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El 10
El 10 es un autobús solitario. Nadie lo diría viéndolo en su cabecera de Cibeles o cuando pasa delante de la estación de Atocha. Su querencia se anuncia en Cavanilles, que recorre solo. Se acentúa al pasar a Vallecas y desviarse por la Avenida del Monte Igueldo. Sube por un estrecho camino que va cambiando de nombre: Martínez de la Riva, Monte Perdido, Arroyo del Olivar, Avenida de Palomeras. Una senda que cruza el caserío vallecano de Oeste a Este y que tiene su máxima expresión en su cabecera de la calle Sabrina: final de trayecto que no está en ninguna parte. Cerca de Madrid Sur, del Parque lineal de Palomeras y de la Estación del Pozo, pero en ninguna de ellas. El 10 allí aparcado aguanta lo justo. Daría pena verlo si no fuera porque tanta soledad junta compagina con la calle Puerto de Balbarán. Calle larga, de la que apenas nadie sabe que está llena de símbolos. Uno busca Balbarán en el Espasa de cien tomos y no sale. Con su nombre de Alto de La Farrapona, sin embargo, lo conocen los aficionados al ciclismo. Del lado asturiano de los límites con León, más allá de Babia. Lejos de cualquier sitio, pero cerca de los lugares en los que es posible la revelación y el encuentro con lo inopinado. Aunque en la obra de José Molina Blázquez Historia de las calles y lugares públicos de Vallecas, que prologó Luis Pastor, la calle Puerto de Balbarán no aparece, o quizá por eso mismo, el 10, que está solo y solitario al final de su trayecto, tiene una compañía invisible.
Pero volvamos a empezar. Tener la cabecera en Cibeles es un privilegio al alcance de dos autobuses. El 10 y el 34. El 10 es discreto y viaja a Palomeras. El 34 es oruga, compite a su manera con el 27, y reina en los Carabancheles recorriendo todo General Ricardos y llegando hasta las proximidades de ese barrio poscastizo llamado La Peseta.
Arrancar desde Cibeles significa un trato íntimo y diario con el Banco de España, que ofrece a los autobuses su lado más feo y su acera más sucia en los primeros compases del camino. Mucha gente se solidarizó con Tita cuando se abrazó a los árboles de la Fuente de Apolo. No cabe duda de que ese trozo del Paseo del Prado está desequilibrado. Es un río permanente de coches y una atmósfera oscura que sólo se aclara al llegar a Neptuno. Desde allí hasta Atocha, aunque el tráfico siga siendo infernal, hay más luz y a los que les haya gustado la exposición Campo Cerrado del Reina Sofía tienen su momento cuando el 10 pasa entre el actual edificio de Sanidad y el monumento a Eugenio D’Ors. Una “modernez” que se construyó para sede de los sindicatos franquistas y el monumento a quien se hizo un lío con la tradición y el plagio.
En Atocha el 10 gira hacia Vallecas y define su personalidad. Se abre a amplios horizontes presididos por la torre de Moneo con su elegante reloj y su horrendo anuncio de ADIF. Podemos imaginar que cuando se declare la estación bien de interés cultural los señores de Adif tendrán que retirar la publicidad de la torre o, de lo contrario, acabaremos teniendo anuncios en las catedrales y en los campanarios.
Curiosamente el 10 no coge Ciudad de Barcelona. Se desvía por Reina Cristina, Cavanilles y Doctor Esquerdo antes de volver a su camino natural. Cavanilles homenajea a quien fue Director del Botánico entre 1801 y 1804, justo antes del “colombiano” Zea. Está documentado que tuvo un negocio de contrabando de libros prohibidos con un librero parisino apellidado Fournier. Hay una estatua suya en el Real Jardín obra de José Pagniucci, discípulo de Ponzano. Es al tomar Cavanilles cuando el 10 da señales de su gusto por la soledad. Cavanilles es una calle singular. Es más ancha de lo normal, tiene poco tráfico y eso le hace parecer aún más espaciosa. Arranca de la fuente conocida como “de las gaviotas”. En realidad son cormoranes los que mueven sus alas con un sentido mecánico, que deja un poco en ridículo las pretensiones artísticas del artilugio. Arranca también del edificio Don Pelayo. Ese edificio blanco de la plaza Mariano de Cavia que se ve desde lejos porque le autorizaron a levantar más pisos de lo que hubiera sido normal. Allí hubo antes un concesionario de Vespa y siempre se dijo que Vespa y el marqués de Villaverde tuvieron sus cosas en tiempos remotos (Villaverde Estraperlea Sin Pagar Aduanas). El caso es que su sombra se extiende por la calle Cavanilles, por lo demás plácida excepto en el cruce con Abtao. Un grupo consonántico que se encuentra en obtuso u obtener, pero que alzándose entre dos aes resulta chocante. Al terminar Cavanilles el 10 se da de bruces con la biblioteca Pública de Retiro, lo que unido a su paso junto a la Biblioteca Pública de Vallecas, cuando el 10 recorre la calle Los extremeños, permite decir que, además de solitario, el 10 es un autobús ilustrado.
