Contenido
El Circular
Todos los autobuses de Madrid tienen algo de circulares, pero el Circular lo es. Su recorrido establece un recinto, una almendra central un poco más ajustada que la que delimita la M-30. La línea Circular se estableció en 1970. Su puesta en marcha tiene que ver con un Madrid en expansión y es anterior a la existencia de la M-30 y de la línea circular de Metro. Sus puntos de descanso son Cuatro Caminos y Embajadores. Desde hace unos pocos años se denomina Circular 1 a la que va de Cuatro Caminos a Embajadores pasando por Manuel Becerra y Circular 2 a la que hace el recorrido en sentido contrario a las agujas del reloj. El Circular, además de para llevarte de un sitio a otro, se puede tomar para hacer una visita turística a Madrid.
Cuatro Caminos significaba extrarradio y tipismo madrileño. Como plaza siempre la hemos conocido fea. Los coches pasan ahora por el subterráneo; antes pasaban por un elevado modelo Ankara de los que todavía quedan algunos en la ciudad. Lo más interesante de la plaza es cómo Bravo Murillo y Santa Engracia confluyen o se bifurcan. También cierto aire de frontera, la frontera que marcó el Ensanche y que todavía se nota.
Cuesta abajo, hacia la Castellana, se inicia el recorrido dejando a la derecha el Hospital de Maudes. Un poco más abajo un cuartel enigmático y a la izquierda la calle Orense y todo su aire “azca” de un Madrid al que le gustaría hablar inglés y no tener que coger nunca el autobús. El Circular baja hasta la Castellana y se apretuja entre el Corte Inglés y los Nuevos Ministerios. Toma Joaquín Costa, cuesta arriba, entre otro cuartel enigmático y el colegio Maravillas que esconde su estudiado polideportivo y muestra canchas de deporte en su azotea. Los dos cuarteles, simétricos al eje de la Castellana, son enigmáticos porque no responden a un patrón urbano de cuartel como pueden ser los vecinos del Estado Mayor y de la Escuela del Ejército. Estos son cuarteles de provincias. El de Joaquín Costa con un aire semirrural y el de Fernández Villaverde con pinta de un grupo de casas en una pequeña capital.
La iglesia de San Agustín se lleva los ojos de algunos pasajeros por su peculiar trabajo del ladrillo y sus formas originales, mientras el autobús realiza un suave giro para entrar en la confortable plaza de la República Argentina. Un espacio singular con Mayte Commodore como ejemplo de arquitectura madrileña a la americana. Serrano y Doctor Arce generan un tráfico elegante recién pasado por los aires de El Viso. El hotel Richmond, que dibujó Gutiérrez Soto y en el que Gonzalo Suárez colocó buena parte de su novela Operación Doble Dos, se alinea con Mayte. Vitruvio y Carbonero y Sol dan salidas singulares a un Madrid que pudo ser. Un Madrid de casas bajas, de sedes de Embajadas, de arquitecturas racionalistas, una de las zonas más frescas de Madrid en torno a una fuente de delfines que quiso ser en su día homenaje a la Argentina, pero que veinte años de aplazamientos convirtieron en un reconocimiento a las comodidades de la vida moderna.
El Circular sufre la pesadez de los semáforos y las estrecheces de los carriles laterales sobre todo entre Príncipe de Vergara y Avenida de América. El Circular se encajona de mala manera y Madrid se muestra como una ciudad incómoda cuando está a punto de llegar a uno de sus puntos neurálgicos. Madrid fue una ciudad política en medio del desierto llena de despachos y conventos. La revolución le regaló algunas ventajas como el ferrocarril o la traída de aguas que le permitió reconvertirse y ser rompeolas de un país plural pero sólo el transporte aéreo y Barajas, su nueva puerta, han permitido a Madrid superar su aislamiento geográfico y ser un punto más en la red de grandes puertos. En esa red es destino predilecto de los vuelos americanos en una simbiosis que la hace aérea y universal. Donde se juntan Francisco Silvela y María de Molina, arranca hacia el este la Avenida de América. Significa salida hacia Barajas, hacia Torrejón y, en definitiva, hacia la contemporaneidad. Un camino hacia el futuro que se superpone, ironías del destino, a la carretera nacional que la une a Barcelona, su gran rival. En ese cruce de caminos el edificio dominante es una torre de ladrillo rojo que levantó el mismo arquitecto que hizo la Telefónica de la Gran Vía veinte años antes. Al otro lado de la Avenida una colonia de casa bajas, con aire de pueblo y con el callejero lleno de nombres de municipios madrileños, es un ejercicio secreto de racionalismo.
