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El 26
El 26 descansa frente al Hospital de la Princesa. Con los intermitentes puestos espera unos minutos aparcado en Conde de Peñalver antes de girar por Francisco Silvela. En el otro extremo de la línea, aunque la versión oficial dice que termina en Tirso de Molina, el punto de retorno no es tan claro. La plaza de Jacinto Benavente podría reivindicar la misma cosa. El 26 conecta un extremo del barrio de Salamanca, donde recibe los aires populares de la Guindalera, con el corazón del Madrid castizo. Un autobús para ir al Rastro, a Lavapiés, a la antigua plaza del Progreso donde tuvo estatua Mendizábal y ahora está Tirso con una iconografía de Giordano Bruno madrileño.
Madrid está siempre partido por los nombres propios. Conde de Peñalver fue un alcalde en cuyo mandato se abrió el primer tramo de la Gran Vía. Nadie recuerda otra cosa de él excepto que su nombre vino a superponerse al de Torrijos, célebre general fusilado en las playas de Málaga y en las salas del Museo del Prado. Nadie se acordaría de Torrijos, sino fuera por el mercado de la calle Hermosilla que sigue llevando su nombre, aunque lo hayan reformado sin piedad ni gusto. El mercado de Torrijos se parecía a la Boquería de Barcelona, que ahora todos elogian. El mercado de Torrijos, que se puede visitar, tiene escaleras mecánicas y luces de neón, con lo que se queda a mitad de camino entre El Corte Inglés y la galería comercial de barrio. Sin asomo de calidez, no digamos de calidad, y con la sospecha de que el único interés que ha movido la operación pasa por la caja.
Pero estábamos con el 26 en la parte alta de Torrijos, digo de Conde de Peñalver, descansando frente al hospital de la Princesa, que es una construcción de cuando los hospitales se situaban en los límites de la ciudad. El 26 arranca, dobla la esquina del Burger King, renuncia a atajar por la calle Alcántara, una de las más frondosas en verano, y gira de nuevo en Juan Bravo para volver a la calle de inicio. La Fundación de Fausta Elorz es un edificio misterioso. Una fundación para asistir a ancianas pobres, sin apenas movimiento, en uno de los mejores lugares de Madrid. A su lado el colegio Calasancio. Ambos fueron cárcel de Porlier. Del colegio sale en procesión en semana santa la cofradía del Divino Cautivo, que es la única procesión del barrio de Salamanca. Música de cornetas, tambores y silencio en una calle dominada habitualmente por el tráfico. Entre la Fundación y el colegio sobrevuela el fantasma de Miguel Hernández, que estuvo preso allí y tiene una pequeña placa en el muro de la Fundación, ya cerca de Juan Bravo. Poesía y muerte con aires de Torrijos.
En el siguiente tramo de acera, entre Lista y Don Ramón, lo más destacado es la iglesia de los dominicos. Era una iglesia neogótica tirando a fea y con unos espacios compartimentados, llenos de imágenes y luz amarilla. Los dominicos de finales de los sesenta y principios de los setenta tuvieron su momento loco, entre progre y especulador, y la tiraron. Una parte del solar la dedicaron a pisos, oficinas y comercios, donde está ahora el consulado de Cuba y se forman colas para los visados. La otra parte la reservaron para iglesia. El proyecto es de un brutalismo sin concesiones que, en lo que respecta a la iglesia, impuso a un colectivo de beatas de edad avanzada un espacio diáfano gigantesco con el cemento dominando la vista.
