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Un gnóstico en Orange County

La Exégesis de Philip K. Dick
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“Leyéndole, a veces veía la siguiente imagen: un hombre tecleando quizás en la mesa de la cocina, bien despierto a base de dexedrina y de 20 tazas de café, tecleando deprisa; sencillamente inventándoselo todo sobre la marcha y de alguna forma, por detrás de todo eso, con un admirable deseo de sacarnos a todos, aunque sólo sea por unos segundos, directamente fuera de nuestras miserables mentes.”
William Gibson

Soy un fan de la ciencia ficción casi desde que aprendí a leer, pero confieso que nunca me ha gustado mucho Philip K. Dick. Es uno de esos escritores de ciencia ficción que les gustan a quienes por lo general la odian, lo cual puede influir un poco en mi desagrado, aunque no mucho (Ballard es otro de esos y Ballard me gusta mucho). Es verdad que he sentido una atracción desde siempre por su universo, por sus ideas y por sus intereses, pero sus novelas se me caen de las manos. De niño y de adolescente, estaba obsesionado con Blade Runner. La vi muchas veces, y en casa ponía la banda sonora una y otra vez y me tumbaba a escucharla y a mirar los fotogramas que aparecían en la funda del LP: Sean Young envuelta en maravilloso y translúcido humo de cigarrillo, Rutger Hauer con rostro terrible frente a un tablero de ajedrez luminoso, Daryl Hannah con un collar de perro y un platinado peinado glam. Pero después se me ocurrió leer la novela en la que estaba basada la película, que es, por supuesto, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? El cine superando a la literatura con la distancia que hay desde Orión hasta la Puerta de Tannhäuser (que no existe). La sensación inevitable de que sus novelas están escritas a toda prisa y de cualquier manera; la terrible prosa, chata, torpe y superflua; la casi nula capacidad de evocación sensorial; la causalidad primitiva y convencional de las tramas; los clichés de caracterización o, por el contrario, la búsqueda de excentricidades gratuitas en los personajes (el clásico truco de los malos escritores para intentar hacer más vívidas a sus criaturas); esos diálogos redundantes, aburridos... Uno tiene la sensación de que son mejores las ideas que las novelas mismas. Siempre es mágico cuando alguien nos cuenta una novela de Philip K. Dick; sentimos que tenemos que leerla ya mismo, que ese libro nos va a cambiar la vida. Después, la leemos y todo se vuelve borroso y banal, y del hechizo no queda ni rastro.

Claro que hay excepciones. Radio Libre Albemut, Una mirada a la oscuridad (absurda traducción del título de A Scanner Darkly) y La transmigración de Timothy Archer están muy bien, y creo que VALIS, sin duda la mejor de sus novelas, es un libro maravillosamente original, pero no me gustan Ubik, ni El hombre en el castillo, ni La lotería solar ni ninguna de las ocho o nueve más que conozco (no voy a pretender, desde luego, que he leído ni la mitad de las cuarenta y nueve novelas que escribió). Hace poco, la Library of America publicó tres volúmenes con sus novelas, y no es que anden escasos de grandes escritores americanos a los que incluir en la colección. ¿A qué están esperando para publicar a Ursula K. Le Guin, Roger Zelazny, Gene Wolfe, Samuel R. Delany o William Gibson? Todos ellos son ampliamente superiores a Philip K. Dick en casi todos los sentidos. Y a pesar de todo...

A pesar de todo, tengo que reconocer que ninguno de esos escritores posee el magnetismo de Philip K. Dick, un magnetismo quizás abstracto que apenas llegó a materializarse en tres o cuatro buenas novelas y en la pequeña joya de VALIS, pero que atrapa y obsesiona. Hay algo en sus mejores novelas profundamente urgente y serio, a pesar del humor y de la escritura amateur. Uno siente que está leyendo algo de suprema importancia, no sólo para el autor, sino para uno mismo. Uno siente que alguien ha mirado dentro de la vida de uno y que después Philip K. Dick ha expuesto en su novela, deprisa y corriendo, cierto problema íntimo, terrible, semiolvidado, insoslayable. Esa es la razón de que sus libros produzcan un sentimiento de incomodidad, como la sensación cuando nos despertamos con una resaca espantosa y somos incapaces de recordar qué ocurrió la noche anterior.