Francisco Silvela tiene otra atmósfera. Por el Palacio de la Trinidad donde tuvo su sede, disfuncional pero elegante, el Instituto Cervantes. Por el arranque de la calle México, con el club Apóstol Santiago al fondo y el barrio de la Guindalera de por medio. Por el remate de la calle General Oráa, que viene desde la Castellana, y tuvo su cine Oráa de programa doble y que luego fue Filmoteca y Dúplex. Por el cruce con Diego de León y el hospital de la Princesa, en cuyas inmediaciones tienen su última parada el 56, que luego va a Vallecas, y el 26, que luego irá a Tirso de Molina y compartirá un tramo importante de trayecto con el propio Circular. Por el punto en que terminan juntas las calles Maldonado y Alcántara, la primera que sube desde las zonas más elegantes del barrio de Salamanca y la segunda que llega hasta Alcalá y que con sus extraordinarias acacias es probablemente, en verano, la calle más sombreada de Madrid. Por el cruce con Juan Bravo, que termina, y con Martínez Izquierdo, que empieza, y que tiene una placa recordando que Narciso Martínez Izquierdo fue el primer obispo de Madrid Alcalá, y que lo mató un cura apellidado Galeote. Por la Avenida de los Toreros que es una de las calles más importantes de Madrid, con la plaza al fondo y el bar Braulio en el camino, y con un curioso edificio en su inicio que fue casa de baños y ahora es centro cultural del Ayuntamiento. Y por el cruce con Ortega y Gasset y con la calle Cartagena en presencia de Eva Perón, cuyo busto preside desde el interior del parque de su nombre.
Al término la plaza de Manuel Becerra, que en algún tiempo se llamó de Roma, ha perdido los dos cines, el Becerra y el Universal, que la adornaban. Una plaza con parque, con iglesia, con un puesto de flores importante y que ocupa un lugar singular de límite y de llegada hacia la plaza de toros, a la que se camina cuesta abajo, y hacia el cementerio de la Almudena. En Manuel Becerra se despedían los duelos.
El recorrido pasa a Doctor Esquerdo, uno de los primeros psiquiatras españoles. La calle tiene demasiado tráfico. El edificio dominante es la Casa de la Moneda, inmenso y sin ventanas. El Circular gira hacia el interior de la ciudad. El tramo de Goya que recorre hasta el cruce de Alcalá tiene una personalidad distinta al resto de la calle. El Palacio de los Deportes, entre los cambios que le hicieron después del incendio y que ya no hay combates de boxeo ni competiciones ciclistas de seis días, ha desdibujado su perfil. Las nuevas generaciones van allí al baloncesto. En Felipe II hace un extraño giro a la izquierda, contra todas las reglas del tráfico, y sigue camino por la calle Narváez. El Circular, acompañado ya hasta Atocha por el 26, gira en Ibiza y llega en Menéndez Pelayo a la verja del Retiro en la puerta del Florida Park, que para muchos es sinónimo de María Dolores Pradera cantando sus canciones de siempre. El camino va bajando. Primero hasta la plaza del Niño Jesús, en la que el 20 se desvía para dirigirse a Moratalaz. Luego hasta Mariano de Cavia donde se despiden los que parten hacia Valencia y se incorporan los que entran a Madrid por Conde de Casal. Más tarde Reina Cristina e Infanta Isabel camino de Atocha. Es largo de explicar por qué el Panteón de Hombres Ilustres está sin terminar y no figura en los circuitos. Por qué combina un exterior lustroso y un interior descuidado. Pocos turistas se interesan por ver las tumbas de los antiguos presidentes por mucho que algunos de ellos (Cánovas, Canalejas y Dato) fueran noticia mundial al morir asesinados. Algunos, eso sí, aprecian la estación de Atocha aunque su plaza haya quedado presidida por un cilindro de vidrio que parece sucio y nadie entiende. El Circular fue testigo de la tragedia y uno de los autobuses que recogió a las gentes que salieron mudas y aterrorizadas de la estación el 11 de marzo. La estación está todavía marcada por el espanto de aquel momento y la nueva terminal del AVE, que se construyó después, parece algo infantil. Descolocada precisamente porque no hay en ella ninguna marca. Para poner remedio acaban de colocar dos cabezas de niño, obra de Antonio López, que absorben dramáticamente el espacio y parecen enterrados.
