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Yo, dueño de una multinacional papelera

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Fotografías de Rodrigo Grajales *

1

La mañana del 4 de mayo de 2001 un hombrecito moreno y despeinado se sacaba sus gafas de cristal ancho, como jarrones, antes de echarle sorbos al café insípido y desabrido mientras ojeaba los escaparates céntricos de Dublín. Inexplicablemente sonrió. Qué curioso, le regocijaba esa ciudad húmeda, parroquial, pero de un extraño sentido contemporáneo. Esos pubs en los que cualquier borracho contaba leyendas de mil años atrás como si hubiesen sucedido apenas la última semana, ancianos de ochenta reunidos con adolescentes a bogar barriles de cerveza agria, repertorios de calles adoquinadas guardando muros de ladrillo en los que orinó borracho Samuel Beckett, pórticos y ventanales de los tiempos de Stephen Dedalus y Leopold Bloom (también borrachos), tan helada aunque alegre, tan marginal aunque europea. Tan rebelde.

Es Dublín.

Ese hombrecito no sabía qué le seducía; si el whisky, la cerveza negra, las irlandesas rubias o el desquiciado júbilo de este pueblo de eternos bárbaros civilizados. “Los irlandeses están locos”, pensó, “todos rematadamente locos”.

Tragando el reposado del café evocó cumbres mojadas de neblina, árboles frutales y pájaros barranqueros. Descuidado, alisó sobre su rodilla el traje formal prestado para el caso, que encajó vaya a ver cómo entre hombros, ingresando al lujoso salón. Enfundaba una carpeta gorda de documentos y cifras, de fotografías y prensa recortada, manifiestos, pliegos desordenados. El sabor de la última sonrisa todavía envolvía el del café cuando, flaco, despeinado, morenito, plantaba cara tronando duro en la mitad de la asamblea anual de accionistas del conglomerado papelero más grande del mundo: el Jefferson Smurfit Group.

—Las acciones de esta compañía que ustedes poseen deberían arder en sus manos y pesar en sus conciencias —palpitaba convencido— porque esas ganancias se obtienen en contra del futuro de la humanidad…

Multitud de ojos con asombro se desplazaron del que tenía que ser el foco normal de la reunión sentado enfrente, Michael Smurfit (presidente de la compañía, hijo del fundador y accionista mayoritario), para fijarse en aquel colombiano raro que con su exquisito inglés denunciaba la quema de bosques tropicales vírgenes arrasados por retroexcavadoras y winches, pintaba montañas yermas donde los campesinos quedaron incomunicados entre latifundios forestales inabarcables, explicaba los impactos terribles de la acidificación de los suelos, de aquellos ríos ahogados por coníferas, de los eucaliptos que desplazaron a los animales de monte.

—¿Acaso…? —su mirada desafiaba el auditorio entero—. ¿Acaso la dignidad humana y la naturaleza valen menos en Colombia que en Irlanda?

A continuación seguiría un bullicio mediático que acaparó esa semana la televisión irlandesa y saturó periódicos como el Irish Independent, The Sunday Times, el Examiner y el Sunday Tribune. Quiero imaginar el despelote. Quiero inspeccionar aquel recinto lleno que exige explicaciones parloteando al tiempo. Quiero palpar las venas brotadas en el cuello de los ejecutivos adelante. The Irish Times tituló que Smurfit reñía con una “asamblea anual hostil”. Los socios criticaron duramente los salarios tan elevados de los directivos, la mayoría miembros de la familia fundadora. A causa de una legislación reciente se había revelado que Michael Smurfit acababa de devengar 6,5 millones de euros de sueldo el año anterior. Una señora accionista, de buena voluntad, ofreció disculpas y algunas libras de compensación al colombiano despeinado que seguía levantando la mano y mencionando selvas tropicales milenarias arrasadas, ríos secos, obreros explotados al otro lado del océano. La señora insistía en que recibiera sus compensaciones. “Con esto”, piensa que pensó entonces, “no pago ni el café desabrido de esta mañana”. Michael Smurfit, atacado en su guarida, salió de casillas desencajado:

—Somos una compañía muy respetable. De hecho, recientemente he recibido una carta del presidente de Colombia felicitándonos.

Un día después, el 5 de mayo, nada menos que el New York Times reseñaba parodiando ese alboroto: “lejos quedaron aquellos días cuando las asambleas anuales de las compañías irlandesas eran plácidos coloquios a los que asistían jubilados más interesados en los sánduches gratis que en las cuentas financieras de la empresa”.

Pero ya entonces el hombrecito flaco, acompañado por la eurodiputada Patricia McKenna, abandonaba Dublín tras una carrera de película de espionaje.

—Puede que fuera paranoia —confiesa—, pero yo sentía que me perseguían, hermano.