Esa breve racha de buenas novelas al final de su vida (su periodo menos prolífico: en los sesenta llegaba a terminar siete en un solo año) coincide con y tiene su origen en la redacción de una obra monstruosa, incalificable, no pensada en su mayor parte para su publicación. La materia de la que están hechas se puede encontrar en bruto en ese enloquecedor corpus de anotaciones filosóficas, religiosas y especulativas de todo tipo, que Dick solía llamar con el nombre de Exégesis.

 

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“Las siguientes cosas me resultan obvias:
(1) Estoy en una formidable búsqueda espiritual que abarca la totalidad de mi vida.
(2) Tiene que ver con –aunque no está limitada a– mi escritura.
(3) Estoy haciendo progresos.”

Philip K. Dick, Exégesis, anotación de 1981

Desde 1974 y hasta su muerte en 1982, Philip K. Dick escribió, prácticamente sin interrupción, esa gran investigación filosófica sobre la realidad que llamaba su Exégesis. Fue la obra de su vida y, aunque no estaba pensada para su publicación, seguramente él sentía que era lo más importante que había escrito. Casi siempre de noche, llenaba cuadernos febrilmente mientras escuchaba a todo volumen por los auriculares a Stevie Nicks, Linda Ronstadt o Brian Eno. A veces (bajo la influencia o no de ciertas sustancias), escribía más de cien páginas antes de irse a dormir. En esas noches californianas de los años setenta, noches de soledad y música pop, con el infinito bosque de las teorías desplegándose en su cerebro como un complejísimo tumor arborescente, Dick fue un hombre con una misión, un hombre entregado a una realidad más alta y, cabe suponer, un hombre feliz. Al mismo tiempo, fue un hombre desesperado, solo y desdichado, que se aferraba con todas sus fuerzas a lo único que lo podía mantener con vida: su gran explicación de los ya famosos sucesos de febrero y marzo de 1974. Las primeras dos teorías básicas, justo en la base del Árbol de las Teorías, eran: ¿he visto a Dios o me he vuelto loco? A partir de ahí, cada una de las respuestas se bifurcaba y se trifurcaba hasta el infinito, o casi.

El manuscrito tiene unas ocho mil páginas y más de dos millones de palabras (los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, por ejemplo, tienen un millón doscientas mil). Hace unos años, apareció un volumen de más de novecientas páginas (The Exegesis of Philip K. Dick, Houghton Mifflin Harcourt, 2011, editado, entre otros, por Jonathan Lethem), que representa una especie de antología “indispensable” de la Exégesis.

Leerlo se parece bastante a adentrarse en un inmenso vertedero de chatarra. Uno pasa junto a todo tipo de trastos inútiles, rotos, baratos, incomprensibles y, de vez en cuando, encuentra algún objeto que llama la atención, casi siempre vaga o decisivamente familiar, pero aun así sin duda fascinante. La experiencia es sofocante, aburrida, a ratos aterradora o involuntariamente hilarante, repetitiva y carente de sentido o dirección reales... y, aun así, uno se encuentra sufriendo y extasiándose con el pobre Phil, dándose palmadas de desesperación en la frente cada vez que vuelve a caer en sus manías y tics, sintiéndose francamente feliz cada vez que encuentra un poco de amor, belleza y compasión en el mundo.

También, un pensamiento comienza a abrirse camino: en algún lugar de este libro debe de estar el secreto de la vida y del universo. Por supuesto, el mejor sitio para esconder la Verdad y que nadie la encuentre sea probablemente la Exégesis.        