En Atocha el Circular gira a la izquierda y se dispone a recorrer las antiguas rondas que seguían la cerca de la ciudad, algo así como la muralla sureste que se mantuvo buena parte del XIX desde Atocha hasta Palacio. La calle va cambiando de nombre: Ronda de Atocha, Ronda de Valencia, Ronda de Toledo, Ronda de Segovia. La Ronda de Atocha, que estuvo mucho tiempo presidida en exclusiva por un oscuro colegio, tiene ahora en el Reina, el Price y La Casa Encendida un renacer que, si no fuera porque en la esquina con Embajadores salen los coches de los heroinómanos hacia los suburbios, parecería otra calle. A la Glorieta llega una calle Embajadores ancha y sale una calle Embajadores estrecha marcando los límites del casco antiguo, donde se asoma la Tabacalera, que marcó un tiempo femenino e industrial.
El Circular cruza y en la parada delante del parque del Casino de la Reina se toma un descanso. Los domingos de Rastro llegan hasta la parada los puestos de charlatanes y ferreteros y el autobús tiene que cuidar de no arrollar a los viandantes. Entre semana el cruce con Ribera de Curtidores o la apertura a la plaza del Campillo del Mundo Nuevo suscita preguntas. Por un momento es otra ciudad. Esta plaza del sur del Rastro representa la tentación africana que gravita históricamente sobre Madrid desde su fundación y que tiene su mejor resumen en la cita de Kiko Veneno: “Me despierto y escucho la llamada de África. Pero antes me buscaré un buen desayuno inglés”.
Al llegar a la Puerta de Toledo en vez de seguir hacia San Francisco el Grande se baja por la Ronda de Segovia hacia el río. Quizá sea una reivindicación de ese triste cauce del Manzanares en cuyo embellecimiento imposible la ciudad se ha gastado una fortuna.
Es una intersección madrileña llena de símbolos y lugares básicos: el río Manzanares, la ermita de la Virgen del Puerto, el Puente de Segovia, el Viaducto, las Vistillas, los restos de la muralla árabe, la calle Segovia, el Campo del Moro, el Palacio Real y el nuevo Museo de las Colecciones Reales. Con todos ellas se enfrentan el pasajero del Circular y el autobús mismo, que tiene que hacer sutiles equilibrios entre una geografía física desequilibrada con pronunciadas cuestas y una geografía humana que va de lo castizo a lo aristocrático sin solución de continuidad.
El río, después de muchos años de desdenes, al fin tiene un entorno civilizado y eso ayuda a que el Puente de Segovia y la ermita luzcan mejor que nunca e incluso que el edificio de Fisac que se ve a lo lejos junto al río se pueda comprender mejor. El espacio es amplio y si por el centro domina la calle Segovia por el lateral del Campo del Moro se han inventado un paseo de Plasencia y unas glorietas de Azorín y de Boccherini por cuyo hilo sube el C2 con el tráfico que viene de la Virgen del Puerto. Azorín y Boccherini tienen en las terrazas de la cuesta de la Vega sendas estatuas.
El misterio y el encanto lo pone el Campo del Moro. Al ser un jardín unido al Palacio y administrado por Patrimonio Nacional reúne una excelente conservación con unas maneras adustas y un tanto perdonavidas. Quien quiera entrar sólo lo puede hacer desde el punto más alejado del Palacio, en el centro de la reja que da al Paseo de la Virgen del Puerto. Quizá por eso a los turistas les da pereza y normalmente no hay muchos visitantes. El jardín es formidable. A los pies del Palacio, que se ve arriba en todo lo alto del paseo principal, tiene varios caminos entre los que destaca un Paseo de los Plátanos que justifica la fama de este árbol de sombra como el más madrileño de los árboles porque “es feliz en Madrid y hace felices a los madrileños”. Alcanza gran porte y proporciona en los meses de verano una sombra que hace olvidar las altas temperaturas. Nada más entrar un busto del rey Juan Carlos, obra de Ochoa, apodado el blando por sus acabados pastosos, da la bienvenida al paseante y le “recuerda” que los jardines se abrieron al público en 1978 por expreso deseo de Su Majestad. Esos aires de carta otorgada flotan en todo el recinto, pues no dejan acercarse al Palacio y mantienen cerrado el Museo de Carruajes. Cuando uno ve a lo lejos una elegante calesa tirada por cuatro caballos, se trata del trabajo de mantenimiento de los animales y carruajes que de tanto en tanto se usan en actos oficiales. El punto cómico llega cuando un cartelito recomienda en inglés respetar el césped y su traducción al castellano es un autoritario prohibido pisar.
