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El 19

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El 19 es un autobús cómodo. Un autobús de grandes rectas. Cuesta arriba en el trayecto de sur a norte y todavía más cómodo en el de norte a sur cuando recorre, nunca demasiado lleno, las rectas cuesta abajo.

En el 19 casi siempre se va sentado. Si se tiene que ir de pie es mejor esperar al siguiente porque ir en el 19 de esa forma es como ir en otro autobús. Su punto de partida es sin lugar a dudas Legazpi. Es de cabecera inalterable. Tanto porque antiguamente el otro punto extremo del trayecto era indefinido, la esquina de Velázquez con Doctor Arce, como porque, hace unos años, se alargó el recorrido hasta la Plaza de Cataluña.

Pero como en estos tiempos de revolución todo, hasta lo inalterable, se altera, la Plaza de Legazpi dejó de ser lo que era, centro de un gran mercado mayorista y salida de la carretera de Andalucía, y lleva unos años en el limbo tratando de buscar una nueva personalidad que por ahora no llega. Desde allí arranca el 19 subiendo el Paseo de las Delicias. Una ancha avenida sin muchos secretos excepto cruzar una plaza dedicada a la incorrupta Beata Mariana de Jesús, a quien se atribuye el copyright de la frase “De Madrid al cielo”, además de alguna experiencia sadomasoquista.

La calle Ferrocarril es una de las pocas calles de Madrid cuya numeración no está orientada con la Puerta del Sol como referencia para el inicio. La numeración de Ferrocarril empieza en Delicias y va creciendo hacia Santa María de la Cabeza. Esos pequeños detalles son extraordinariamente importantes para los que encuentran en los rincones de la ciudad una razón para vivir. Pero además, Ferrocarril hace alusión a una vía que viene enterrada desde Príncipe Pío y aflora al cruzar Delicias, justo junto a la antigua estación, para formar un Museo. Un espacio único que merece siempre una larga visita.

Atocha es la puerta del sur de Madrid. En otros tiempos el lugar de la manifestación prohibida y peligrosa del primero de mayo. De antes la maravillosa sede del tren Madrid-Zaragoza-Alicante y hoy gran puerta de Madrid para la alta velocidad a Sevilla y para las cercanías, en una ampliación que consagró a Rafael Moneo como el arquitecto por antonomasia de su generación. Lástima que los gestores del monumento, ¿Renfe es su nombre?, tienen clausurada su torre del reloj como en tiempos hacían los deanes antipáticos de las catedrales. Uno de los mejores miradores hacia el sur de la ciudad, el reloj público más elegante y uno de los más mirados, la torre que cose la bóveda de la vieja estación con el nuevo anexo del que salen los trenes ultrarrápidos y la red de cercanías, todo eso inutilizado para que se pueda seguir diciendo que Madrid es una ciudad que se detesta a sí misma.

Y en este punto en que el 19 gira en Atocha hacia el Paseo de la Infanta Isabel y se prepara para girar a la izquierda y coger la calle Alfonso XII, en ese momento en que la vista está ocupada por la gran estación de Atocha, por el viejo caserón que fue Ministerio de Fomento y hoy es de Agricultura, por el campanile del Panteón de Hombres Ilustres o, en un gesto modesto y perspicaz, se detiene en el angosto Hotel Sur, en ese momento, digo, se abre una perspectiva aérea y luminosa donde destaca el Observatorio Astronómico, obra de Juan de Villanueva, encaramado al cerrillo de San Blas. Es la primera colina de la ciencia que tuvo Madrid y en su entorno se multiplican las referencias. El Museo de Antropología que fundó el doctor González Velasco, y en el que tuvo despacho Cajal, la propia casa de Cajal, ya sobre Alfonso XII y, visto y no visto, en lo alto de la colina y mirando hacia el sur el que fuera Instituto Cajal, inaugurado durante la segunda República y que hoy languidece como Escuela de Ingenieros Técnicos de Obras Públicas, con una maravillosa apisonadora inglesa del XIX en la puerta. El 19 subraya cada día, al hacer el giro y acceder a la recta de Alfonso XII, la imagen cajaliana de la ciencia encaramada a las alturas.