Entre Don Ramón y Hermosilla estuvo la escuela de ingenieros de telecomunicaciones donde hoy está Correos y un par de complejos industriales de poca monta y ladrillo visto donde hoy está Zara. En ese pequeño tramo hay tres quioscos de prensa, prósperos a pesar o por causa de esa misma densidad. En épocas de carbonerías, que también vendían hielo, hubo dos puntos imposibles de reconstruir. La pastelería Biarritz, que vendía unos suizos y unos bizcochos de soletilla insuperables, y las Bodegas de La Ardosa, con un mostrador para despachar bebidas y una barra de bar. Tenía un ambientazo que era como un mar de fondo en el que sumergirse. Sus camareros eran héroes. Dejaban los relojes enroscados en los cuellos de las botellas, y entre los parroquianos a la hora del aperitivo estaba el gran Tip, que venía haciendo la ronda desde la calle Padilla.
De Hermosilla en su cruce con Torrijos se puede contar bastante. Aguas abajo por la vida que transmite el mercado y el comercio asociado. Aguas arriba por la enormidad del cine Salamanca y por El Avión, que fue un espacio de pipas y gin tonics donde espontáneos del barrio cantaban coplas o Louis Armstrong, según les diera entrada Don César, un pianista cojo que tocaba impasible jazz y españoladas en aquel local que debió tener su pasado antes de que los noctámbulos del tardofranquismo lo tomaran al asalto.
El cruce de Alcalá y Goya es el siguiente punto clave del 26, que viene muy poco a poco, parando cada dos aceras. Los semáforos de este cruce son un ejemplo de aprovechamiento y de peligros. Los peatones se lanzan y repliegan con mayor o con menor prudencia porque hay determinados casos en que el tráfico se interrumpe en una dirección y no en otra. Los peatones menos expertos no lo saben. Al autobús esos problemas de los peatones le importarían poco, si no fuera porque son su paisaje y su preocupación. Cuando se pasa el cruce y se entra en Narváez el cambio es casi imperceptible. Los magnetismos cambiantes de El Corte Inglés y Galerías Preciados, que ya hace mucho que se unificaron, dejan paso a las curvas modernistas, de finales de los cincuenta, del Palacio de los Deportes. Un templo donde sucedían cosas decisivas como los combates de boxeo de Folledo, Legrá o Carrasco, las pruebas ciclistas de seis días con Bahamontes, Perurena o grandes sprinters belgas u holandeses, los partidos de balonmano del Atlético de Madrid y algunas jornadas de lucha libre americana cuando dejaron de celebrarse en el campo del Gas. La cubierta del Palacio siempre fue estupenda, pero mucho más después de ver Un trabajo en Italia, una película inglesa protagonizada por Michael Caine y tres Minis que huían por la cubierta del Palacio de los Deportes de Turín perseguidos por tres Fiat. El Palacio se quemó y se hizo nuevo. Quizá para evitar que alguien pusiera a circular coches por su tejado.
La calle Narváez le pertenece al General y a su ambiente acomodado. Llega a su culmen en el cruce con O’Donnell que, como se puede apreciar, era rival en lo superficial pero convergente en lo profundo. El 26 no se inmuta. Cada calle trae su historia e Ibiza se ofrece para acercarse a Menéndez Pelayo y bordear el Retiro camino de Atocha. Los autobuses que recorren los límites del Retiro suelen ser afortunados y el 26 lo es mientras va bajando hacia la plaza de Mariano de Cavia. Es un Madrid luminoso y aireado que dependiendo de la estación y el clima puede ser más o menos del gusto del pasajero. El Retiro apenas falla excepto en esa extraña puerta dedicada a Dante con un mural metálico de un escultor italiano que nadie ha podido explicar. ¡Qué extraña conexión se activó a finales de los sesenta para traer esa obra a Madrid! En Mariano de Cavia se gira a la derecha y el Retiro desaparece aunque se intuye. El 26 pasa frente al Panteón de Hombres Ilustres, que es el monumento menos conocido de Madrid y que Patrimonio trata con descuido. Contrapunto italianizante de San Manuel y San Benito, cada uno a un lado del Retiro y obra del mismo arquitecto, Arbós y