Urracas, mirlos y otros pájaros pequeños dominan unos jardines decimonónicos que, excepto en sus ejes principales, tiene un fuerte sabor romántico. Serpenteando por el Paseo de los Plátanos se puede uno acercar, aunque no mucho, a las obras del Museo de las Colecciones Reales para comprobar cómo han construido un cubo pegado al talud de la catedral. Discreto en la medida en que por sus colores y su volumen no va a molestar demasiado las vistas del Palacio, deja los menos vanos posibles en su fachada de poniente para que no se cuele el calorazo del verano. El Museo es una idea de la obsecuencia cortesana que se materializó en un Consejo Cultural presidido por José María Aznar en 1998. Después de unos cientos de millones está descubriendo que las famosas colecciones reales están en los Palacios y que para vestir el santo habrá que desvestir otros. Un autobús como el Circular, que vuelve una y otra vez al mismo punto, entiende con facilidad que el peor enemigo de las coronas son los cortesanos. Ahora, cuando enfila hacia la Ronda de Segovia o cuando baja por ella y ve el Museo enfrente, se pregunta si cuando se inaugure abrirán alguna puerta para sus pasajeros o todo el público entrará por la explanada entre el Palacio y la Catedral.
Recorrido el Paseo de la Virgen del Puerto, se echa un vistazo a la estación del Norte o de Príncipe Pío, antes de subir la fatigosa cuesta de San Vicente y pasear la calle Princesa de punta a cabo quizá para descansar de los arrabales y de las cuestas.
La calle Princesa es agradable. Se inicia con la Torre de Madrid y un edificio de apartamentos rodeado de bares, cines y discotecas. Sigue con un monumento a la Pardo Bazán que no le hace justicia pero la recuerda. Después la verja del Palacio de Liria y la sensación de calle importante que no desaparece hasta la estatua de Argüelles y el ambiente corteinglés que emborrona la unión de dos calles tan interesantes como Alberto Aguilera y Marqués de Urquijo. A partir de ese punto el influjo de la Universitaria es total. En el último tramo, entreverado con los aires castrenses del Cuartel del Aire y el regusto fascista del Arco de la Victoria. El pasajero avisado tendrá serias dudas de si quedarse con el paisaje velazqueño del fondo, con el Duce que se menciona en la inscripción latina del Arco o con el tráfico de salida hacia la carretera de La Coruña. Ese giro es una balconada en el límite de la ciudad que dura un segundo. Luego el callejero conduce a la línea Circular a la plaza de Cristo Rey, que debería llamarse de los Hospitales y donde tienen su parada última el 12 y el 1, que el Circular se ha cruzado junto al parque de Eva Perón. Sin duda la Ciudad Universitaria fue un bello proyecto de tiempos optimistas. Nuestro autobús apura las últimas vistas a la sierra y se introduce por las curvas de la calle de Juan XXIII en un recorrido papal que disfruta del ambiente sin los excesos megalómanos del final de Princesa. Pasa cerca de Velintonia, donde reinó Aleixandre, de un Instituto de Secundaria que parece sacado de otro país, de varios colegios mayores, y sale por la avenida de la Moncloa al final de Reina Victoria, donde ya se siente el peso de Cuatro Caminos. Queda un poco de turismo escondido. La Agencia Tributaria y la sede central de la Guardia Civil contigua duplican control. Sobreviven unas cuantas aceras de bulevar asediadas de tráfico y un horroroso cabezón de Aleixandre en concordancia con el estilo capitalino. Más de una hora de camino y vuelta a la casilla de salida. El Circular ha cumplido, no sin cierta fatiga. Poco importa, el tráfico sigue. Madrid se ofrece como una ciudad redonda que nunca se acaba de despeinar del todo.
