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Vicente Patón y la arquitectura de los sueños
«La arquitectura es algo que tiene cierta fantasía, igual que la poesía. No es una cosa rígida, algo resuelto con regla y cartabón, es algo que surge así, como un sueño.»
Oscar Niemeyer
Lo conocí a la luz nocturna de La Luna de Madrid, allá por los tiempos de neón y electricidad ambiental de la movida madrileña, en el lejanísimo mes de octubre de 1983.Un momento en el que todos o casi todos, además de personas, éramos ciertamente personajes en busca de autor, inventando nuevas señas de identidad en una ciudad que se quería alejar, acelerada y definitivamente, de la grisura polvorienta del franquismo. Lo apodaban “Plasti” y era, al tiempo, tímido y reservado en su trato personal, y profundamente atrevido y transgresor en sus ocurrencias, artefactos e indumentaria, que inundaban de irreverencia y creatividad situaciones y espacios que sólo sobreviven difuminados en nuestra memoria. Rememoro con deleite la sección “Mis horrores favoritos”, que escribía junto a Manuel Blanco, y los recortables de edificios de Madrid (¡Qué éxito tuvo el del Edificio España!) que proyectó en la revista y que te permitían, de una forma casi infantil, apropiarte, tocar y amar ese nuestro paisaje urbano que, si no era ciertamente monumental como el de Roma o París, sí que era definitivamente el nuestro, el escenario de nuestra geografía vital y sentimental.
Yo también soy tímido en la primera toma de contacto y eso facilitó enormemente nuestra complicidad, siempre en un segundo plano, detrás del bullicio y los fuegos de artificio de figuras estelares como Costus, Almodóvar, Pérez-Mínguez, Ceesepe, Alaska y tantos otros. Nunca dejaba de sorprenderme su personalidad ciertamente poliédrica, inmediatamente visible según el ángulo y el color que reflejaba la conversación. Descubrí pronto que el inquieto dibujante y periodista era, en realidad, un sosegado y brillantísimo arquitecto de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM), dotado de una sensibilidad e intuición artísticas fuera de lo común, como confirma que uno de sus proyectos, además de merecer matrícula de honor, terminara representando a España en el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos en la lejana Bulgaria allá por el año 1972. En el terreno humano siempre relacioné su especial paz interior, calidez en el trato y dulzura en la mirada con una infancia rodeado de plantas y flores en los jardines del Convento de las Damas Apostólicas del Paseo de la Habana (hoy amenazado de derribo), lo que parecía haberle proporcionado ─por ósmosis─ una suerte de ecosistema emocional interior, además de convertirle en un jardinero fiel a la naturaleza para el resto de su vida y en uno de los principales expertos en jardines históricos. Algo más tarde descubrí, también, su pasión por la música y, curiosamente, su debilidad por la bossa nova brasileña, como si fuese el trasunto de su propia personalidad, pues definitivamente ésta reflejaba, con el punto exacto de vulnerabilidad, el aire ligero y elegante, la claridad y la armonía de las canciones de Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes.