Tremanti, que levantó también La Casa Encendida. En el Panteón destaca el campanile, que conversa con la torre que le puso Moneo a la estación de Atocha y que Adif usa de almacén y de soporte publicitario. También el cuidado jardín y los monumentos funerarios que incluyen una estatua de la libertad de Ponzano. Allí reposan Cánovas y Sagasta, pero también Ríos Rosas, Dato y un grupo de liberales de la primera mitad del diecinueve como Mendizábal, Calatrava o Argüelles. Un proyecto masónico que no se culminó. Paredaño de un colegio de curas y con la vecindad de una Virgen de Atocha, que fue importante y hoy duerme olvidada, aunque Felipe y Letizia se desplazaron a saludarla aquel día lluvioso de su enlace. Junto al colegio, en el parquecito que forman Ciudad de Barcelona y Reina Cristina, un monumento a los que lucharon contra Estados Unidos en el 98. Una perla histórica ahora que somos aliados. Perla a la que se le presta poca atención porque el arreglo de la Estación de Atocha y otros acontecimientos han generado un cruce de caminos e influencias del que ni el 26 ni nadie puede salir indemne. Por la derecha vuelve a aparecer el Retiro, el templo romano del Museo de Antropología y los efluvios de la casa de Ramón y Cajal. Por la izquierda se incorpora Ciudad de Barcelona, que trae memorias de cuarteles y tráfico de Vallecas. Para enredar, una gasolinera con el emblema de REPSOL se ha mantenido en el centro de la calzada desafiando cualquier lógica comunitaria. La estación de Moneo une majestuosamente la modernidad de la bóveda del diecinueve con los nuevos edificios del veinte a la vez que enmarca la apertura de vistas hacia el sur, hacia el mar de la llanura manchega. En la rotonda, el cilindro de cristal, feo y atolondrado, nos recuerda aquella mañana en que salió más gente que nunca de la estación en un extraño silencio. Y además el AVE. Puerta de Atocha, porque cuesta decir puerto y en el Madrid contemporáneo el único puerto verdadero con mercancías y pasajeros es el puerto aéreo de Barajas. Demasiadas cosas en juego. Sin contar el Observatorio ni el antiguo Instituto Cajal, que ven la escena desde lo alto y refuerzan la mezcla con ciencia e historia. Demasiadas cosas y un tráfico inmenso frente a la nueva entrada de la estación. El arreglo de Moneo, espléndido arquitectónicamente, ha generado un vacío en el telón que da a Atocha y un exceso de energías en este cruce de calles. Quizá por eso hay algo incómodo en la parada del 26 junto al Ministerio de Agricultura. No es sólo que el edificio de enfrente, el gran espacio de la antigua estación, esté lejos. Es que mira hacia otra parte, no se relaciona y Agricultura queda sola sin nadie que le dé réplica.
El autobús cruza la Castellana lleno de mensajes. Pasar por la estación sigue estando cargado de presagios por mucho que los Aves a Sevilla o a Barcelona generen también esperanzas. La calle Atocha es otro ambiente. Más populachero a pesar del Reina y de que quitaron el intercambiador de autobuses de su puerta. El McDonald’s y los bocadillos de calamares conviven al lado de la superdiscoteca que fue antes cine San Carlos. El autobús empieza a subir la cuesta y los comercios aparentan mediocridad. Hasta la antigua facultad de Medicina parece poca cosa si no se mete uno dentro. Además la calle es de subida para todos y de bajada sólo para autobuses y eso acentúa la sensación de que no hay sitio. De que Atocha es una calle sucia y desordenada. En Antón Martín una escultura fea, que copia un cuadro hermoso, también nos habla de asesinatos políticos frente al horrendo teatro Monumental, donde en tiempos hubo buenos conciertos. Los aires de Lavapiés se cruzan con los de la plaza de Santa Ana y el 26 inicia un circuito que arranca por la calle Atocha y le devuelve al mismo punto por la calle Magdalena. Un circuito incómodo en el que el teatro Calderón se ha convertido en una marca de helados, aumentando si cabe el desorden general de la plaza de Benavente y en el que Tirso de Molina ha compartimentado su zona ajardinada.