Tomó buses aleatorios. Dobló esquinas, callejones, muros donde antes orinaron borrachos Beckett y Bloom y Dedalus y Joyce juntos. Subió a un taxi siguiendo rutas absurdas. Lo soltó. Subió a otro. Traspasó el mar en ferry, pisó costa inglesa, trepó al primer avión que pudo y, ya volando, sonrió. Pensaba que esa gente tenía de sobra como mover hilos muy delicados para ensuciarlo, qué sabe uno, por ejemplo enviando una patrulla de policías a empacarle en la mochila un kilo de cualquier sustancia blanca prohibida, como puesta en escena para fingir una detención. Los titulares del Irish Times, sin duda, habrían sido diferentes.

¿Quién era el despeinado de gafas que le robó el show al amo del mayor emporio multinacional irlandés? Pues ese morenito nacido y criado en el municipio cafetero de Calarcá, caminante irredimible de charla frondosa, era otro de los propietarios de la multinacional papelera más grande del mundo, aunque no tanto como Mr. Smurfit, ni como la señora de las disculpas.

Era Néstor Jaime Ocampo, poseedor de una única acción del Jefferson Smurfit Group, puesta a su nombre por un colectivo de solidaridad con Latinoamérica en Irlanda. Una acción que aún conserva, adquirida solamente con el propósito de colarse a esa asamblea dañando los agasajos al emperador del cartón, aquel 4 de mayo, cuando la boca le sabía a café, a sonrisas.

2

En 1986 el Jefferson Smurfit Group se hizo al control mayoritario de Cartón de Colombia, una gran empresa en negocios de pulpa de papel y plantaciones forestales fundada en 1944 por inversionistas antioqueños en alianza con capital norteamericano. Cartón de Colombia comenzó fabricando cajas corrugadas, plegados y diversos empaques de fibra larga para abastecer una reciente demanda industrial en el país; vendía sus productos a confeccionistas, cementeras, fábricas de comestibles, harineras, exportadores de banano. Poco a poco la élite empresarial comprendía las ventajas de reemplazar pesados y costosos cajones de madera por cartón que cumplía además funciones de publicidad, pues llevaba impreso el logotipo de marcas y mercancías.

En los primeros años de operación Cartón de Colombia trabajó con pulpa importada de potencias madereras como Finlandia. Construyeron su planta principal junto al río Cauca en Puerto Isaacs (Yumbo). Pronto ciertas condiciones abrieron la posibilidad de encajar una economía de escala, asegurando un prominente futuro a la actividad forestal en el país: la empresa podría abastecerse de madera local gracias a las extensas selvas baldías del litoral pacífico, relativamente cercanas de la planta procesadora.

Los negros del litoral vieron una pequeña avioneta cortando nubes “desde Cabo Corrientes hasta el río Mira”, según anota Hernán Cortés Botero, veterano vicepresidente de la empresa. Eran expertos que hacían reconocimiento de las selvas y su geografía, “lo cual condujo a escoger la zona del Bajo Calima por su ubicación estratégica en relación con el sitio de la fábrica, procedimiento complementado con la intensa investigación de las especies arbóreas existentes”, concluye Cortés en un libro conmemorativo.

Gobiernos de turno otorgaron a la empresa concesiones sobre bosques vírgenes en aquella vasta región al norte del puerto de Buenaventura. La compañía recibió a través de su filial Pulpapel 15.000 hectáreas en 1957; 25.000 en 1962; 11.710 en 1970; y, finalmente, 60.000 más en 1974. Una superficie tan grande que supera casi dos veces el territorio de Holanda. No era baldía como se afirmaba, pues lleva siglos ocupada por comunidades afrodescendientes e indígenas que terminaron aserrando a destajo para la multinacional. Hasta 1993, cuando abandonó la concesión, la empresa arrasó todo lo que pudo cortando troncos tan compactos como los del manglar, que no son útiles elaborando papel. Hoy se jactan de haber sido la primera papelera del mundo que consiguió producir pulpa a partir de maderas duras tropicales.

Fue en 1969 cuando la Reforestadora del Cauca, filial de Cartón, emprendió siembras de pinos en la finca Chullipauta, entre Popayán y el municipio de Cajibío. Este modelo se extendió rápidamente por el suroccidente del país a través de contratistas, arriendos de fincas o compra directa de las tierras. La compañía aprobó en 1974 su plan forestal para adquirir 30.000 hectáreas en un lapso de 15 años. Eric Leupin, quien era cónsul holandés en Cali, fue de los primeros subcontratistas asociados. A enero de 1975, así marchaba su negocio sobre 1.600 hectáreas de cañadas vírgenes, arriba de la Cordillera Central, cerca al pueblo indígena de Inzá (Cauca):

“Habían [sic] dos factores que me llevaban a creer que la compañía tenía un buen futuro: las ventas de madera estaban aseguradas y los permisos para explotar los bosques ya habían sido aprobados por el gobierno. Las ventas estaban respaldadas por un contrato firmado entre la productora de pulpa (…) que estipulaba la compra de 100.000 toneladas de madera a un precio previamente negociado (…) El volumen total de madera para entrega podría ser ampliado para cubrir toda la madera disponible en la propiedad de la empresa que se estimaba en 230.000 toneladas aproximadamente”.

