idea de que el flato estaba involucrado en el deseo sexual, de manera que alubias, habas y coles fueron consumidas para estimularlo. La presunción de que la eyaculación consistía en un chorro proyectado a distancia gracias a la presión del aire, hacía que las flatulencias fueran por tanto bienvenidas. A ello se sumaba la creencia de que, durante la erección, el pene se insuflaba también de aire. Se ponderaron los garbanzos por su semejanza con los testículos. Y también tuvieron sitio en las despensas eróticas las setas, el marisco, los higos, las especias picantes, la miel o el ginseng. Bagaje discreto cuando se compara con afrodisíacos más contundentes como los siguientes: cuerno de rinoceronte, polvo de cocodrilo, lágrimas de ciervo (los cuernos viejos caídos), aleta de tiburón, larvas de avispa, el ámbar gris de los cachalotes, caballitos de mar en polvo, bilis de carpa, grasa de asno aromatizada con orina de vaca recién preñada, salamandras, queso mauritania (¡hecho con leche de camella!), cabezas de sapos capturados durante el apareamiento, sangre y testículos de casi cualquier especie, huevos, párpados de oveja marinados en té caliente (una amenity de la China imperial para con las concubinas) o el excremento de ranas y serpientes. Al gourmet gore le gustará saber que la Edad Media, menos melindrosa, demuestra ser una vez más un cénit en cuanto a logros de la especie: en el Penitencial de Arundel se estipula que aquella mujer que “mezcle en la comida semen de su hombre, y reciba por ello más amor, penitencie tres años”. Burchard de Worms (de quien recomiendo vivamente su Corrector sive medicus, donde no sólo explora la coctelería libertina, sino que divaga sobre ¡zombies!) describe otra receta magnífica a base de sangre menstrual, polvo de calavera y esperma. La cosa perduró: en 1601 una mujer llegó a ser procesada por dar a su marido polvos hechos con cabeza de asno “que abia hecho de la cabeça de un borrico”.
Todo es susceptible de ser ingerido con dicho fin: la sangre de cobra (hype de los menús indonesios por su presunta capacidad para liberar histamina); la orina de babuino; la carne de lobo en Filipinas; la sopa china de nido de golondrinas que consiste en saliva de salangana ¡a 500 euros el plato! (el “caviar oriental” denostado por Mao al considerarlo burgués); el pene de tigre, muy codiciado en el sudeste asiático; el pez globo o fugu, mortal si el cocinero es negligente y responsable de hasta seis muertes al año en Japón; o la fálica espardeña o “pepino de mar”, bocado sibarítico en España en los fogones más laureados. Hoy, al margen de la absurda legalidad democrática, menudea un tráfico clandestino de sustancias que desprecia la inherente vulgaridad del popper o la viagra, interesándose por ingredientes llenos de poesía como el hueso del pene de las focas macho, los sesos de mono, los testículos de delfín o el cuerno de rinoceronte.
SEX
Mucho se ha especulado acerca del masivo caudal de esperma de un coloso del porno como Peter North. El actor canadiense labró su fama gracias a su descomunal capacidad eyaculatoria, la cual le ha granjeado los gráficos sobrenombres de the milkman (el lechero) o the bucket (el cubo). Hay quien ha sugerido explicaciones monstruosas (que posee dos próstatas) o insinuado que, a la manera de un héroe Marvel, tiene una malformación glandular que le confiere ese don. También se habla de pastillas o dietas milagrosas. Hay quien dice que el secreto está en los zumos de apio. Otros apuestan por la lecitina de soja, la arginina o los ejercicios Kegel. A estos benditos no sólo les admira la cantidad, sino la distancia a la que propulsa la simiente. Con su rictus acartonado, las dotes dramáticas de un marmolillo y un bronceado californiano del color de la cecina, Mr. North ha prometido desvelar el secreto de sus corridas monzónicas al término de su carrera. Lo único que sí sabemos es que los actores porno consumen hasta tres litros diarios de zumo de tomate. El secreto estaría en el betacaroteno presente en el tomate que nuestro organismo transforma en vitamina A, crucial en la producción de testosterona. En una industria de narraciones tramposas se soslaya que en gran medida los líquidos lascivos son a menudo fakes. Pero la base de esas grumosas y densas lechadas asestadas contra la cara de actrices boqueantes tiene otros destinos más nobles.