Cuando el 26 se instala en el intercambiador de Benavente, en el que también se detienen muchos otros autobuses, se expone a diferentes fuerzas. La de la calle Carretas, que comunica con Sol, y la que viene con tráfico continuo por la calle del Doctor Cortezo. De allí vienen la Casa de Granada, el Frontón Madrid hoy convertido en hotel, el cine Ideal que rivalizó con el Carretas y una iglesita que abre poco, la de Ave María, que según las guías es el único resto del convento de Trinitarios que albergó, cuando la Desamortización, el Museo de la Trinidad.
Cuesta creer que Madrid algún día sea capaz de ordenar su centro. Tendrá que expulsar a los coches en vez de invitarlos a entrar. El viejo casco histórico se resiente y parece que los humos de autobuses camiones y utilitarios se han pegado a los edificios y todos tienen una telilla negra sobre su superficie. Además las aceras insuficientes convierten espacios como la calle Magdalena en callejuelas lúgubres por mucho que hospeden palacios. El 26 fue inmortalizado en una película de Almodóvar en la que circulaba por el centro de Madrid. El 26, que es dos veces trece en una ciudad que no tiene autobús con ese número. En la plaza de Tirso de Molina el 26 carga el aire del vecino Rastro y de la calle de Mesón de Paredes para volverse a barrios más despejados, hacia el Retiro y el racionalismo cuadriculado del ensanche. El 26 como un hilo en el que se van enganchando cuentas de muy distintos colores. Los colores de Madrid.
Josefina Manresa en agosto de 1936, meses antes de casarse con Miguel Hernández. Fotografía cedida por su familia y conservada en la Biblioteca Nacional.
Fotograma de la película The Italian Job (Peter Collinson, 1969).
Asamblea en la plaza de Jacinto de Benavente en mayo de 2011, fotografiada por Marcos de Madariaga.
El 26
El 26 descansa frente al Hospital de la Princesa. Con los intermitentes puestos espera unos minutos aparcado en Conde de Peñalver antes de girar por Francisco Silvela. En el otro extremo de la línea, aunque la versión oficial dice que termina en Tirso de Molina, el punto de retorno no es tan claro. La plaza de Jacinto Benavente podría reivindicar la misma cosa. El 26 conecta un extremo del barrio de Salamanca, donde recibe los aires populares de la Guindalera, con el corazón del Madrid castizo. Un autobús para ir al Rastro, a Lavapiés, a la antigua plaza del Progreso donde tuvo estatua Mendizábal y ahora está Tirso con una iconografía de Giordano Bruno madrileño.
Madrid está siempre partido por los nombres propios. Conde de Peñalver fue un alcalde en cuyo mandato se abrió el primer tramo de la Gran Vía. Nadie recuerda otra cosa de él excepto que su nombre vino a superponerse al de Torrijos, célebre general fusilado en las playas de Málaga y en las salas del Museo del Prado. Nadie se acordaría de Torrijos, sino fuera por el mercado de la calle Hermosilla que sigue llevando su nombre, aunque lo hayan reformado sin piedad ni gusto. El mercado de Torrijos se parecía a la Boquería de Barcelona, que ahora todos elogian. El mercado de Torrijos, que se puede visitar, tiene escaleras mecánicas y luces de neón, con lo que se queda a mitad de camino entre El Corte Inglés y la galería comercial de barrio. Sin asomo de calidez, no digamos de calidad, y con la sospecha de que el único interés que ha movido la operación pasa por la caja.