El Circular
Todos los autobuses de Madrid tienen algo de circulares, pero el Circular lo es. Su recorrido establece un recinto, una almendra central un poco más ajustada que la que delimita la M-30. La línea Circular se estableció en 1970. Su puesta en marcha tiene que ver con un Madrid en expansión y es anterior a la existencia de la M-30 y de la línea circular de Metro. Sus puntos de descanso son Cuatro Caminos y Embajadores. Desde hace unos pocos años se denomina Circular 1 a la que va de Cuatro Caminos a Embajadores pasando por Manuel Becerra y Circular 2 a la que hace el recorrido en sentido contrario a las agujas del reloj. El Circular, además de para llevarte de un sitio a otro, se puede tomar para hacer una visita turística a Madrid.
Cuatro Caminos significaba extrarradio y tipismo madrileño. Como plaza siempre la hemos conocido fea. Los coches pasan ahora por el subterráneo; antes pasaban por un elevado modelo Ankara de los que todavía quedan algunos en la ciudad. Lo más interesante de la plaza es cómo Bravo Murillo y Santa Engracia confluyen o se bifurcan. También cierto aire de frontera, la frontera que marcó el Ensanche y que todavía se nota.
Cuesta abajo, hacia la Castellana, se inicia el recorrido dejando a la derecha el Hospital de Maudes. Un poco más abajo un cuartel enigmático y a la izquierda la calle Orense y todo su aire “azca” de un Madrid al que le gustaría hablar inglés y no tener que coger nunca el autobús. El Circular baja hasta la Castellana y se apretuja entre el Corte Inglés y los Nuevos Ministerios. Toma Joaquín Costa, cuesta arriba, entre otro cuartel enigmático y el colegio Maravillas que esconde su estudiado polideportivo y muestra canchas de deporte en su azotea. Los dos cuarteles, simétricos al eje de la Castellana, son enigmáticos porque no responden a un patrón urbano de cuartel como pueden ser los vecinos del Estado Mayor y de la Escuela del Ejército. Estos son cuarteles de provincias. El de Joaquín Costa con un aire semirrural y el de Fernández Villaverde con pinta de un grupo de casas en una pequeña capital.
La iglesia de San Agustín se lleva los ojos de algunos pasajeros por su peculiar trabajo del ladrillo y sus formas originales, mientras el autobús realiza un suave giro para entrar en la confortable plaza de la República Argentina. Un espacio singular con Mayte Commodore como ejemplo de arquitectura madrileña a la americana. Serrano y Doctor Arce generan un tráfico elegante recién pasado por los aires de El Viso. El hotel Richmond, que dibujó Gutiérrez Soto y en el que Gonzalo Suárez colocó buena parte de su novela Operación Doble Dos, se alinea con Mayte. Vitruvio y Carbonero y Sol dan salidas singulares a un Madrid que pudo ser. Un Madrid de casas bajas, de sedes de Embajadas, de arquitecturas racionalistas, una de las zonas más frescas de Madrid en torno a una fuente de delfines que quiso ser en su día homenaje a la Argentina, pero que veinte años de aplazamientos convirtieron en un reconocimiento a las comodidades de la vida moderna.
El Circular sufre la pesadez de los semáforos y las estrecheces de los carriles laterales sobre todo entre Príncipe de Vergara y Avenida de América. El Circular se encajona de mala manera y Madrid se muestra como una ciudad incómoda cuando está a punto de llegar a uno de sus puntos neurálgicos. Madrid fue una ciudad política en medio del desierto llena de despachos y conventos. La revolución le regaló algunas ventajas como el ferrocarril o la traída de aguas que le permitió reconvertirse y ser rompeolas de un país plural pero sólo el transporte aéreo y Barajas, su nueva puerta, han permitido a Madrid superar su aislamiento geográfico y ser un punto más en la red de grandes puertos. En esa red es destino predilecto de los vuelos americanos en una simbiosis que la hace aérea y universal. Donde se juntan Francisco Silvela y María de Molina, arranca hacia el este la Avenida de América. Significa salida hacia Barajas, hacia Torrejón y, en definitiva, hacia la contemporaneidad. Un camino hacia el futuro que se superpone, ironías del destino, a la carretera nacional que la une a Barcelona, su gran rival. En ese cruce de caminos el edificio dominante es una torre de ladrillo rojo que levantó el mismo arquitecto que hizo la Telefónica de la Gran Vía veinte años antes. Al otro lado de la Avenida una colonia de casa bajas, con aire de pueblo y con el callejero lleno de nombres de municipios madrileños, es un ejercicio secreto de racionalismo.