La tala de la selva andina anticipó la siembra de plántulas de pino, aportadas directamente por Cartón de Colombia. En la mayoría de casos, la propia multinacional adquiría terrenos boscosos o haciendas ganaderas poco productivas en tierra fría, por precios muy bajos. Luego las pineras invadían todo. Hacia 1989 la compañía no sólo había dejado ya de importar pulpa sino que además podía prescindir de la madera proveniente de la concesión selvática: alcanzaba a autoabastecerse por completo con sus cultivos de coníferas. Por entonces comenzaron a experimentar con los primeros brotes de eucalipto clonado.

De las 104.000 hectáreas de plantaciones y bosques nativos que la multinacional asegura poseer en el mundo (en países como Venezuela, Colombia, Francia, España), 68.534 hectáreas oficialmente se encuentran entre las cordilleras Central y Occidental de los Andes colombianos. El “principal activo forestal de esta empresa”, en palabras de sus directivos.

3

Néstor no era dueño de todo eso. No todavía.

Antes fue muchas cosas. Educado por franciscanos, fue el pequeñín campesino admirador del Santo de Asís, que cuidaba la incipiente reserva del alto Navarco con su abuelo, primer guardabosque del Quindío y quizá del antiguo departamento de Caldas. Después fue el mochilero peludo que viajaba de autostop por las carreteras de los años 60. Fue alumno en la Facultad de Ingenierías, cauchera en el bolsillo y piedra en mano, un agitado 1971 cuando la Universidad Nacional de Bogotá quería ser epicentro de todas las revoluciones de la historia. Jamás se titularía como ingeniero mecánico, prefirió irse a asesorar la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, compartiendo sudor y fatigas con sus paisanos jornaleros que paralizaron la producción cafetera. Luego fue un entusiasta participante del movimiento ecológico nacional que floreció cuando en el pequeño caserío de La Suiza, cerca a Pereira, acontecía el congreso de Ecogente en 1983.

—Arrancamos con el cuento de la ecología en los ochenta. No teníamos claro cómo era eso, pensábamos que cuidar la naturaleza era recoger las basuras, sembrar arbolitos, algo más de buenas intenciones, pues no había una comprensión profunda de los problemas ambientales.

Fue hijo, hermano, amante. Fue compañero. Una vez se sorprendió a sí mismo vendiendo morrales y tiendas de campaña para sobrevivir, porque fue padre. Néstor Ocampo fue, sobre todo, lo que sigue siendo: un caminante.

Vaya tiempo de correr el país alborotando avisperos con otros dos pioneros en la materia: Néstor Velásquez y Luis Alberto Ossa. Apenas se tomaba conciencia de la inexorable crisis ambiental en que andaba metido el planeta; mientras la izquierda sufría su peor debacle, la ecología surgía como disciplina poderosa, renovadora, a la orden de las circunstancias más urgentes. Esta semana, en Antioquia removían la opinión pública denunciando la desaparición de las selvas de Caucasia por la presión ganadera; la siguiente mostraban la contaminación que las trucheras causan al torrente del río Quindío; luego viajaban a Calima-Darién, en el Valle del Cauca, para conocer los impactos negativos de las primeras plantaciones de pino.

—Y creamos la Fundación Ecológica Cosmos en Calarcá. Es coincidencia, el mismo año que llegó la Reforestadora Andina.

El 1 de noviembre de 1987 Néstor Ocampo se sentaba solo en una casa alquilada, vacía, frente a un escritorio desierto, a dedicarse por completo sin saber muy bien a qué; limpiar el río los fines de semana, adelantar jornadas de reciclaje, reforestar los arroyuelos, programar caminatas educativas. Jamás visitó de nuevo su taller de morrales e implementos de camping.

—Hasta que una vez, caminando por la trocha que va de Calarcá a Salento, arriba de la montaña nos encontramos esa gente haciendo daños.

Desde la década del ochenta los tempranos ecologistas habían sido testigos de la invasión de las coníferas y los eucaliptos en Quindío y Risaralda. Primero con la Compañía Nacional de Reforestación, y más adelante cuando la Reforestadora Andina (empresa subsidiaria de Cartón de Colombia en el eje cafetero), ocupó enormes terrenos que habían sido bosques nativos o zonas de producción agrícola en la cordillera. Con frecuencia pillaban los operarios tumbando el monte y realizando quemas prohibidas para ahorrar trabajo al despejar lotes de siembra y cosecha. Cada año la Fundación Ecológica Cosmos interpuso demandas formales contra la Reforestadora ante la autoridad ambiental del departamento, la Corporación Autónoma Regional del Quindío. Esas demandas nunca prosperaron.