Alfonso XII es sin lugar a dudas una gran calle. El Retiro está lleno de signos. Desde la mala estatua de Pío Baroja copiada de una buena foto de Nicolas Müller, a la chopera escondida que los domingos era una gran fiesta ecuatoriana o el parterre con su viejo gran árbol, al que unos llaman ahuehuete y otros taxodium mucronatum, o el parricidio simbólico por el que la estatua de Benavente, hijo, sustituyo y arrinconó la estatua de Benavente, padre.

Del otro lado las grandes casas, la cuesta de Moyano, la cerca del Botánico que ahora van a tirar en homenaje a la transparencia, la placa concediendo a Otero Navascués el Marquesado de Hermosilla, en gesto nuclear y atómico que a nadie importa, y, lo más grande, el Casón del Buen Retiro. El 19 en Alfonso XII apenas recoge pasajeros y se acerca lo más rápido que puede a la Puerta de Alcalá.

Apenas cien metros de la calle Alcalá para girar a la izquierda y recorrer de punta a cabo la calle Velázquez. La presencia dominante, en ese breve tramo, es la iglesia de San Manuel y San Benito, que levantó Fernando Arbós y Tremanti en la esquina de Lagasca y Alcalá en un estilo que unos llaman neobizantino y otros neotoscano. Contaba José Bello, al pasar por delante, que Salvador Dalí sabía con exactitud los difíciles apellidos italianos de los donantes Manuel Carrigioli y Benita Maurici, quienes dieron origen al templo, en el que no es difícil ver al pasar alguna boda.

El 19 es el único autobús que recorre de punta a cabo la calle Velázquez. Eso también ayuda a ese fenómeno tan indemostrable como indiscutible de que el 19 es uno de los autobuses más cómodos de Madrid. Sin duda la calle Velázquez es una calle cómoda. Ancha y con esa orientación de sur a norte que sólo se estrecha un poco al cruzar General Oráa, con la salida subterránea hacia la N-II ideada por el antiguo alcalde y topo-topógrafo madrileño. En este punto no vendría mal reflexionar sobre el hecho de que las grandes obras de los últimos gobiernos madrileños son todas subterráneas. Que si el metro, que si los pasos subterráneos para vehículos, Madrid parece peleada con la luz.

Pero en la calle Velázquez hay poco espacio para preocupaciones. El hotel Wellington transmite su confort hasta la calle, donde se pasea su encopetado conserje, y es el mejor lugar los días de corrida para ver trajes de luces, monteras y castoreños, cuando los toreros y sus cuadrillas salen para la plaza. El hotel Velázquez, la pastelería Mallorca, el Vips de la esquina con José Ortega y Gasset, antes Lista, y la Embajada italiana, antes palacio del Marqués de Amboage, con su monumentalidad amable y sus amplios jardines que le hacen ocupar una manzana entera.

El 19 sigue. Cruza Diego de León y baja cuesta abajo hacia María de Molina para, una vez que la cruza, volver a subir entre los edificios ostentosos de Iberia e Indra y unos chaletitos residuales que anuncian la lujosa colonia de chalets que se esconden a la izquierda de la calle Velázquez desde Pedro de Valdivia hasta la clínica de San Francisco de Asís. Pero no es ese lado izquierdo lo más interesante, sino el derecho, donde un edificio de Fisac de los años cincuenta, destaca por un vestíbulo singular de doble entrada y por un hombre de bronce que lo sujeta. Es el Centro de Investigaciones Biológicas que albergó, desde su inauguración, el Instituto Cajal, cuando éste abandonó su edificio del cerrillo de San Blas. En este edificio, en unas salas dando a la calle Velázquez, se podía visitar a finales de los ochenta el despacho de Cajal con algunas fotos e instrumentos científicos, sin ninguna iluminación especial ni orden expositivo. Pero eso es historia contemporánea que no puede ocultar la profunda poesía de este edificio que preside el cruce de Joaquín Costa y Velázquez, frente por frente al viejo edificio del NO-DO, y que atrapa las miradas por la diagonal que forma la figura de bronce del hombre, titánico e inmóvil, que sostiene el edificio con su mano. Un ángel trompetero asiste desde una veleta cercana.