Vallecas es un mito de Madrid. Aunque no se incorporó administrativamente hasta 1950, funcionaba como un barrio desde mucho antes. Hoy en día hay dos Vallecas muy diferenciados. Son dos distritos. El Puente de Vallecas, que está limitado entre la M-30 y la M-40, y Villa de Vallecas, más allá de la M-40 y hasta Santa Eugenia. Puente de Vallecas es compacto, cuenta con más del doble de población que Villa de Vallecas, sobre un tercio de superficie, y tiene en el estadio del Rayo Vallecano su centro neurálgico. Villa de Vallecas mantiene el centro histórico, con la vieja iglesia restaurada, y los ensanches modernos algunos de ellos sin acabar de rematar. El 10 atraviesa el distrito Puente de Vallecas y termina en el límite de la M-40 y la vía del tren. La denominación Puente de Vallecas se debe al puente sobre el arroyo del Abroñigal que separaba Vallecas de Madrid y que en el siglo XVIII guapeó Pedro de Ribera. De aquello no queda nada. El puente lo forma hoy el paso en alto de la M-30, bajo el cual pasa el 10 para enfilar la cuesta arriba de la Avenida de la Albufera. El mito de barrio rebelde todavía resuena en algunos ámbitos.
Una vez en Vallecas el 10 abandona la Avenida de la Albufera, no sin antes pasar frente al Colegio Público José Calvo-Sotelo y el monumental asilo de ancianos de la Fundación Catalina Suárez. Gira por la Avenida del Monte Igueldo, conocida hasta 1952 como Avenida José Antonio. Una calle que, desde un paisaje antitético, nos recuerda a San Sebastián, con su bahía y un parque de atracciones de otros tiempos. También a manifestaciones del tardofranquismo, como se pudo ver en una reciente exposición de La Casa Encendida. Del Monte Igueldo se pasa a una calle dedicada a Isabel Martínez de la Riva. El pasajero curioso puede guglear y descubrir que se llamó calle de la Vía, por un ferrocarril yesero, y que la tal Isabel fue la esposa de Melquiades Biencinto, Alcalde de Vallecas cuando era municipio autónomo allá por el año 1899. En ese pequeño tramo el pasajero, no digamos el 10, tiene dos satisfacciones. Por su izquierda verá el bulevar de Vallecas, con su escultura a la abuela rockera. Pequeño pero interesante al producirse en un contexto tan compacto. Por la derecha puede ver el Mercado Puente de Vallecas, que fue inaugurado en 1950. Un mercado a la antigua, con gran ambiente y con una extraña fachada de tres puertas, cada una de ellas enmarcada en piedra. La cartelería de sus muros anuncia múltiples conciertos de bandas latinas.
La siguiente calle que toma el 10 se llama Monte Perdido y nos transporta a los Pirineos. La proliferación de montes y sierras en el callejero vallecano tiene su explicación. Madrid absorbe a principios de los años cincuenta varios municipios cercanos. La Comisión de Cultura, ante la necesidad de nombres nuevos, recurre a un reparto por temas. Chamartín recibirá nombres del reino vegetal, Carabanchel de aves, Vallecas de montes y sierras, Canillejas y Canillas de mitos, Villaverde de industrias y metales, Vicálvaro de literatura. El nomenclátor callejero de Madrid se llenó de curiosidades.
Después toma la calle Arroyo del Olivar. Una calle larga, más o menos paralela a la Avenida de la Albufera. De fuerte pendiente, las aguas del arroyo corrían hacia el Abroñigal hasta 1928, cuando fue canalizado y soterrado. El 10 sube y baja la calle y los pasajeros admiran la ropa tendida entre los bloques que levantó la Constructora Benéfica Asociación de Caridad, promovida en la posguerra por el padre del que fuera ministro Martín Artajo.