El 5 de agosto de 1993 irrumpieron en la Fundación varios campesinos calzando botas pantaneras, bastante agitados. Habían descolgado la montaña desde la vereda Chagualá.

—Hermano, viera lo que está pasando arriba —le advirtieron—, hay un incendio el verraco allá donde estaban esas pineras.

En el primer Jeep que consiguió con un compañero fotógrafo de la Fundación, Ocampo se le tiró a la montaña. Encontraron 25 hectáreas a pleno fuego encima de una plantación de pinos recién cosechada. “Yo no podía creer esa vaina”, recuerda que bajó furioso y chamuscado, directo donde el responsable de la Corporación Autónoma, para sentenciarlo:

—Este año no vamos a denunciar a la multinacional. Los vamos a denunciar a ustedes. ¿A nombre de quién mando la carta? ¿A nombre suyo?

4

Más fácil si miramos fotos antiguas.

Inconfundible la sonrisa estridente de César Gaviria Trujillo cuando era jovencísimo presidente de la República; se frunce entregándole la Cruz de Boyacá a Michael Smurfit durante una ceremonia en Cali, carcajea pasando un cóctel con los socios de la multinacional. Es 1994. Por ahí anda también el barón conservador del Valle, Carlos Holguín Sardi.

Época distinta. A blanco y negro se aprecia cómo Adolfo Carvajal soba la mano de Alan Smurfit, hermano de Michael. El Grupo Carvajal, entramado empresarial del Valle del Cauca ligado a negocios editoriales, es accionista minoritario pero importante desde que don Manuel Carvajal participara en la fundación de Cartón de Colombia en 1944.

Instantáneas de los sesenta. Figuran sentados miembros de las familias fundadoras, Carvajal, Uribe y Gómez —accionistas nacionales—, con el ministro de hacienda de ese tiempo, Luis Fernando Echavarría, junto a ejecutivos norteamericanos. Otra imagen muestra en primera fila al comandante militar de la tercera brigada de entonces, general Bernardo Lema, caminando con el gobernador del Valle, Raúl Orejuela. Con ellos va Gustavo Gómez Franco, el hombre fuerte de la compañía en Colombia, que en una foto diferente le regala un libro a la hija del rey de España, doña Cristina de Borbón y Grecia. Veremos al señor Gómez Franco con el primer ministro de Irlanda, Albert Reynolds, o inaugurando una escuelita (logo de Smurfit pintado en la pared). Lo veremos plantando arbolitos, participando en coloquios internacionales, probando whisky junto a Nicanor Restrepo, el capitán del Grupo Económico Antioqueño. Lo veremos al lado del director del Instituto Nacional de Recursos Naturales, también acompañando al Ministro de Desarrollo. Con las autoridades civiles, con las autoridades militares, con los curas, los científicos, los pintores, las señoras, los bebés, los ciclistas, con un equipo de futbol, con políticos que eligen su color o su partido según cada cuatro años.

Estampa memorable. 1953, el presidente de la República Roberto Urdaneta —sombrero y corbatín— inaugura con técnicos extranjeros uno de los molinos procesadores de pulpa en la fábrica de Yumbo, diseñada nada menos que por el célebre arquitecto Walter Gropius.

Otra, 1974, el presidente de la República Misael Pastrana sirve de testigo para unas escrituras públicas conformando una entidad mixta de investigaciones forestales.

Otra más, julio de 2002, 30 compañías multinacionales, incluida Cartón de Colombia, organizan una reunión de respaldo al candidato recién electo, Álvaro Uribe Vélez, a quien donaron dinero para sus dos campañas presidenciales.

Así queda más fácil resumir setenta años. Cambian caras. La multinacional permanece.

5

—Qué hubo, malparido hijueputa. ¿Vas a seguir jodiendo? Te vamos a chuzar, cuídate, malparido, que te vamos a chuzar.

Néstor Ocampo jura que nunca ha tenido roces personales con nadie. Pero casualmente, cuando empezó a pelear contra las plantaciones forestales, sonaban a diario voces anónimas al teléfono prometiendo puñaladas.

—Mis hijos son ciudadanos canadienses —explica—, se fueron como refugiados. Yo preferí quedarme.

Debido a sus denuncias públicas la multinacional lo demandó por injuria y calumnia. 1994 fue de polémica con primeras planas informando citaciones, apelaciones, fallos en segunda instancia y finalmente un artículo en El Tiempo de Gustavo Gómez Franco, el gerente de Smurfit, respondiendo a las columnas del reconocido fotógrafo Andrés Hurtado —también en El Tiempo— que criticaban fuertemente la empresa.