Francisco Silvela tiene otra atmósfera. Por el Palacio de la Trinidad donde tuvo su sede, disfuncional pero elegante, el Instituto Cervantes. Por el arranque de la calle México, con el club Apóstol Santiago al fondo y el barrio de la Guindalera de por medio. Por el remate de la calle General Oráa, que viene desde la Castellana, y tuvo su cine Oráa de programa doble y que luego fue Filmoteca y Dúplex. Por el cruce con Diego de León y el hospital de la Princesa, en cuyas inmediaciones tienen su última parada el 56, que luego va a Vallecas, y el 26, que luego irá a Tirso de Molina y compartirá un tramo importante de trayecto con el propio Circular. Por el punto en que terminan juntas las calles Maldonado y Alcántara, la primera que sube desde las zonas más elegantes del barrio de Salamanca y la segunda que llega hasta Alcalá y que con sus extraordinarias acacias es probablemente, en verano, la calle más sombreada de Madrid. Por el cruce con Juan Bravo, que termina, y con Martínez Izquierdo, que empieza, y que tiene una placa recordando que Narciso Martínez Izquierdo fue el primer obispo de Madrid Alcalá, y que lo mató un cura apellidado Galeote. Por la Avenida de los Toreros que es una de las calles más importantes de Madrid, con la plaza al fondo y el bar Braulio en el camino, y con un curioso edificio en su inicio que fue casa de baños y ahora es centro cultural del Ayuntamiento. Y por el cruce con Ortega y Gasset y con la calle Cartagena en presencia de Eva Perón, cuyo busto preside desde el interior del parque de su nombre.
Al término la plaza de Manuel Becerra, que en algún tiempo se llamó de Roma, ha perdido los dos cines, el Becerra y el Universal, que la adornaban. Una plaza con parque, con iglesia, con un puesto de flores importante y que ocupa un lugar singular de límite y de llegada hacia la plaza de toros, a la que se camina cuesta abajo, y hacia el cementerio de la Almudena. En Manuel Becerra se despedían los duelos.
El recorrido pasa a Doctor Esquerdo, uno de los primeros psiquiatras españoles. La calle tiene demasiado tráfico. El edificio dominante es la Casa de la Moneda, inmenso y sin ventanas. El Circular gira hacia el interior de la ciudad. El tramo de Goya que recorre hasta el cruce de Alcalá tiene una personalidad distinta al resto de la calle. El Palacio de los Deportes, entre los cambios que le hicieron después del incendio y que ya no hay combates de boxeo ni competiciones ciclistas de seis días, ha desdibujado su perfil. Las nuevas generaciones van allí al baloncesto. En Felipe II hace un extraño giro a la izquierda, contra todas las reglas del tráfico, y sigue camino por la calle Narváez. El Circular, acompañado ya hasta Atocha por el 26, gira en Ibiza y llega en Menéndez Pelayo a la verja del Retiro en la puerta del Florida Park, que para muchos es sinónimo de María Dolores Pradera cantando sus canciones de siempre. El camino va bajando. Primero hasta la plaza del Niño Jesús, en la que el 20 se desvía para dirigirse a Moratalaz. Luego hasta Mariano de Cavia donde se despiden los que parten hacia Valencia y se incorporan los que entran a Madrid por Conde de Casal. Más tarde Reina Cristina e Infanta Isabel camino de Atocha. Es largo de explicar por qué el Panteón de Hombres Ilustres está sin terminar y no figura en los circuitos. Por qué combina un exterior lustroso y un interior descuidado. Pocos turistas se interesan por ver las tumbas de los antiguos presidentes por mucho que algunos de ellos (Cánovas, Canalejas y Dato) fueran noticia mundial al morir asesinados. Algunos, eso sí, aprecian la estación de Atocha aunque su plaza haya quedado presidida por un cilindro de vidrio que parece sucio y nadie entiende. El Circular fue testigo de la tragedia y uno de los autobuses que recogió a las gentes que salieron mudas y aterrorizadas de la estación el 11 de marzo. La estación está todavía marcada por el espanto de aquel momento y la nueva terminal del AVE, que se construyó después, parece algo infantil. Descolocada precisamente porque no hay en ella ninguna marca. Para poner remedio acaban de colocar dos cabezas de niño, obra de Antonio López, que absorben dramáticamente el espacio y parecen enterrados.