Tras un periodo en el que formó estudio con Rafael Pina y Lola Artigas y en el que lograron grandes éxitos como el Premio Extraordinario del Concurso de Ideas para un Parque dedicado a García Lorca en Víznar o el Segundo Premio de la Ordenación del entorno de San Francisco el Grande, terminó compartiendo trabajo y, sobre todo, vida y pasión con otro arquitecto, Alberto Tellería, formando una especie de organismo simbiótico uniformemente acelerado en estado de creatividad permanente. Además de algunos edificios en Madrid, son notables sus intervenciones en el patrimonio histórico: restauró las murallas de Brihuega por encargo del Ministerio de Cultura, rehabilitó la Escuela Superior de Canto de la calle San Bernardo, restauró la iglesia de San Manuel y San Benito frente al Retiro, hizo la reforma del Hostal de los Reyes Católicos de Santiago de Compostela y proyectó, recientemente, el Museo de los Caños del Peral, en la estación de Metro de Ópera de Madrid. Tenemos destellos de su talento artístico e innovación en múltiples piezas o instalaciones relacionadas con el interiorismo madrileño como las luminosas cascadas de la estación de Metro de Chamartín, las bóvedas de la estación de Metro del Aeropuerto de Barajas ─con ese fresco a vista de pájaro de la ciudad dormida─, el mural del Metro de Nuevos Ministerios que refleja en alzado el perfil del Paseo de la Castellana y el avión espectral que sobrevuela en vuelo rasante el atrio de la estación de Metro de Colombia. De sus últimos trabajos, el que más me impresionó fue la recreación del despacho de Ramón Gómez de la Serna en el Museo de Arte Contemporáneo del Cuartel del Conde Duque, convertido en una especie de acuario multicolor impenetrable por el que deambulan los libros y los objetos del ilustre escritor vanguardista, apresados en el otro lado del tiempo. Algún recuerdo fotográfico queda, también, de otra de sus vertientes creativas: las memorables instalaciones efímeras que construyó a lo largo de los años, desde aquella que mereció el Primer Premio del Concurso para la Plaza de Colón en 1986 (al que luego se sumó el Premio del Ayuntamiento del mismo año al mejor montaje temporal) a los variados y sorprendentes stands que concibió para grandes empresas e instituciones en ferias y eventos diversos, como aquel de Telefónica que creaba un espacio sideral, inspirado en 2001: Una odisea del espacio, y que se apoyaba en la magnífica utilización de la iluminación, otra de sus grandes especialidades.
Vicente Patón fue también investigador, ensayista y profesor de Proyectos en la Escuela de Arquitectura San Pablo-CEU, labor en la que, a su brillantez, unía una generosa dedicación que le valió el Premio Ángel Herrera al mejor docente, otorgado por los propios alumnos.
Su labor de articulista, principalmente en El País a mediados de los años 80, le hizo acreedor del Premio de Periodismo Santiago Amón otorgado por el COAM; una actividad que mantuvo de forma constante hasta el presente escribiendo en infinidad de revistas especializadas como Arquitectura Viva, Diseño Interior, Tectónica o Sur Exprés, así como en periódicos generalistas.
Abordó, junto a Alberto Tellería, los monumentales, exhaustivos y extenuantes (por la cantidad de kilómetros que recorrieron a pie o en transporte público, pues ninguno tenía carnet de conducir) inventarios de Arquitectura y Desarrollo Urbano, diecisiete volúmenes sobre el patrimonio de la Comunidad de Madrid, así como también ambos contribuyeron a la confección de los tres tomos de Arquitectura Madrid, editados por el COAM y que merecieron, en dos ocasiones, el Premio de Arquitectura del Ayuntamiento de Madrid.