Al final Néstor Ocampo ganó el pleito jurídico, pero el contexto nacional era espinoso. La guerrilla de las Farc intentó capitalizar el rechazo que sentían las comunidades campesinas del eje cafetero hacia el negocio forestal; en las lomas altas de Salento incendiaron maquinarias de la Reforestadora; sobre los grandes cultivos que abarcan las montañas de Guática y Riosucio los guerrilleros quemaban volquetas de contratistas, prohibían el ingreso a las plantaciones y amenazaban operarios. Un boletín del frente 50 que operaba entre el Quindío y el Tolima anunció que no permitirían “ni un metro más cultivado de pino”.

Más contradictorio resultó que en el sur del país varias comunidades siempre acusaron a la guerrilla de buscar alianzas con la compañía, concretamente, asesinando líderes indígenas del Cauca que se opusieron a los pinos, o cobrando extorsiones a los cultivos en sus zonas de influencia. El caso más evidente en la región del Alto Naya lo documentó Walter Joe Broderick en su libro El imperio de cartón.

Cuando la Fundación Cosmos convocó a proteger las palmas de Cera, derribadas cada semana santa para elaborar los famosos ramos, de los altares llovieron acusaciones tachándolos de comunistas ateos enemigos de la iglesia. Ahora que denunciaban a Smurfit algunos círculos insinuaron que andaban trabajándole a la guerrilla.

—Mi estrategia ha sido dar la cara haciéndome muy visible. No tengo nada que esconder. Eso sí, a mí no me van a encontrar dando papaya borracho en la calle a medianoche.

Es verdad que su figura es bastante conocida, aunque no libre de controversia. En Calarcá, desde los vigilantes del banco y los desocupados de la plaza, hasta los notables del pueblo o las vendedoras de arepas, cualquiera reconoce a Ocampo. Nada raro que lo detengan a media calle a pedirle favores o solución para esos problemas de aldea que nadie resuelve, por ejemplo, quién se va a ocupar de los desperdicios arrumados en tal esquina, quién puede adoptar un cachorro de gatito abandonado en tal lugar, y así. Hay quienes opinan que jugó un oportunismo dudoso vinculándose a la alcaldía de John Bairo Cohecha, una administración que terminó demasiado cuestionada. Algunos van más allá sentenciando que lo de Cohecha fue “el peor desbarajuste” en la historia del municipio y a Ocampo lo acusan de no ponerse al margen de esos malos manejos. “Nunca se ha sabido cómo se mantiene”, me contó un joven periodista, “yo no digo que robara, pero estuvo ahí”.

El 25 de enero de 1999 a Néstor le caerían encima dos años fulminantes. Acababa de posesionarse en la alcaldía y terminó gestionando el desastre humanitario que dejó desmoronado el terremoto del eje cafetero en Calarcá y Armenia. Montó una emisora comunitaria desde el campanario de la catedral, organizó un periódico y un centro logístico en el cuartel de bomberos, pero primero convirtió su bicicleta en oficina rodante: pedaleaba por los escombros atendiendo damnificados, canalizando víveres, llevando agua, censando víctimas.

—Fueron probablemente los años más intensos de mi vida, dormía encima del escritorio y trabajaba 16 horas diarias toda la semana. Pero los agradezco, hermano, los agradezco. Hoy siento que en esos años me gané el derecho a vivir en el nuevo milenio.

Lo dice con aire de convencimiento, quizá haya cierta presunción, quizá ansias de protagonismo. Nadie sostendría que no lo tuvo; sin embargo, sus críticos sitúan ese protagonismo junto al descalabro de la administración municipal desastrosa, endilgándole responsabilidades. Néstor es el típico líder que gravita en torno a una personalidad fuerte y absorbente, deseosa de figurar en todas las coyunturas.

Después volvió a lo de siempre: redactó memoriales, preparó ponencias, estudió la composición de los suelos, las amenazas a la fauna en peligro. A medianoche escalaba rutas del Valle del Cocora para sabotear una carretera que la Federación de Cafeteros quería echar hasta el mismísimo páramo de los nevados: de madrugaba arrancaba los postes topográficos que marcaron el trazado arrojándolos al abismo. El último, el que marca 19 kilómetros 400 metros, lo guarda como un trofeo. Buscando apoyo internacional para tantos propósitos contactó alguna vez con el BUND, la asociación ecologista más numerosa de Alemania. Con ellos viajaría a Berlín y a Heidelberg, donde estuvo tres meses impartiendo conferencias y sosteniendo reuniones. De ahí saltó a Irlanda en mayo de 2001.

Ya el teléfono había parado de sonar, por supuesto.

6

Salento es el pueblo escaparate de la parafernalia cafetera. Recibe el año completo miles de turistas propios y extranjeros, atraídos por la arquitectura típica de la colonización antioqueña, por sus vistas altivas de la cordillera y los restaurantes que sirven trucha. El visitante se devuelve con la imagen pasajera de una villa como era cien años atrás, de balcones coloridos, de aleros, portones y barandales tallados en madera de cedro, geranios y novios reventando cada ventana. Hay una encantadora panorámica del Valle del Cocora, paisaje agraciado que concluye en filas de palmas de cera acariciando la neblina. Una belleza de exportación. Una vitrina.