El 10 pasa junto al parque Azorín. También junto a la piscina municipal, que hace por no dejarse ver desde la calle, y junto al estadio del Rayo, del que se pueden ver algunos graderíos. El Rayo fue durante años el representante madrileño en la segunda división. Era popular una copla que decía: En el cielo manda Dios/en la tierra los gitanos/ y en segunda división/ manda el Rayo Vallecano. Eran tiempos de Felines. Luego el fútbol tuvo una vuelta de tuerca hacia el monocultivo con las televisiones privadas y los grandes grupos de comunicación. Los negocios se apoderaron de los palcos y Vallecas llevó lo suyo. El estadio sigue teniendo su momento de gloria todos los 31 de diciembre con la San Silvestre. Por las cercanías, la calle dedicada al Teniente Muñoz Díaz recuerda a un vecino de Vallecas muerto en la guerra de Sidi Ifni.
Un poco más allá su trayecto lleva al 10 a transitar las calles Buenos Aires, Neruda y Alberti, que componen una más que curiosa trilogía porque los dos poetas tuvieron una intensa relación con la ciudad. No es descabellado pensar que Buenos Aires les aportó algo del descaro que necesitaron para transitar por el olimpo intelectual de la guerra fría sin salir seriamente dañados. Buenos Aires fue y sigue siendo la gran urbe europea de América del Sur, a la manera que lo es Nueva York de la del norte. Alberti vivió allí una parte importante de su exilio hasta que se mudó a Roma a principios de los sesenta. Con motivo de los fastos del 92 se le organizó un viaje de vuelta con dos recitales en el teatro Cervantes a rebosar. En el primero cantaron Mercedes Sosa o Fito Páez. En el segundo, un viernes de finales de abril, el protagonista era él leyendo sus poemas y hubo que poner una pantalla gigante en el parque cercano porque no había sitio para tanto público. Quiso la casualidad que esa tarde la policía detuviera a Maradona en un piso, con dos hombres y varias bolsas de cocaína. El foco de interés cambió violentamente de lado.
Pablo Neruda fue cónsul en Buenos Aires. En la Biblioteca Nacional se conserva un libro, ejemplar único, que escribió allí, al alimón con Federico García Lorca. El libro se titula Paloma por dentro o sea la mano de vidrio. Su dedicatoria dice: “A nuestra extraordinaria amiga La Rubia, recuerdo y cariño de dos poetas insoportables”.
La Avenida de Neruda se une con la de Alberti a través de la calle Los extremeños. Nada que ver con los extremeños se tocan. Además de la Biblioteca Pública de Vallecas que dibujó en los noventa Luis Arranz, nos encontramos un llamativo edificio con un nombre imposible: Centro Estatal de Autonomía Personal y Ayudas Técnicas (CEAPAT). Allí se trabajan y regulan temas de accesibilidad.
La Avenida Rafael Alberti tiene un momento de titubeo, después de pasar junto al parque Campo de la Paloma, y se convierte en la calle Villalobos. En un contexto de grandes nombres un apellido común que no se sabe con certeza a quién se refiere. Algunos viejos del lugar creen recordar a un médico. Villalobos es larga y al final gira noventa grados para desembocar en Miguel Hernández. El 10 tiene varias paradas en la calle. Una de ellas frente a una pintada monumental que pone “La esquinita no se toca”, en referencia a un bar que lucha contra el desahucio y que todavía resiste el asedio.
Finalmente el 10, a orillas de la M-40, llega a la calle Puerto de Balbarán. Un collado que en 1916 mencionaba Mario Roso de Luna en Los tesoros de los lagos de Somiedo. Un libro que antecede e inspira a Gárgoris y Habidis. Roso, que se decía discípulo de madame Blavatsky, tuvo una relación episódica con el callejero. A su muerte en 1931 el ayuntamiento dio su nombre a la calle de Buen Suceso. La gloria le duró poco.