Pero estábamos con el 26 en la parte alta de Torrijos, digo de Conde de Peñalver, descansando frente al hospital de la Princesa, que es una construcción de cuando los hospitales se situaban en los límites de la ciudad. El 26 arranca, dobla la esquina del Burger King, renuncia a atajar por la calle Alcántara, una de las más frondosas en verano, y gira de nuevo en Juan Bravo para volver a la calle de inicio. La Fundación de Fausta Elorz es un edificio misterioso. Una fundación para asistir a ancianas pobres, sin apenas movimiento, en uno de los mejores lugares de Madrid. A su lado el colegio Calasancio. Ambos fueron cárcel de Porlier. Del colegio sale en procesión en semana santa la cofradía del Divino Cautivo, que es la única procesión del barrio de Salamanca. Música de cornetas, tambores y silencio en una calle dominada habitualmente por el tráfico. Entre la Fundación y el colegio sobrevuela el fantasma de Miguel Hernández, que estuvo preso allí y tiene una pequeña placa en el muro de la Fundación, ya cerca de Juan Bravo. Poesía y muerte con aires de Torrijos.
En el siguiente tramo de acera, entre Lista y Don Ramón, lo más destacado es la iglesia de los dominicos. Era una iglesia neogótica tirando a fea y con unos espacios compartimentados, llenos de imágenes y luz amarilla. Los dominicos de finales de los sesenta y principios de los setenta tuvieron su momento loco, entre progre y especulador, y la tiraron. Una parte del solar la dedicaron a pisos, oficinas y comercios, donde está ahora el consulado de Cuba y se forman colas para los visados. La otra parte la reservaron para iglesia. El proyecto es de un brutalismo sin concesiones que, en lo que respecta a la iglesia, impuso a un colectivo de beatas de edad avanzada un espacio diáfano gigantesco con el cemento dominando la vista.
Entre Don Ramón y Hermosilla estuvo la escuela de ingenieros de telecomunicaciones donde hoy está Correos y un par de complejos industriales de poca monta y ladrillo visto donde hoy está Zara. En ese pequeño tramo hay tres quioscos de prensa, prósperos a pesar o por causa de esa misma densidad. En épocas de carbonerías, que también vendían hielo, hubo dos puntos imposibles de reconstruir. La pastelería Biarritz, que vendía unos suizos y unos bizcochos de soletilla insuperables, y las Bodegas de La Ardosa, con un mostrador para despachar bebidas y una barra de bar. Tenía un ambientazo que era como un mar de fondo en el que sumergirse. Sus camareros eran héroes. Dejaban los relojes enroscados en los cuellos de las botellas, y entre los parroquianos a la hora del aperitivo estaba el gran Tip, que venía haciendo la ronda desde la calle Padilla.
De Hermosilla en su cruce con Torrijos se puede contar bastante. Aguas abajo por la vida que transmite el mercado y el comercio asociado. Aguas arriba por la enormidad del cine Salamanca y por El Avión, que fue un espacio de pipas y gin tonics donde espontáneos del barrio cantaban coplas o Louis Armstrong, según les diera entrada Don César, un pianista cojo que tocaba impasible jazz y españoladas en aquel local que debió tener su pasado antes de que los noctámbulos del tardofranquismo lo tomaran al asalto.
El cruce de Alcalá y Goya es el siguiente punto clave del 26, que viene muy poco a poco, parando cada dos aceras. Los semáforos de este cruce son un ejemplo de aprovechamiento y de peligros. Los peatones se lanzan y repliegan con mayor o con menor prudencia porque hay determinados casos en que el tráfico se interrumpe en una dirección y no en otra. Los peatones menos expertos no lo saben. Al autobús esos problemas de los peatones le importarían poco, si no fuera porque son su paisaje y su preocupación. Cuando se pasa el cruce y se entra en Narváez el cambio es casi imperceptible. Los magnetismos cambiantes de El Corte Inglés y Galerías Preciados, que ya hace mucho que se unificaron, dejan paso a las curvas modernistas, de finales de los cincuenta, del Palacio de los Deportes. Un templo donde sucedían cosas decisivas como los combates de boxeo de Folledo, Legrá o Carrasco, las pruebas ciclistas de seis días con Bahamontes, Perurena o grandes sprinters belgas u holandeses, los partidos de balonmano del Atlético de Madrid y algunas jornadas de lucha libre americana cuando dejaron de celebrarse en el campo del Gas. La cubierta del Palacio siempre fue estupenda, pero mucho más después de ver Un trabajo en Italia, una película inglesa protagonizada por Michael Caine y tres Minis que huían por la cubierta del Palacio de los Deportes de Turín perseguidos por tres Fiat. El Palacio se quemó y se hizo nuevo. Quizá para evitar que alguien pusiera a circular coches por su tejado.