El drama de este pueblito es que apenas si le quedan campesinos, y no solamente por lo perturbadora que fue la explosión turística inflando los precios de todo. Se acabaron las parrandas montañeras. No hay cafetales. Se acabó la variedad de papa salentuna, antes apreciada desde Manizales hasta Sevilla. Se acabaron las lecherías y los quesitos paramunos. Quedan arrieros, claro, para subir excursionistas japoneses o italianos por el Cocora al nevado del Tolima. Los visitantes no perciben que más del 10% del territorio de Salento es propiedad de Smurfit-Kappa Cartón de Colombia.

—Nunca se ha podido saber con precisión —Ocampo está ofreciendo una charla sobre terreno a un grupo de universitarios—, pero nosotros estimamos que entre el 4 y 5 por ciento de las tierras del departamento del Quindío están en manos de esa multinacional.

Los cultivos de pino hacen que algunas zonas parezcan localidades de los Alpes y no el trillado corazón de la cultura cafetera. Un viejo chiste de los ecologistas dice que la Reforestadora Andina ni es Andina ni es Reforestadora porque sus verdaderos dueños son multimillonarios irlandeses y la empresa no siembra un árbol que no vaya a talar luego.

—Observen el territorio —insiste Néstor—. ¿Qué ven? Es mucho más que un lugar. Es un paisaje, pero también una historia y una cultura. Esas lomas de cumbre plana tienen pasado: se llaman “terracetas”, fueron asentamientos de indígenas que aplanaban para cultivar y construir sus viviendas. Ese valle en forma de U tiene otra historia: fue formado probablemente por un glacial que se descongeló hace millones de años y rompió la montaña. Los potreros nos dejan ver una vocación agrícola de la zona. ¿Entienden? El concepto de territorio implica que la gente se reconoce y se siente parte de él, hay una relación humana con la tierra, porque ahí está nuestra historia, nuestras formas de vida, el sustento, las tradiciones. Nosotros somos el territorio. Nada de eso le interesa a una multinacional que viene a apropiarse de los suelos y del agua para conseguir mayores ganancias.

Superando Alto de Cruces, en la autopista entre Pereira y Armenia, los alrededores repiten el verde monótono que identifica los cultivos forestales. Los pocos pobladores aseguran que están secando la estrella hídrica del Morro Azul, donde nacen las corrientes del Consota, Cestillal, Barbas, Bolillos, Bremen, Roble, Espejo y Boquía. Las fuentes de agua para medio Quindío.

Ocampo repite los tópicos frecuentes de los ecologistas cuando lanzan diatribas a los monocultivos. Que agotan los manantiales, que destierran las comunidades campesinas, deterioran los suelos, alteran el equilibrio de la biodiversidad. Que enriquecen a corporaciones foráneas. Los mismos argumentos de los mapuches de Chile o algún manifiesto brasilero por la defensa de los bosques tropicales. Pero hay algo inédito cuando Néstor sostiene que el verdadero problema no está en la naturaleza, ni siquiera en las relaciones sociales de dominación, sino en el terreno de las ideas. Los chicos en la escuela, cuando tienen que dibujar un árbol, pintan un pino. Por eso, dice, la batalla es contra el consentimiento, contra la aceptación a priori de que sembrar esos árboles es algo bueno, necesario y hasta encomiable, sin analizar el contexto.

Las empresas publicitan su negocio arguyendo que las coníferas y eucaliptos son saludables para el planeta. Defienden que siempre será mejor una plantación que un área dedicada a la ganadería o cultivos de mayor impacto. Multinacionales como Smurfit argumentan que sus plantaciones son sumideros de carbono que ayudan a disminuir los impactos del calentamiento global. Las Corporaciones Autónomas, autoridades que se presumen independientes, escudan el negocio forestal como un ejemplo que combina productividad con protección de la naturaleza.

—Hermano, la culpa lógicamente no es de esos pobres eucaliptos —remata Néstor—. Ese árbol hace lo único que puede, que es crecer. Y con las condiciones del trópico ese crecimiento es muy acelerado, necesita más agua y nutrientes de lo normal. Pero quienes promueven eso, a sabiendas del daño que provocan, sí son responsables.

Lo cierto es que numerosa literatura científica señala algo que la sabiduría popular advirtió antes: los monocultivos forestales exóticos disminuyen el caudal de los ríos. Las causas alternan entre una gran demanda de agua del árbol en crecimiento, mayores pérdidas por evaporación y poca retención de la lluvia debido a una ausencia de capas inferiores de vegetación nativa.