Para llegar a entender al 10, si es que fuera posible entender esas máquinas de precisión que nos llevan de un lado a otro de la ciudad con tanto rigor en sus caminos, se debe atender a que su última parada, su cabecera contraria a Cibeles, está a pocos metros de la intersección de tres calles de nombre cinematográfico: Sabrina (1954), Tristana (1970) y Novecento (1976). Audrey Hepburn, Catherine Deneuve, Dominique Sanda, Humphrey Bogart, Fernando Rey, Robert de Niro, Billy Wilder, Luis Buñuel, Bernardo Bertolucci. Invocar esos nueve nombres despierta memorias de todo tipo porque el cine vino a apoderarse de nuestra imaginación y ha cumplido con creces su destino. Hasta el punto de ocultar otras memorias como las de Jeanne Rucar, Memorias de una mujer sin piano, dictadas a finales de los ochenta y que describen a Luis Buñuel, su marido, como un desagradable psicópata.
El triángulo cinematográfico se inscribe en el triángulo geográfico que forman Madrid sur, la joya de la corona del urbanismo socialista, el Parque lineal de Palomeras, que sigue la linde de la M-40, y, por último, la Estación de El Pozo, tristemente célebre por los atentados del año catorce. Para entender esta última, hay que cruzar bajo las vías, visitar el monumento a las víctimas, granítico y sentimental, y, si se tiene tiempo, pasear bajo la pérgola de la Avenida del Padre Llanos que homenajea la mítica del Pozo del Tío Raimundo. Todo eso no es territorio del 10, es ya Entrevías, pero sus ecos son lo suficientemente poderosos para que se alteren los tesoros del collado de Balbarán, el smoking blanco de Bogart, la fría belleza de Dominique Sanda y hasta el furioso deseo de Don Lope por esa improbable españolita rubia que encarnó Catherine Deneuve.
El 10 a lo tonto desata tormentas. Nadie lo diría viéndole triste, solitario y final en su cabecera junto a un descampado, en los límites del distrito de Puente de Vallecas.
De arriba abajo, acuarela de Asís Cabrero de su Casa Sindical de Madrid, ahora Ministerio de Sanidad; vista desde el Cerro del Tío Pío, por Olga Berrios; edificio en Vallecas, por Metro Centric; concentración de vecinos en la puerta del bar La esquinita para evitar el desahucio, foto de Vallekas16; parque lineal de Palomeras nevado, fotografiado por Bob Fisher.
El 10
El 10 es un autobús solitario. Nadie lo diría viéndolo en su cabecera de Cibeles o cuando pasa delante de la estación de Atocha. Su querencia se anuncia en Cavanilles, que recorre solo. Se acentúa al pasar a Vallecas y desviarse por la Avenida del Monte Igueldo. Sube por un estrecho camino que va cambiando de nombre: Martínez de la Riva, Monte Perdido, Arroyo del Olivar, Avenida de Palomeras. Una senda que cruza el caserío vallecano de Oeste a Este y que tiene su máxima expresión en su cabecera de la calle Sabrina: final de trayecto que no está en ninguna parte. Cerca de Madrid Sur, del Parque lineal de Palomeras y de la Estación del Pozo, pero en ninguna de ellas. El 10 allí aparcado aguanta lo justo. Daría pena verlo si no fuera porque tanta soledad junta compagina con la calle Puerto de Balbarán. Calle larga, de la que apenas nadie sabe que está llena de símbolos. Uno busca Balbarán en el Espasa de cien tomos y no sale. Con su nombre de Alto de La Farrapona, sin embargo, lo conocen los aficionados al ciclismo. Del lado asturiano de los límites con León, más allá de Babia. Lejos de cualquier sitio, pero cerca de los lugares en los que es posible la revelación y el encuentro con lo inopinado. Aunque en la obra de José Molina Blázquez Historia de las calles y lugares públicos de Vallecas, que prologó Luis Pastor, la calle Puerto de Balbarán no aparece, o quizá por eso mismo, el 10, que está solo y solitario al final de su trayecto, tiene una compañía invisible.
Pero volvamos a empezar. Tener la cabecera en Cibeles es un privilegio al alcance de dos autobuses. El 10 y el 34. El 10 es discreto y viaja a Palomeras. El 34 es oruga, compite a su manera con el 27, y reina en los Carabancheles recorriendo todo General Ricardos y llegando hasta las proximidades de ese barrio poscastizo llamado La Peseta.