En Atocha el Circular gira a la izquierda y se dispone a recorrer las antiguas rondas que seguían la cerca de la ciudad, algo así como la muralla sureste que se mantuvo buena parte del XIX desde Atocha hasta Palacio. La calle va cambiando de nombre: Ronda de Atocha, Ronda de Valencia, Ronda de Toledo, Ronda de Segovia. La Ronda de Atocha, que estuvo mucho tiempo presidida en exclusiva por un oscuro colegio, tiene ahora en el Reina, el Price y La Casa Encendida un renacer que, si no fuera porque en la esquina con Embajadores salen los coches de los heroinómanos hacia los suburbios, parecería otra calle. A la Glorieta llega una calle Embajadores ancha y sale una calle Embajadores estrecha marcando los límites del casco antiguo, donde se asoma la Tabacalera, que marcó un tiempo femenino e industrial.
El Circular cruza y en la parada delante del parque del Casino de la Reina se toma un descanso. Los domingos de Rastro llegan hasta la parada los puestos de charlatanes y ferreteros y el autobús tiene que cuidar de no arrollar a los viandantes. Entre semana el cruce con Ribera de Curtidores o la apertura a la plaza del Campillo del Mundo Nuevo suscita preguntas. Por un momento es otra ciudad. Esta plaza del sur del Rastro representa la tentación africana que gravita históricamente sobre Madrid desde su fundación y que tiene su mejor resumen en la cita de Kiko Veneno: “Me despierto y escucho la llamada de África. Pero antes me buscaré un buen desayuno inglés”.
Al llegar a la Puerta de Toledo en vez de seguir hacia San Francisco el Grande se baja por la Ronda de Segovia hacia el río. Quizá sea una reivindicación de ese triste cauce del Manzanares en cuyo embellecimiento imposible la ciudad se ha gastado una fortuna.
Es una intersección madrileña llena de símbolos y lugares básicos: el río Manzanares, la ermita de la Virgen del Puerto, el Puente de Segovia, el Viaducto, las Vistillas, los restos de la muralla árabe, la calle Segovia, el Campo del Moro, el Palacio Real y el nuevo Museo de las Colecciones Reales. Con todos ellas se enfrentan el pasajero del Circular y el autobús mismo, que tiene que hacer sutiles equilibrios entre una geografía física desequilibrada con pronunciadas cuestas y una geografía humana que va de lo castizo a lo aristocrático sin solución de continuidad.
El río, después de muchos años de desdenes, al fin tiene un entorno civilizado y eso ayuda a que el Puente de Segovia y la ermita luzcan mejor que nunca e incluso que el edificio de Fisac que se ve a lo lejos junto al río se pueda comprender mejor. El espacio es amplio y si por el centro domina la calle Segovia por el lateral del Campo del Moro se han inventado un paseo de Plasencia y unas glorietas de Azorín y de Boccherini por cuyo hilo sube el C2 con el tráfico que viene de la Virgen del Puerto. Azorín y Boccherini tienen en las terrazas de la cuesta de la Vega sendas estatuas.
El misterio y el encanto lo pone el Campo del Moro. Al ser un jardín unido al Palacio y administrado por Patrimonio Nacional reúne una excelente conservación con unas maneras adustas y un tanto perdonavidas. Quien quiera entrar sólo lo puede hacer desde el punto más alejado del Palacio, en el centro de la reja que da al Paseo de la Virgen del Puerto. Quizá por eso a los turistas les da pereza y normalmente no hay muchos visitantes. El jardín es formidable. A los pies del Palacio, que se ve arriba en todo lo alto del paseo principal, tiene varios caminos entre los que destaca un Paseo de los Plátanos que justifica la fama de este árbol de sombra como el más madrileño de los árboles porque “es feliz en Madrid y hace felices a los madrileños”. Alcanza gran porte y proporciona en los meses de verano una sombra que hace olvidar las altas temperaturas. Nada más entrar un busto del rey Juan Carlos, obra de Ochoa, apodado el blando por sus acabados pastosos, da la bienvenida al paseante y le “recuerda” que los jardines se abrieron al público en 1978 por expreso deseo de Su Majestad. Esos aires de carta otorgada flotan en todo el recinto, pues no dejan acercarse al Palacio y mantienen cerrado el Museo de Carruajes. Cuando uno ve a lo lejos una elegante calesa tirada por cuatro caballos, se trata del trabajo de mantenimiento de los animales y carruajes que de tanto en tanto se usan en actos oficiales. El punto cómico llega cuando un cartelito recomienda en inglés respetar el césped y su traducción al castellano es un autoritario prohibido pisar.