Desde siempre le preocupó y militó activamente en la preservación del patrimonio cultural, pero quizá su época de mayor proyección pública le vino ─a él, que eludía el protagonismo y le disgustaba la confrontación─ cuando renunció a la lucha desde las instituciones y dimitió como Vocal de la Comisión de Patrimonio de la Fundación Cultural COAM, por su absoluta dejadez y connivencia con los desmanes del Ayuntamiento y de los intereses especulativos e inmobiliarios que permitían la destrucción arquitectónica y urbana de Madrid. Se pasó entonces a la casi clandestinidad, impulsando con poco más que su entusiasmo y el de algunos amigos y profesionales, la Asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio en 2009, que aboga por la defensa del patrimonio de la ciudad y por el desarrollo de un urbanismo sostenible. Y así, esta persona, afable y pacífica pero de enorme coherencia y determinación, terminó erigiéndose ─con sus denuncias, demandas judiciales, informes técnicos de altísima calidad, conferencias , mesas redondas y actividades diversas─ en la pesadilla diaria de los poderes fácticos, generando preocupación e irritación entre arquitectos, políticos y funcionarios así como constructores e inmobiliarias por su disparatada y peligrosa oposición a la “modernización”, el “dinamismo” y la “puesta en valor del tejido económico” de la ciudad. El inmenso agujero dejado por el complejo Canalejas al costado de la Puerta del Sol, con sus fantasmagóricas e inermes fachadas, es el mudo testigo de la continua y consciente destrucción de la ciudad de Madrid a manos de la codicia de unos pocos, la sospechosa aquiescencia de las instituciones que deberían protegerla y la absoluta desidia y despreocupación de la población, que tan sólo se congrega para comprar malo y barato en Primark o para acudir eufórica y borracha a bañarse en las fuentes de Cibeles o Neptuno si su equipo de fútbol gana no sé qué tedioso torneo. La vida de Vicente Patón giró en todos los sentidos sobre Madrid y luchó, con todos los sentidos, por visibilizar la ciudad, esta ciudad real y objetiva permanentemente amenazada por la especulación y la destrucción: el Teatro Albéniz, el Frontón Beti Jai, la Quinta de Torre Arias o el Palacio de la Música son algunas victorias temporales de la guerrilla urbana que dirigía, en combate ciertamente desigual contra el ejército de las sombras. Al final, como escribió Italo Calvino en Las ciudades invisibles, el único territorio irreductible es la ciudad interior que este añorado arquitecto y amigo irremplazable compartió con nosotros, aquélla compuesta por sus recuerdos, sus vivencias y su fantasía, porque en realidad “las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedo, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas y toda cosa esconda otra”.
En portada, retrato de Vicente Patón en los años 80.
Segunda ilustración, recuadro superior izquierdo, vista de estudio en Pozuelo de Alarcón; superior derecho, detalle de escaleras en un local de la calle Barbieri; inferior izquierdo, detalle del Museo en la estación de Ópera; inferior derecho, fachada de vivienda en la calle Juan Valera.
Dos vistas del mural de la estación de metro de Chamartín (2007).
Mural de la estación de metro del aeropuerto de Barajas (1999).
Vicente Patón y la arquitectura de los sueños
«La arquitectura es algo que tiene cierta fantasía, igual que la poesía. No es una cosa rígida, algo resuelto con regla y cartabón, es algo que surge así, como un sueño.»
Oscar Niemeyer
Lo conocí a la luz nocturna de La Luna de Madrid, allá por los tiempos de neón y electricidad ambiental de la movida madrileña, en el lejanísimo mes de octubre de 1983.Un momento en el que todos o casi todos, además de personas, éramos ciertamente personajes en busca de autor, inventando nuevas señas de identidad en una ciudad que se quería alejar, acelerada y definitivamente, de la grisura polvorienta del franquismo. Lo apodaban “Plasti” y era, al tiempo, tímido y reservado en su trato personal, y profundamente atrevido y transgresor en sus ocurrencias, artefactos e indumentaria, que inundaban de irreverencia y creatividad situaciones y espacios que sólo sobreviven difuminados en nuestra memoria. Rememoro con deleite la sección “Mis horrores favoritos”, que escribía junto a Manuel Blanco, y los recortables de edificios de Madrid (¡Qué éxito tuvo el del Edificio España!) que proyectó en la revista y que te permitían, de una forma casi infantil, apropiarte, tocar y amar ese nuestro paisaje urbano que, si no era ciertamente monumental como el de Roma o París, sí que era definitivamente el nuestro, el escenario de nuestra geografía vital y sentimental.