La calle Narváez le pertenece al General y a su ambiente acomodado. Llega a su culmen en el cruce con O’Donnell que, como se puede apreciar, era rival en lo superficial pero convergente en lo profundo. El 26 no se inmuta. Cada calle trae su historia e Ibiza se ofrece para acercarse a Menéndez Pelayo y bordear el Retiro camino de Atocha. Los autobuses que recorren los límites del Retiro suelen ser afortunados y el 26 lo es mientras va bajando hacia la plaza de Mariano de Cavia. Es un Madrid luminoso y aireado que dependiendo de la estación y el clima puede ser más o menos del gusto del pasajero. El Retiro apenas falla excepto en esa extraña puerta dedicada a Dante con un mural metálico de un escultor italiano que nadie ha podido explicar. ¡Qué extraña conexión se activó a finales de los sesenta para traer esa obra a Madrid! En Mariano de Cavia se gira a la derecha y el Retiro desaparece aunque se intuye. El 26 pasa frente al Panteón de Hombres Ilustres, que es el monumento menos conocido de Madrid y que Patrimonio trata con descuido. Contrapunto italianizante de San Manuel y San Benito, cada uno a un lado del Retiro y obra del mismo arquitecto, Arbós y Tremanti, que levantó también La Casa Encendida. En el Panteón destaca el campanile, que conversa con la torre que le puso Moneo a la estación de Atocha y que Adif usa de almacén y de soporte publicitario. También el cuidado jardín y los monumentos funerarios que incluyen una estatua de la libertad de Ponzano. Allí reposan Cánovas y Sagasta, pero también Ríos Rosas, Dato y un grupo de liberales de la primera mitad del diecinueve como Mendizábal, Calatrava o Argüelles. Un proyecto masónico que no se culminó. Paredaño de un colegio de curas y con la vecindad de una Virgen de Atocha, que fue importante y hoy duerme olvidada, aunque Felipe y Letizia se desplazaron a saludarla aquel día lluvioso de su enlace. Junto al colegio, en el parquecito que forman Ciudad de Barcelona y Reina Cristina, un monumento a los que lucharon contra Estados Unidos en el 98. Una perla histórica ahora que somos aliados. Perla a la que se le presta poca atención porque el arreglo de la Estación de Atocha y otros acontecimientos han generado un cruce de caminos e influencias del que ni el 26 ni nadie puede salir indemne. Por la derecha vuelve a aparecer el Retiro, el templo romano del Museo de Antropología y los efluvios de la casa de Ramón y Cajal. Por la izquierda se incorpora Ciudad de Barcelona, que trae memorias de cuarteles y tráfico de Vallecas. Para enredar, una gasolinera con el emblema de REPSOL se ha mantenido en el centro de la calzada desafiando cualquier lógica comunitaria. La estación de Moneo une majestuosamente la modernidad de la bóveda del diecinueve con los nuevos edificios del veinte a la vez que enmarca la apertura de vistas hacia el sur, hacia el mar de la llanura manchega. En la rotonda, el cilindro de cristal, feo y atolondrado, nos recuerda aquella mañana en que salió más gente que nunca de la estación en un extraño silencio. Y además el AVE. Puerta de Atocha, porque cuesta decir puerto y en el Madrid contemporáneo el único puerto verdadero con mercancías y pasajeros es el puerto aéreo de Barajas. Demasiadas cosas en juego. Sin contar el Observatorio ni el antiguo Instituto Cajal, que ven la escena desde lo alto y refuerzan la mezcla con ciencia e historia. Demasiadas cosas y un tráfico inmenso frente a la nueva entrada de la estación. El arreglo de Moneo, espléndido arquitectónicamente, ha generado un vacío en el telón que da a Atocha y un exceso de energías en este cruce de calles. Quizá por eso hay algo incómodo en la parada del 26 junto al Ministerio de Agricultura. No es sólo que el edificio de enfrente, el gran espacio de la antigua estación, esté lejos. Es que mira hacia otra parte, no se relaciona y Agricultura queda sola sin nadie que le dé réplica.