Durante alguna de sus visitas a Colombia, Michael Smurfit no andaba con tonterías si declaró abiertamente que “en una industria como la nuestra, los grandes activos naturales, bosques y agua, han sido considerados como los elementos claves del éxito”. En 2005 el Jefferson Smurfit Group se fusionó con Kappa Packaging; amplió así sus operaciones prácticamente a toda Europa y dominó el mercado en Argentina, Chile y Uruguay. Las acciones de la compañía, que la última década habían fluctuado alrededor de los 8 euros, a mediados de octubre del 2014 pegaron un alza portentosa y todo 2015 se cotizaron entre 24, 26 y 29 euros. Evidentemente el negocio repunta, pues la multinacional planea una ambiciosa expansión a Perú y Ecuador cuya base obvia de operaciones será Cartón de Colombia.

Más o menos eso posee Néstor Ocampo: ni siquiera 30 euros de la mayor papelera del mundo. La que en palabras de Mr. Smurfit supo apoderarse de aquellos “elementos claves del éxito”.

7

—Te cuento, Camilo, la cultura forestal en Colombia ha sido más del tumbar que del sembrar. Este país y toda su zona andina se hizo tumbando, tanto, que el símbolo de una ciudad como Armenia es un tronco con un hacha.

Ahora le toca el turno a Ricardo Gómez Londoño, también nacido y criado en Calarcá, también amable conversador, imparable en la charla y además ciclista aficionado. Pero Ricardo será opuesto a Néstor hasta la médula: es el ingeniero responsable del núcleo de explotación forestal de Smurfit-Kappa para el eje cafetero y, por tanto, un defensor convencido de las plantaciones comerciales de árboles. En su discreta oficina, Ricardo, quien domina los datos técnicos con precisión apabullante, como un malabarista que juega tirando un arsenal de cuchillos al aire sin cortarse, me va a hipnotizar explicando que la multinacional es la propietaria privada con mayores áreas de bosque natural en el país, que sus lotes son globos de terreno siempre superiores a 70 hectáreas para lograr un rendimiento eficaz, que tienen 454 propiedades repartidas en seis departamentos, que emplean sobre terreno a 2.500 operarios entre jornaleros, aserradores, fumigadores y demás, que para alimentar los molinos de la fábrica en Yumbo se necesitan 830.000 toneladas de madera al año, es decir, cada día entre 300 y 350 tractomulas cargadas de troncos provenientes de las montañas del centro y suroccidente colombiano, y que toman en cuenta la vocación del suelo para no desarrollar actividades en zonas donde, según él, podrían alterar otras dinámicas productivas (no me lo creo) o, en todo caso, donde el precio de los terrenos no ofrecería la rentabilidad esperada (eso me parece más convincente). Por eso prefieren fincas entre los 1.600 y 2.400 metros de altitud, donde la tierra suele ser quebrada, sí, pero barata y lluviosa.

—¿Qué es lo que nos interesa? —continua Ricardo—. El agua. Smurfit-Kappa Cartón de Colombia lo tiene totalmente claro, nuestros bosques naturales protegen las fuentes hídricas de las comunidades que están más abajo de las plantaciones, porque competimos con la ganadería extensiva, ayudamos a recuperar terrenos que habían sido deforestados. Mucha gente no nos perdona que aprovecháramos bosques naturales durante muchísimos años en el Bajo Calima, pero es que no era ilegal, y no es hoy en día ilegal; empresas como Maderas Pizano lo siguen haciendo en el Chocó.

Aunque hace décadas que lograron producir papel a partir de maderas tropicales, resulta más provechoso plantar pinos y eucaliptos, pues los tiempos de cosecha son muy cortos y la calidad es superior. Sin embargo, Ricardo Gómez asegura que la multinacional ha experimentado con árboles nativos como el chaquiro (Retrophyllum rospigliosii), que se podría cultivar si sus variedades mejoradas consiguieran cosecharse a los 22 o 24 años. También admite que si se trata de conservar el medio ambiente, no hay comparación posible entre un bosque nativo y una plantación forestal, porque el primero “está totalmente regulado, el ciclo hidrológico allí es perfecto”, mientras que la plantación causa un impacto negativo cuando se tala, dejando el suelo descubierto.

—Ahí no hay discusión —reconoce—, es algo de razón natural.

—¿Y cómo ha sido la relación con Néstor Ocampo?

—Nula. Él no entiende la actividad forestal y nunca la va a entender. Hace caminatas cada mes y toma fotos, las pone en Facebook diciendo que nosotros talamos, que tumbamos, que quemamos. Smurfit tiene una excelente relación con Orquídea, la Organización Quindiana de Ambientalistas, con ellos tenemos proyectos conjuntos. Con Néstor nunca se ha podido. Yo diría que nos evade. Cuando estamos en alguna reunión no habla una palabra, porque sabe que Cartón tiene personas preparadas capaces de dar el debate. Es paisano mío, lo respeto y es un trabajador incansable, nunca ha sido agresivo, ni grosero, pero le falta profundidad. De Néstor se hablan muchas cosas, tiene partes oscuras de su vida que nadie las sabe, entonces la gente puede especular muchísimo, como que se fue del pueblo cinco o seis años y no se conoce lo que hizo en ese tiempo…

Luego nos pasamos a los ejemplares de pinos vietnamitas y centroamericanos, a las precipitaciones en la vertiente del Dagua y La Cumbre, a los inversionistas chilenos y brasileros que están sembrando miles de hectáreas de los llanos orientales con acacias, y a la posibilidad fallida de elaborar papel con fibras de guadua.