Yo también soy tímido en la primera toma de contacto y eso facilitó enormemente nuestra complicidad, siempre en un segundo plano, detrás del bullicio y los fuegos de artificio de figuras estelares como Costus, Almodóvar, Pérez-Mínguez, Ceesepe, Alaska y tantos otros. Nunca dejaba de sorprenderme su personalidad ciertamente poliédrica, inmediatamente visible según el ángulo y el color que reflejaba la conversación. Descubrí pronto que el inquieto dibujante y periodista era, en realidad, un sosegado y brillantísimo arquitecto de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM), dotado de una sensibilidad e intuición artísticas fuera de lo común, como confirma que uno de sus proyectos, además de merecer matrícula de honor, terminara representando a España en el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos en la lejana Bulgaria allá por el año 1972. En el terreno humano siempre relacioné su especial paz interior, calidez en el trato y dulzura en la mirada con una infancia rodeado de plantas y flores en los jardines del Convento de las Damas Apostólicas del Paseo de la Habana (hoy amenazado de derribo), lo que parecía haberle proporcionado ─por ósmosis─ una suerte de ecosistema emocional interior, además de convertirle en un jardinero fiel a la naturaleza para el resto de su vida y en uno de los principales expertos en jardines históricos. Algo más tarde descubrí, también, su pasión por la música y, curiosamente, su debilidad por la bossa nova brasileña, como si fuese el trasunto de su propia personalidad, pues definitivamente ésta reflejaba, con el punto exacto de vulnerabilidad, el aire ligero y elegante, la claridad y la armonía de las canciones de Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes.
Tras un periodo en el que formó estudio con Rafael Pina y Lola Artigas y en el que lograron grandes éxitos como el Premio Extraordinario del Concurso de Ideas para un Parque dedicado a García Lorca en Víznar o el Segundo Premio de la Ordenación del entorno de San Francisco el Grande, terminó compartiendo trabajo y, sobre todo, vida y pasión con otro arquitecto, Alberto Tellería, formando una especie de organismo simbiótico uniformemente acelerado en estado de creatividad permanente. Además de algunos edificios en Madrid, son notables sus intervenciones en el patrimonio histórico: restauró las murallas de Brihuega por encargo del Ministerio de Cultura, rehabilitó la Escuela Superior de Canto de la calle San Bernardo, restauró la iglesia de San Manuel y San Benito frente al Retiro, hizo la reforma del Hostal de los Reyes Católicos de Santiago de Compostela y proyectó, recientemente, el Museo de los Caños del Peral, en la estación de Metro de Ópera de Madrid. Tenemos destellos de su talento artístico e innovación en múltiples piezas o instalaciones relacionadas con el interiorismo madrileño como las luminosas cascadas de la estación de Metro de Chamartín, las bóvedas de la estación de Metro del Aeropuerto de Barajas ─con ese fresco a vista de pájaro de la ciudad dormida─, el mural del Metro de Nuevos Ministerios que refleja en alzado el perfil del Paseo de la Castellana y el avión espectral que sobrevuela en vuelo rasante el atrio de la estación de Metro de Colombia. De sus últimos trabajos, el que más me impresionó fue la recreación del despacho de Ramón Gómez de la Serna en el Museo de Arte Contemporáneo del Cuartel del Conde Duque, convertido en una especie de acuario multicolor impenetrable por el que deambulan los libros y los objetos del ilustre escritor vanguardista, apresados en el otro lado del tiempo. Algún recuerdo fotográfico queda, también, de otra de sus vertientes creativas: las memorables instalaciones efímeras que construyó a lo largo de los años, desde aquella que mereció el Primer Premio del Concurso para la Plaza de Colón en 1986 (al que luego se sumó el Premio del Ayuntamiento del mismo año al mejor montaje temporal) a los variados y sorprendentes stands que concibió para grandes empresas e instituciones en ferias y eventos diversos, como aquel de Telefónica que creaba un espacio sideral, inspirado en 2001: Una odisea del espacio, y que se apoyaba en la magnífica utilización de la iluminación, otra de sus grandes especialidades.
Vicente Patón fue también investigador, ensayista y profesor de Proyectos en la Escuela de Arquitectura San Pablo-CEU, labor en la que, a su brillantez, unía una generosa dedicación que le valió el Premio Ángel Herrera al mejor docente, otorgado por los propios alumnos.