Arrancar desde Cibeles significa un trato íntimo y diario con el Banco de España, que ofrece a los autobuses su lado más feo y su acera más sucia en los primeros compases del camino. Mucha gente se solidarizó con Tita cuando se abrazó a los árboles de la Fuente de Apolo. No cabe duda de que ese trozo del Paseo del Prado está desequilibrado. Es un río permanente de coches y una atmósfera oscura que sólo se aclara al llegar a Neptuno. Desde allí hasta Atocha, aunque el tráfico siga siendo infernal, hay más luz y a los que les haya gustado la exposición Campo Cerrado del Reina Sofía tienen su momento cuando el 10 pasa entre el actual edificio de Sanidad y el monumento a Eugenio D’Ors. Una “modernez” que se construyó para sede de los sindicatos franquistas y el monumento a quien se hizo un lío con la tradición y el plagio.
En Atocha el 10 gira hacia Vallecas y define su personalidad. Se abre a amplios horizontes presididos por la torre de Moneo con su elegante reloj y su horrendo anuncio de ADIF. Podemos imaginar que cuando se declare la estación bien de interés cultural los señores de Adif tendrán que retirar la publicidad de la torre o, de lo contrario, acabaremos teniendo anuncios en las catedrales y en los campanarios.
Curiosamente el 10 no coge Ciudad de Barcelona. Se desvía por Reina Cristina, Cavanilles y Doctor Esquerdo antes de volver a su camino natural. Cavanilles homenajea a quien fue Director del Botánico entre 1801 y 1804, justo antes del “colombiano” Zea. Está documentado que tuvo un negocio de contrabando de libros prohibidos con un librero parisino apellidado Fournier. Hay una estatua suya en el Real Jardín obra de José Pagniucci, discípulo de Ponzano. Es al tomar Cavanilles cuando el 10 da señales de su gusto por la soledad. Cavanilles es una calle singular. Es más ancha de lo normal, tiene poco tráfico y eso le hace parecer aún más espaciosa. Arranca de la fuente conocida como “de las gaviotas”. En realidad son cormoranes los que mueven sus alas con un sentido mecánico, que deja un poco en ridículo las pretensiones artísticas del artilugio. Arranca también del edificio Don Pelayo. Ese edificio blanco de la plaza Mariano de Cavia que se ve desde lejos porque le autorizaron a levantar más pisos de lo que hubiera sido normal. Allí hubo antes un concesionario de Vespa y siempre se dijo que Vespa y el marqués de Villaverde tuvieron sus cosas en tiempos remotos (Villaverde Estraperlea Sin Pagar Aduanas). El caso es que su sombra se extiende por la calle Cavanilles, por lo demás plácida excepto en el cruce con Abtao. Un grupo consonántico que se encuentra en obtuso u obtener, pero que alzándose entre dos aes resulta chocante. Al terminar Cavanilles el 10 se da de bruces con la biblioteca Pública de Retiro, lo que unido a su paso junto a la Biblioteca Pública de Vallecas, cuando el 10 recorre la calle Los extremeños, permite decir que, además de solitario, el 10 es un autobús ilustrado.
Vallecas es un mito de Madrid. Aunque no se incorporó administrativamente hasta 1950, funcionaba como un barrio desde mucho antes. Hoy en día hay dos Vallecas muy diferenciados. Son dos distritos. El Puente de Vallecas, que está limitado entre la M-30 y la M-40, y Villa de Vallecas, más allá de la M-40 y hasta Santa Eugenia. Puente de Vallecas es compacto, cuenta con más del doble de población que Villa de Vallecas, sobre un tercio de superficie, y tiene en el estadio del Rayo Vallecano su centro neurálgico. Villa de Vallecas mantiene el centro histórico, con la vieja iglesia restaurada, y los ensanches modernos algunos de ellos sin acabar de rematar. El 10 atraviesa el distrito Puente de Vallecas y termina en el límite de la M-40 y la vía del tren. La denominación Puente de Vallecas se debe al puente sobre el arroyo del Abroñigal que separaba Vallecas de Madrid y que en el siglo XVIII guapeó Pedro de Ribera. De aquello no queda nada. El puente lo forma hoy el paso en alto de la M-30, bajo el cual pasa el 10 para enfilar la cuesta arriba de la Avenida de la Albufera. El mito de barrio rebelde todavía resuena en algunos ámbitos.