Así que el 19 cruza Joaquín Costa y se encuentra con la fortaleza de la Embajada rusa donde antes, en un brumoso recuerdo, había un decrépito cuartel. Más allá el edificio Vega, en su momento modernísimo edificio, que hace la esquina de Velázquez con Doctor Arce y que, en su momento también, era el giro final del 19. Ahora no. Ahora se alarga el recorrido hasta terminar Doctor Arce y llegar a la Plaza de Cataluña, antes Pradillo, antes prolongación de General Mola. Quizá para recoger a los clientes de la Ancha o para conectarse con las líneas que recorren el eje Príncipe de Vergara o por lo que se explica a continuación.

Dar la vuelta en la Plaza de Cataluña parece que sólo tuviera un motivo: pasar por delante del nuevo Instituto Cajal que hace el número 37 de la avenida del Doctor Arce. La verdad es que para el viajero atento Cajal va lenta pero irremisiblemente bajando de categoría. Al fin y al cabo el edificio de la calle Velázquez no estaba tan mal, pero la ubicación del primer Instituto Cajal en lo alto del cerro de San Blas era imbatible. Ahora el nuevo Instituto de Neurobiología Santiago Ramón y Cajal puede presumir de estar en El Viso, que es uno de los barrios más elegantes de Madrid, pero su facha, su planta y sus espacios interiores son de una simplicidad y de un poco gusto que llama la atención. El 19 sigue su camino y llega a la plaza de la República Argentina que a finales de los sesenta o principios de los setenta fue repoblada con delfines. Conviene recordar que el Doctor Arce fue un importante médico y diplomático argentino, representante argentino en la ONU cuando ellos tenían ONU y nosotros teníamos dos y la Argentina de Perón visitaba la España de Franco y el mismísimo Doctor Arce defendía a España en Nueva York. Por lo que no es casualidad del todo que tal calle arranque de tal plaza.

El 19 se encuentra ya por fin en la gran recta de la calle Serrano. Ahí recoge la chavalería del Ramiro de Maeztu, antes Instituto Escuela, o pasa por delante de la típica boda en la Iglesia del Espíritu Santo, antes Auditorio de la Residencia de Estudiantes. Aquí el viajero se da cuenta de que las bodas son uno de los paisajes madrileños más irresistibles. Algo que no se puede dejar de mirar cuando uno se cruza con ello. Algo entre infantil y teatral que anima la calle y que se ve especialmente bien cuando uno viaja en autobús.

La cuesta abajo se acentúa mientras dejamos a un lado la Residencia del embajador de Francia, donde se imita cada vez con menor gracia el antiguo estilo de la aristocracia interpretado por los que se dicen fervientes republicanos, y al otro, unos chalets en alguno de los cuales rodó Carlos Saura Cría cuervos. Cruzamos María de Molina y subimos hasta Diego de León, donde se enfrentan dos edificios de enorme importancia. La iglesia de los jesuitas y la embajada de Estados Unidos. Respecto a la iglesia se suele contar que los próceres del franquismo se veían en misa de ocho los días laborables. Que Carrero seguía el rito detrás de una columna y que Gregorio López Bravo sacaba pecho en primera fila. Luego uno voló a la salida de una de esas misas, sin ni siquiera dar la vuelta a la manzana, y el otro murió en una tragedia algo más anónima, al estrellarse el avión donde viajaba contra la falda del monte Oiz, en un acercamiento al aeropuerto de Bilbao. En cuanto a la embajada americana, que se sepa, sólo una vez ha merecido la pena entrar. Fue una extraña invitación, en otros tiempos, para ver The Last Picture Show, de Peter Bodganovich. Los que estuvieron quedaron, cómo no, altamente impresionados por Cybill Shepherd.

Serrano, desde Diego de León hasta la puerta de Alcalá, es también una calle extraordinariamente cómoda. Los comercios que son su razón de ser han cambiado con el tiempo y no tiene mucho sentido entrar en detalles. Hace unos años el colorines de El País publicó unas fotografías de los años sesenta de Gonzalo Juanes tomadas en esa calle que fueron una revelación.