El autobús cruza la Castellana lleno de mensajes. Pasar por la estación sigue estando cargado de presagios por mucho que los Aves a Sevilla o a Barcelona generen también esperanzas. La calle Atocha es otro ambiente. Más populachero a pesar del Reina y de que quitaron el intercambiador de autobuses de su puerta. El McDonald’s y los bocadillos de calamares conviven al lado de la superdiscoteca que fue antes cine San Carlos. El autobús empieza a subir la cuesta y los comercios aparentan mediocridad. Hasta la antigua facultad de Medicina parece poca cosa si no se mete uno dentro. Además la calle es de subida para todos y de bajada sólo para autobuses y eso acentúa la sensación de que no hay sitio. De que Atocha es una calle sucia y desordenada. En Antón Martín una escultura fea, que copia un cuadro hermoso, también nos habla de asesinatos políticos frente al horrendo teatro Monumental, donde en tiempos hubo buenos conciertos. Los aires de Lavapiés se cruzan con los de la plaza de Santa Ana y el 26 inicia un circuito que arranca por la calle Atocha y le devuelve al mismo punto por la calle Magdalena. Un circuito incómodo en el que el teatro Calderón se ha convertido en una marca de helados, aumentando si cabe el desorden general de la plaza de Benavente y en el que Tirso de Molina ha compartimentado su zona ajardinada.
Cuando el 26 se instala en el intercambiador de Benavente, en el que también se detienen muchos otros autobuses, se expone a diferentes fuerzas. La de la calle Carretas, que comunica con Sol, y la que viene con tráfico continuo por la calle del Doctor Cortezo. De allí vienen la Casa de Granada, el Frontón Madrid hoy convertido en hotel, el cine Ideal que rivalizó con el Carretas y una iglesita que abre poco, la de Ave María, que según las guías es el único resto del convento de Trinitarios que albergó, cuando la Desamortización, el Museo de la Trinidad.
Cuesta creer que Madrid algún día sea capaz de ordenar su centro. Tendrá que expulsar a los coches en vez de invitarlos a entrar. El viejo casco histórico se resiente y parece que los humos de autobuses camiones y utilitarios se han pegado a los edificios y todos tienen una telilla negra sobre su superficie. Además las aceras insuficientes convierten espacios como la calle Magdalena en callejuelas lúgubres por mucho que hospeden palacios. El 26 fue inmortalizado en una película de Almodóvar en la que circulaba por el centro de Madrid. El 26, que es dos veces trece en una ciudad que no tiene autobús con ese número. En la plaza de Tirso de Molina el 26 carga el aire del vecino Rastro y de la calle de Mesón de Paredes para volverse a barrios más despejados, hacia el Retiro y el racionalismo cuadriculado del ensanche. El 26 como un hilo en el que se van enganchando cuentas de muy distintos colores. Los colores de Madrid.
Josefina Manresa en agosto de 1936, meses antes de casarse con Miguel Hernández. Fotografía cedida por su familia y conservada en la Biblioteca Nacional.
Fotograma de la película The Italian Job (Peter Collinson, 1969).
Asamblea en la plaza de Jacinto de Benavente en mayo de 2011, fotografiada por Marcos de Madariaga.