Una vez en Vallecas el 10 abandona la Avenida de la Albufera, no sin antes pasar frente al Colegio Público José Calvo-Sotelo y el monumental asilo de ancianos de la Fundación Catalina Suárez. Gira por la Avenida del Monte Igueldo, conocida hasta 1952 como Avenida José Antonio. Una calle que, desde un paisaje antitético, nos recuerda a San Sebastián, con su bahía y un parque de atracciones de otros tiempos. También a manifestaciones del tardofranquismo, como se pudo ver en una reciente exposición de La Casa Encendida. Del Monte Igueldo se pasa a una calle dedicada a Isabel Martínez de la Riva. El pasajero curioso puede guglear y descubrir que se llamó calle de la Vía, por un ferrocarril yesero, y que la tal Isabel fue la esposa de Melquiades Biencinto, Alcalde de Vallecas cuando era municipio autónomo allá por el año 1899. En ese pequeño tramo el pasajero, no digamos el 10, tiene dos satisfacciones. Por su izquierda verá el bulevar de Vallecas, con su escultura a la abuela rockera. Pequeño pero interesante al producirse en un contexto tan compacto. Por la derecha puede ver el Mercado Puente de Vallecas, que fue inaugurado en 1950. Un mercado a la antigua, con gran ambiente y con una extraña fachada de tres puertas, cada una de ellas enmarcada en piedra. La cartelería de sus muros anuncia múltiples conciertos de bandas latinas.
La siguiente calle que toma el 10 se llama Monte Perdido y nos transporta a los Pirineos. La proliferación de montes y sierras en el callejero vallecano tiene su explicación. Madrid absorbe a principios de los años cincuenta varios municipios cercanos. La Comisión de Cultura, ante la necesidad de nombres nuevos, recurre a un reparto por temas. Chamartín recibirá nombres del reino vegetal, Carabanchel de aves, Vallecas de montes y sierras, Canillejas y Canillas de mitos, Villaverde de industrias y metales, Vicálvaro de literatura. El nomenclátor callejero de Madrid se llenó de curiosidades.
Después toma la calle Arroyo del Olivar. Una calle larga, más o menos paralela a la Avenida de la Albufera. De fuerte pendiente, las aguas del arroyo corrían hacia el Abroñigal hasta 1928, cuando fue canalizado y soterrado. El 10 sube y baja la calle y los pasajeros admiran la ropa tendida entre los bloques que levantó la Constructora Benéfica Asociación de Caridad, promovida en la posguerra por el padre del que fuera ministro Martín Artajo.
El 10 pasa junto al parque Azorín. También junto a la piscina municipal, que hace por no dejarse ver desde la calle, y junto al estadio del Rayo, del que se pueden ver algunos graderíos. El Rayo fue durante años el representante madrileño en la segunda división. Era popular una copla que decía: En el cielo manda Dios/en la tierra los gitanos/ y en segunda división/ manda el Rayo Vallecano. Eran tiempos de Felines. Luego el fútbol tuvo una vuelta de tuerca hacia el monocultivo con las televisiones privadas y los grandes grupos de comunicación. Los negocios se apoderaron de los palcos y Vallecas llevó lo suyo. El estadio sigue teniendo su momento de gloria todos los 31 de diciembre con la San Silvestre. Por las cercanías, la calle dedicada al Teniente Muñoz Díaz recuerda a un vecino de Vallecas muerto en la guerra de Sidi Ifni.
Un poco más allá su trayecto lleva al 10 a transitar las calles Buenos Aires, Neruda y Alberti, que componen una más que curiosa trilogía porque los dos poetas tuvieron una intensa relación con la ciudad. No es descabellado pensar que Buenos Aires les aportó algo del descaro que necesitaron para transitar por el olimpo intelectual de la guerra fría sin salir seriamente dañados. Buenos Aires fue y sigue siendo la gran urbe europea de América del Sur, a la manera que lo es Nueva York de la del norte. Alberti vivió allí una parte importante de su exilio hasta que se mudó a Roma a principios de los sesenta. Con motivo de los fastos del 92 se le organizó un viaje de vuelta con dos recitales en el teatro Cervantes a rebosar. En el primero cantaron Mercedes Sosa o Fito Páez. En el segundo, un viernes de finales de abril, el protagonista era él leyendo sus poemas y hubo que poner una pantalla gigante en el parque cercano porque no había sitio para tanto público. Quiso la casualidad que esa tarde la policía detuviera a Maradona en un piso, con dos hombres y varias bolsas de cocaína. El foco de interés cambió violentamente de lado.