Lo que se puede contar desde el 19 son otras cosas. El puente de Juan Bravo con su barandilla de Sempere, anunciando el museo al aire libre que cobija y sus mil historias de cómo a Madrid le cuesta aceptar con naturalidad las grandes obras y cómo le gusta maltratarlas. La absurda plaza del Descubrimiento que se compensa volviendo la vista a la izquierda y contemplando la excelente factura del frente de Serrano en ese tramo. El Museo Arqueológico tan emocionante y tan maltratado. La esquina donde estuvo Mariquita Pérez y ya no está y la rotonda de Serrano 1, edificio de Grases y Riera, que da a la puerta de Alcalá.

Luego el Retiro. De pronto sucede que el 19 se encuentra consigo mismo y hace en dirección contraria el recorrido que ya hizo. Eso al 19 le pasa pocas veces, pero una vez que le pasa tendremos que reconocer que difícilmente podría hacerlo en mejor lugar. El Retiro como masa, como muro, como final del centro-centro de Madrid, como marco del cielo, del azul intenso de los días claros de invierno o del gris rojizo en los días de nubes bajas. El Retiro con sus barcas y sus payasos, el Retiro con sus Palacios de Exposiciones. Y, desde hace unos años, el Retiro con su cordón permanente de corredores que dibujan un hilo de esfuerzo plenamente contemporáneo.

Al terminar Alfonso XII el 19 ciñe un misterioso museo. Lo fue de Antropología, aunque en el frontis ponía Etnología. Era el Museo del Doctor Velasco. Ahora han cambiado la inscripción y en el frontis pone Nosce Te Ipsum como se ve que ponía en las fotos antiguas. Al viajero audaz que se detiene a echar un vistazo le espera una de las más grandes sorpresas que quedan en Madrid. La sala de antropología física presidida todavía por los retratos del doctor Pedro González de Velasco y su hija Conchita, donde se pueden ver el esqueleto completo de un gigante extremeño del XIX, Agustín Luengo y Capilla, natural de Puebla de Alcocer, que alcanzó la estatura de dos metros  y veinticinco centímetros. También una momia guanche que estuvo en la Real Biblioteca, procedente de la cueva sepulcral del barranco de Herques en Tenerife, y algunos curiosísimos cráneos, esqueletos y máscaras cuyo detalle es mejor ocultar para mantener viva la sorpresa de quien se atreva a adentrarse en tan insólito lugar. De vuelta al autobús  hay que notar que, en este recorrido camino del sur, se ve más el Reina Sofía. Se ve más porque se pone delante. Parece incluso que el autobús va a chocar. Algo tiene ese antiguo hospital de pesado y difícil. Afortunadamente el conductor consigue, siempre, evitarlo y el 19 se deja caer por el Paseo de Santa María de la Cabeza, hasta la primera parada en la que se dispone a enfilar por Batalla del Salado, para seguir bajando hacia Legazpi. No apetece meterse por un camino tan estrecho y de nombre tan incómodo. No parece propio del 19. No se entiende porque sigue bajando por esa calle cuando ya ha desaparecido la estación de autobuses de Palos de Moguer que lo justificaba. Habrá que avisar al Ayuntamiento para que cambie el recorrido y le evite al 19 este mal trago. En ese punto se acaba el viaje. Un imán extraño saca a los viajeros del autobús y los pone a caminar cuesta arriba por la calle del que fue alcalde de Madrid en tiempos del rey alcalde, José Antonio Armona, luego por Sebastián Elcano, que no necesita presentaciones, y por último por la calle Fray Luis de León. El mundanal ruido está presente y no huye nadie de él, más bien lo acompañan hasta llegar al antiguo portillo de Valencia y a una antigua Casa de Empeños que responde al nombre de La Casa Encendida. El 19 los ha traído a ver el lugar donde se mostró la exposición de dibujos de Santiago Ramón y Cajal en un intento de cerrar su destino. Porque el 19, como ha quedado demostrado, es el autobús cajaliano por excelencia.

 

De arriba abajo: reloj de Atocha, fotografía cedida por www.voyagevirtuel.net; detalle del monumento a Jacinto Benavente, obra de Victorio Macho; El hombre que bebe en la fuente de la ciencia, escultura de Carlso Ferreira que sostiene el edificio de Fisac; Cybill Shepherd en The Last Picture Show.