Los gastrónomos de nuestro tiempo, aquellos que se deleitan en las cunas de la cocina molecular invirtiendo en ellas grandes sumas de tiempo y dinero, seguramente habrán degustado en alguna ocasión un aditivo alimentario que responde por el nombre de metilcelulosa (E 461), un espesante y estabilizador sintético que sirve como agente de recubrimiento y que, en la alta gastronomía, se emplea para gelatinizar ingredientes tibios. Su empleo en la industria alimentaria está ampliamente extendido en mayonesas, ketchup y pasteles, pero también en la farmacológica como remedio contra el estreñimiento y las hemorroides. Más en general, se usa como cola para papel pintado, aditivo de mortero o... líquido corporal en películas para adultos. Es decir, como ingrediente para manufacturar semen falso en el cine X, cuando el exangüe ímpetu del actor o su pobre derramamiento requieren el auxilio de ciertas mejoras cosméticas y que la farmacia trabaje. Quienes padezcan un caudal deficitario pueden optar por disimular su incapacidad optando por elaborar su propia simiente falsa. De hecho, ya vimos la metilcelulosa en forma de recubrimiento viscoso en algunas escenas de los Los cazafantasmas, como en el rastro con textura de moco que el ectoplasma Slimer dejaba a su paso.
Lo alarmante es que el efecto laxante de la metilcelulosa está garantizado en grandes dosis de consumo, pues nuestro cuerpo es incapaz de digerirla ni de extraer de ella nutrientes: los vademécum la prescriben para ayudar a evitar las obstrucciones intestinales. La propia industria americana se ha volcado en las bondades de un yogur saciante y anti-hambre, perfecto en las dietas para perder peso, que incorpora metilcelulosa. En España se puede encontrar en medicamentos como el Muciplazma, cuya descripción no es halagüeña (“la metilcelulosa se comporta como laxante incrementador del bolo fecal por absorción de agua”).
El propio Ferran Adrià nos instruye en su web de texturas sobre el empleo, entre otros aditivos, de la propia metilcelulosa, de la cual se sirve en la preparación del “Salmonete Gaudí”, al que aplica 3 gramos de Metil (a la venta por 23,60 euros el bote de 600 gramos). Los salmonetes se filetean y sobre los lomos limpios y con ayuda de un pincel se aplica una base de Metil. Posteriormente se extiende sobre ellos una brunoise de verduras y se aplastan levemente para que se adhieran, obteniendo así un efecto trencadís, el mosaico de fragmentos cerámicos característico del modernismo catalán. El comensal sentirá en su paladar lo mismo que la hospitalaria boca y los cetrinos carrillos de Sasha Grey.
El mundo del fake no es nuevo. Estas mistificaciones tienen precedente en el pasado con las mañas de la alcahuetería para impostar la virginidad de las doncellas. En lo que atañe a la renovación de novias, en La Celestina ya se habla de formas de reconstrucción vaginal pero también de vejigas que se rompían durante el coito hechas de sangre de gallina (“Hacía con esto maravillas, que cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió como virgen una criada que tenía”). En La lozana andaluza se llega a mencionar la sangre de pichón. Pese a la mueca de prominente asco que pueda dibujarse en el lector, existen un puñado de buenas recetas con sangre como el royal de pichón, el arroz de cabidela portugués (guisado con sangre de ave) o la sangre de pollo guisada, encebollada o frita con tomate. La sangre es de hecho el espesante clásico en el mítico coq au vin, gallo francés en salsa de vino o en los civets (los asados de caza). Cuando la sangre se calienta por encima de los 75ºC, la albúmina hace que esta espese. Así que, buen apetito, amigos.
FIN
¿Y aquí? Como tierra de regio folgar campechano, ya tuvimos a Fernando el Católico, que murió atiborrado por Germana de Foix (“poco hermosa y algo coja”) con potajes de criadillas de toro y mosca española (un vasodilatador obtenido a partir de un escarabajo), víctima de una nefritis, entre otros males. Hay quien ha atribuido el auge de la cocina molecular española al apoyo que Aznar prestó a EE.UU. en la guerra de Irak, con la famosa portada que el New York Times magazine dedicó a Ferran Adrià en 2003 y que descabalgó a la gastronomía francesa de su hegemonía, pues el país había sido díscolo con la aventura militar americana. En nuestro refinamiento, luego de nuestro éxtasis especulativo ladrillista, quizá estemos encarnando las sucesivas etapas de la decadencia, con nuestra pobre natalidad y nuestro decaimiento político. Moleculares o afrodisíacos, todo ha pasado delante de nuestros ojos. Y aliñado con Metil, para adherirse bien a nuestra penuria.
Las fotografías de este artículo son obra de Alberto Flores (Madrid, 1987), fotógrafo ecléctico que colabora en prensa deportiva conceptual.