Urracas, mirlos y otros pájaros pequeños dominan unos jardines decimonónicos que, excepto en sus ejes principales, tiene un fuerte sabor romántico. Serpenteando por el Paseo de los Plátanos se puede uno acercar, aunque no mucho, a las obras del Museo de las Colecciones Reales para comprobar cómo han construido un cubo pegado al talud de la catedral. Discreto en la medida en que por sus colores y su volumen no va a molestar demasiado las vistas del Palacio, deja los menos vanos posibles en su fachada de poniente para que no se cuele el calorazo del verano. El Museo es una idea de la obsecuencia cortesana que se materializó en un Consejo Cultural presidido por José María Aznar en 1998. Después de unos cientos de millones está descubriendo que las famosas colecciones reales están en los Palacios y que para vestir el santo habrá que desvestir otros. Un autobús como el Circular, que vuelve una y otra vez al mismo punto, entiende con facilidad que el peor enemigo de las coronas son los cortesanos. Ahora, cuando enfila hacia la Ronda de Segovia o cuando baja por ella y ve el Museo enfrente, se pregunta si cuando se inaugure abrirán alguna puerta para sus pasajeros o todo el público entrará por la explanada entre el Palacio y la Catedral.
Recorrido el Paseo de la Virgen del Puerto, se echa un vistazo a la estación del Norte o de Príncipe Pío, antes de subir la fatigosa cuesta de San Vicente y pasear la calle Princesa de punta a cabo quizá para descansar de los arrabales y de las cuestas.
La calle Princesa es agradable. Se inicia con la Torre de Madrid y un edificio de apartamentos rodeado de bares, cines y discotecas. Sigue con un monumento a la Pardo Bazán que no le hace justicia pero la recuerda. Después la verja del Palacio de Liria y la sensación de calle importante que no desaparece hasta la estatua de Argüelles y el ambiente corteinglés que emborrona la unión de dos calles tan interesantes como Alberto Aguilera y Marqués de Urquijo. A partir de ese punto el influjo de la Universitaria es total. En el último tramo, entreverado con los aires castrenses del Cuartel del Aire y el regusto fascista del Arco de la Victoria. El pasajero avisado tendrá serias dudas de si quedarse con el paisaje velazqueño del fondo, con el Duce que se menciona en la inscripción latina del Arco o con el tráfico de salida hacia la carretera de La Coruña. Ese giro es una balconada en el límite de la ciudad que dura un segundo. Luego el callejero conduce a la línea Circular a la plaza de Cristo Rey, que debería llamarse de los Hospitales y donde tienen su parada última el 12 y el 1, que el Circular se ha cruzado junto al parque de Eva Perón. Sin duda la Ciudad Universitaria fue un bello proyecto de tiempos optimistas. Nuestro autobús apura las últimas vistas a la sierra y se introduce por las curvas de la calle de Juan XXIII en un recorrido papal que disfruta del ambiente sin los excesos megalómanos del final de Princesa. Pasa cerca de Velintonia, donde reinó Aleixandre, de un Instituto de Secundaria que parece sacado de otro país, de varios colegios mayores, y sale por la avenida de la Moncloa al final de Reina Victoria, donde ya se siente el peso de Cuatro Caminos. Queda un poco de turismo escondido. La Agencia Tributaria y la sede central de la Guardia Civil contigua duplican control. Sobreviven unas cuantas aceras de bulevar asediadas de tráfico y un horroroso cabezón de Aleixandre en concordancia con el estilo capitalino. Más de una hora de camino y vuelta a la casilla de salida. El Circular ha cumplido, no sin cierta fatiga. Poco importa, el tráfico sigue. Madrid se ofrece como una ciudad redonda que nunca se acaba de despeinar del todo.