—Yo te agradezco, Camilo, que hayas venido. ¿Querés otro tinto?

8

—Cuando volví de Irlanda me encontré en Armenia a León de los Ríos, que era gerente de la Reforestadora Andina —Néstor recalca que su disputa es de ideas, pero las personas se respetan—. Es un tipo muy inteligente, muy formado. Hasta amigos nos hicimos de tanto pelear.

En un coloquio institucional sobre medio ambiente, León ingresó tarde al auditorio y apenas quedaba un puesto libre al lado de Ocampo. Cuando vaciló intentando retroceder, aquél lo encaró:

—Dejáte de pendejadas y sentáte acá, León, que yo no tengo nada contra vos, mi problema es con esa verraca multinacional.

Cierta vez León de los Ríos buscó a Néstor para decirle que Víctor Giraldo, otro de los hombres fuertes de Smurfit en el país, deseaba conocerlo:

—El doctor Giraldo lo anda buscando, quiere hablar con usted. Lo invita a Cali, a Yumbo, todos los días que quiera, en las condiciones que quiera…

—Hombre, León, decíle que yo estoy muy ocupado, no tengo tiempo de ir por allá. Si quiere hablar conmigo que venga a Calarcá.

Y vino. Cartón de Colombia ordenó alquilar uno de los salones grandes del Hotel Armenia Estelar, el mejor del momento, nada más que para sostener un almuerzo entre dos tipos. Néstor corrió temprano al lugar donde, como de costumbre, tenía conocidos.

—Muchachos —les dijo—, ¿ustedes me garantizan que no vayan a montar una hijueputa cámara escondida en ese salón?

Así, sobre seguro, luego de traspasar a bordo de su bicicleta esa ciudad ruinosa devastada por un terremoto y antes por la caída de los precios del café, el hombrecito moreno y despeinado detrás de sus lentes gruesos como jarrones vio llegar al vicepresidente colombiano de Smurfit. Víctor Giraldo era, en términos estrictamente legales, un empleado más de la multinacional que hoy factura 8.200 millones de euros al año, esa compañía con la que Néstor se ha pasado media vida peleando y de la que terminó siendo accionista sin querer. Bajo una aparente normalidad muy cordial, los convidados probaron las primeras cucharadas. Entonces Giraldo intentó con evasivas:

—Néstor, yo creo que nosotros, a pesar de algunas diferencias, estamos del mismo lado del río.

Tres frases más adelante, el otro pegó el hachazo:

—Mirá, hombre, parála ahí un momentico. Nosotros no estamos de la misma orilla de nada: estamos en las orillas opuestas de un río muy, pero muy ancho. Tan ancho, que casi ni lo alcanzo a ver a usted.

A partir de ahí ambos discutieron sin rodeos. Con una franqueza inesperada Giraldo se calentó. Que eso era oponerse al progreso, cosas de izquierda y de guerrilleros, podrían trabajar juntos en planes por el medio ambiente, una causa común, un interés superior, podrían colaborarse, ayudarse de alguna manera. No debía olvidarlo: él, por poco que fuera, también era dueño y accionista de la compañía…

Maquinaba su discurso, pero el morenito despeinado ya no iba a entender razones. Se devolvía al mismo niño que agotó sus tardes viendo trabajar las hormigas dentro de la hierba, intrigado por descifrar cómo algo tan pequeño podía moverse, sorprendido con la manera como crecen las plantas y engordan las nubes. Un niño que brincaba imitando los venados del Alto Navarco, donde aprendió con su abuelo a cuidar el monte y a buscar los huevos de las gallinas entre los matorrales.

Liquidaron el almuerzo y se despidieron. Nunca se volvieron a ver.

*

* Rodrigo Grajales es fotógrafo y documentalista independiente, además de docente universitario. Acompaña movimientos sociales, conflictos políticos, así como procesos de los pueblos originarios de Colombia. Su trabajo ha aparecido en publicaciones colombianas (El Malpensante, El Espectador y Semana) y en medios internacionales (Revista Ñ, El Clarín, Internazionale, Antrhopos, Warscapes y Kunststadt).

 

Camilo Alzate prepara la publicación de su libro, Monte arriba: relatos de montañeros y conflictos ambientales en el eje cafetero, aún inédito, del que formará parte una versión de esta crónica.