Pablo Neruda fue cónsul en Buenos Aires. En la Biblioteca Nacional se conserva un libro, ejemplar único, que escribió allí, al alimón con Federico García Lorca. El libro se titula Paloma por dentro o sea la mano de vidrio. Su dedicatoria dice: “A nuestra extraordinaria amiga La Rubia, recuerdo y cariño de dos poetas insoportables”.
La Avenida de Neruda se une con la de Alberti a través de la calle Los extremeños. Nada que ver con los extremeños se tocan. Además de la Biblioteca Pública de Vallecas que dibujó en los noventa Luis Arranz, nos encontramos un llamativo edificio con un nombre imposible: Centro Estatal de Autonomía Personal y Ayudas Técnicas (CEAPAT). Allí se trabajan y regulan temas de accesibilidad.
La Avenida Rafael Alberti tiene un momento de titubeo, después de pasar junto al parque Campo de la Paloma, y se convierte en la calle Villalobos. En un contexto de grandes nombres un apellido común que no se sabe con certeza a quién se refiere. Algunos viejos del lugar creen recordar a un médico. Villalobos es larga y al final gira noventa grados para desembocar en Miguel Hernández. El 10 tiene varias paradas en la calle. Una de ellas frente a una pintada monumental que pone “La esquinita no se toca”, en referencia a un bar que lucha contra el desahucio y que todavía resiste el asedio.
Finalmente el 10, a orillas de la M-40, llega a la calle Puerto de Balbarán. Un collado que en 1916 mencionaba Mario Roso de Luna en Los tesoros de los lagos de Somiedo. Un libro que antecede e inspira a Gárgoris y Habidis. Roso, que se decía discípulo de madame Blavatsky, tuvo una relación episódica con el callejero. A su muerte en 1931 el ayuntamiento dio su nombre a la calle de Buen Suceso. La gloria le duró poco.
Para llegar a entender al 10, si es que fuera posible entender esas máquinas de precisión que nos llevan de un lado a otro de la ciudad con tanto rigor en sus caminos, se debe atender a que su última parada, su cabecera contraria a Cibeles, está a pocos metros de la intersección de tres calles de nombre cinematográfico: Sabrina (1954), Tristana (1970) y Novecento (1976). Audrey Hepburn, Catherine Deneuve, Dominique Sanda, Humphrey Bogart, Fernando Rey, Robert de Niro, Billy Wilder, Luis Buñuel, Bernardo Bertolucci. Invocar esos nueve nombres despierta memorias de todo tipo porque el cine vino a apoderarse de nuestra imaginación y ha cumplido con creces su destino. Hasta el punto de ocultar otras memorias como las de Jeanne Rucar, Memorias de una mujer sin piano, dictadas a finales de los ochenta y que describen a Luis Buñuel, su marido, como un desagradable psicópata.
El triángulo cinematográfico se inscribe en el triángulo geográfico que forman Madrid sur, la joya de la corona del urbanismo socialista, el Parque lineal de Palomeras, que sigue la linde de la M-40, y, por último, la Estación de El Pozo, tristemente célebre por los atentados del año catorce. Para entender esta última, hay que cruzar bajo las vías, visitar el monumento a las víctimas, granítico y sentimental, y, si se tiene tiempo, pasear bajo la pérgola de la Avenida del Padre Llanos que homenajea la mítica del Pozo del Tío Raimundo. Todo eso no es territorio del 10, es ya Entrevías, pero sus ecos son lo suficientemente poderosos para que se alteren los tesoros del collado de Balbarán, el smoking blanco de Bogart, la fría belleza de Dominique Sanda y hasta el furioso deseo de Don Lope por esa improbable españolita rubia que encarnó Catherine Deneuve.
El 10 a lo tonto desata tormentas. Nadie lo diría viéndole triste, solitario y final en su cabecera junto a un descampado, en los límites del distrito de Puente de Vallecas.
De arriba abajo, acuarela de Asís Cabrero de su Casa Sindical de Madrid, ahora Ministerio de Sanidad; vista desde el Cerro del Tío Pío, por Olga Berrios; edificio en Vallecas, por Metro Centric; concentración de vecinos en la puerta del bar La esquinita para evitar el desahucio, foto de Vallekas16; parque lineal de Palomeras nevado, fotografiado por Bob Fisher.