Su labor de articulista, principalmente en El País a mediados de los años 80, le hizo acreedor del Premio de Periodismo Santiago Amón otorgado por el COAM; una actividad que mantuvo de forma constante hasta el presente escribiendo en infinidad de revistas especializadas como Arquitectura Viva, Diseño Interior, Tectónica o Sur Exprés, así como en periódicos generalistas.
Abordó, junto a Alberto Tellería, los monumentales, exhaustivos y extenuantes (por la cantidad de kilómetros que recorrieron a pie o en transporte público, pues ninguno tenía carnet de conducir) inventarios de Arquitectura y Desarrollo Urbano, diecisiete volúmenes sobre el patrimonio de la Comunidad de Madrid, así como también ambos contribuyeron a la confección de los tres tomos de Arquitectura Madrid, editados por el COAM y que merecieron, en dos ocasiones, el Premio de Arquitectura del Ayuntamiento de Madrid.
Desde siempre le preocupó y militó activamente en la preservación del patrimonio cultural, pero quizá su época de mayor proyección pública le vino ─a él, que eludía el protagonismo y le disgustaba la confrontación─ cuando renunció a la lucha desde las instituciones y dimitió como Vocal de la Comisión de Patrimonio de la Fundación Cultural COAM, por su absoluta dejadez y connivencia con los desmanes del Ayuntamiento y de los intereses especulativos e inmobiliarios que permitían la destrucción arquitectónica y urbana de Madrid. Se pasó entonces a la casi clandestinidad, impulsando con poco más que su entusiasmo y el de algunos amigos y profesionales, la Asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio en 2009, que aboga por la defensa del patrimonio de la ciudad y por el desarrollo de un urbanismo sostenible. Y así, esta persona, afable y pacífica pero de enorme coherencia y determinación, terminó erigiéndose ─con sus denuncias, demandas judiciales, informes técnicos de altísima calidad, conferencias , mesas redondas y actividades diversas─ en la pesadilla diaria de los poderes fácticos, generando preocupación e irritación entre arquitectos, políticos y funcionarios así como constructores e inmobiliarias por su disparatada y peligrosa oposición a la “modernización”, el “dinamismo” y la “puesta en valor del tejido económico” de la ciudad. El inmenso agujero dejado por el complejo Canalejas al costado de la Puerta del Sol, con sus fantasmagóricas e inermes fachadas, es el mudo testigo de la continua y consciente destrucción de la ciudad de Madrid a manos de la codicia de unos pocos, la sospechosa aquiescencia de las instituciones que deberían protegerla y la absoluta desidia y despreocupación de la población, que tan sólo se congrega para comprar malo y barato en Primark o para acudir eufórica y borracha a bañarse en las fuentes de Cibeles o Neptuno si su equipo de fútbol gana no sé qué tedioso torneo. La vida de Vicente Patón giró en todos los sentidos sobre Madrid y luchó, con todos los sentidos, por visibilizar la ciudad, esta ciudad real y objetiva permanentemente amenazada por la especulación y la destrucción: el Teatro Albéniz, el Frontón Beti Jai, la Quinta de Torre Arias o el Palacio de la Música son algunas victorias temporales de la guerrilla urbana que dirigía, en combate ciertamente desigual contra el ejército de las sombras. Al final, como escribió Italo Calvino en Las ciudades invisibles, el único territorio irreductible es la ciudad interior que este añorado arquitecto y amigo irremplazable compartió con nosotros, aquélla compuesta por sus recuerdos, sus vivencias y su fantasía, porque en realidad “las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedo, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas y toda cosa esconda otra”.
En portada, retrato de Vicente Patón en los años 80.
Segunda ilustración, recuadro superior izquierdo, vista de estudio en Pozuelo de Alarcón; superior derecho, detalle de escaleras en un local de la calle Barbieri; inferior izquierdo, detalle del Museo en la estación de Ópera; inferior derecho, fachada de vivienda en la calle Juan Valera.
Dos vistas del mural de la estación de metro de Chamartín (2007).
Mural de la estación de metro del aeropuerto de Barajas (1999).