Tras décadas de abuso de drogas, particularmente anfetaminas (a causa de las cuales tuvo que ser hospitalizado en 1969 por pancreatitis y fallo renal), desde 1970, a raíz del divorcio de su cuarta esposa, Nancy, Dick metió en su casa a un montón de freaks callejeros adolescentes, y vivió durante un tiempo de forma prácticamente comunal, tomando muchas drogas (anfetaminas, LSD, mezcalina) y escribiendo muy poco. “Todos tomamos speed y vamos a morir”, escribió en una carta por esa época, “pero aún tendremos algunos años... y mientras vivamos viviremos como somos: estúpidos, ciegos, llenos de amor, hablando, estando juntos, bromeando, sosteniéndonos los unos a los otros.” Después vinieron varios intentos de suicidio, el abandono de las anfetas, su traslado definitivo a Fullerton, en Orange County, una de las regiones más firmemente republicanas de Estados Unidos, su boda, en 1973, con Tessa, de 18 años (él tenía 45), y el nacimiento, ese mismo año, de su hijo Christopher. Y al año siguiente, su vida cambió.

¿Podemos llamar a las experiencias de Dick en 1974 religiosas en alguna forma? ¿Tiene sentido esta pregunta? Para él, desde luego, sí lo tenía. William James, en Las variedades de la experiencia religiosa, propone cuatro características fundamentales para definir los “estados de conciencia místicos”: inefabilidad: el sujeto asegura que la experiencia no puede ser explicada con palabras; cualidad noética: el sujeto recibe conocimiento o información, que durante mucho tiempo estará revestida de un fuerte sentido de autoridad; transitoriedad: estos estados duran quizá unas horas y después se disuelven en la luz del día; pasividad: el sujeto no actúa, sino que siente que una fuerza superior toma el control, en parte como si una personalidad alternativa aflorase.

Sea lo que sea que provocase los sucesos del 2 de marzo de 1974 (2-3-74), James los hubiese definido sin duda como una dilatada experiencia mística.

Para los detalles del 2-3-74 (que son muchos), además del libro que todo el mundo menciona hoy en día cuando se habla de Dick (Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, de Emmanuel Carrère), es recomendable sobre todo la biografía Divine Invasions, de Lawrence Sutin, aunque, que yo sepa, aún no está traducida al español.

Algunos acontecimientos decisivos del 2-3-74:

En febrero, el dentista le inyecta pentotal sódico y le extrae una muela del juicio. Esa tarde, le envían una repartidora a domicilio con analgésicos. Al abrir la puerta, completamente desesperado por el dolor, se fija en el acto en un colgante dorado en forma de pez que lleva la chica. Dick le pregunta por el colgante y ella contesta: “Es el símbolo que llevaban los primeros cristianos”. Este es el momento decisivo. En ese preciso instante, Dick lo recuerda todo. Es lo que llamará más tarde anámnesis. Esto es lo que recuerda: él vive en la antigua Roma (exactamente, en el año 70 d.C.) y es uno de los primeros cristianos, perseguido por las autoridades romanas. La california de 1974 que ve a su alrededor es sólo una ilusión, un engaño para distraer de la verdadera realidad.

Comienza a soñar, noche tras noche, con un inacabable documento que le es mostrado y del que, por la mañana, tan sólo recuerda algunas palabras sueltas.

Una entidad luminosa de color rojo y dorado se pone en contacto con él y, en cierto sentido, se instala en él. Dick la llamará plasmate, Zebra o VALIS.

Comienza a tener la sensación, que persistirá hasta el final de su vida, de que ha entrado en una novela de Philip K. Dick.        

No hay ninguna evidencia concluyente sobre que Dick padeciera una enfermedad mental o que nos permita identificar cuál era. Se ha especulado con que pudo haber sufrido epilepsia del lóbulo temporal, difícil de detectar, asociada a menudo con fuertes sentimientos religiosos y, precisamente, con hipergrafía. En realidad, al lector de la Exégesis poco le puede importar esto, aunque para Dick era vital saber a qué atenerse.

 

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“Los paranoicos no están paranoicos (Proverbio 5) porque sean paranoicos, sino porque una y otra vez se ponen, los putos idiotas, deliberadamente en situaciones paranoicas.”
Thomas Pynchon, El arco iris de la gravedad (Proverbios para Paranoicos)

La teoría central de la Exégesis, el descubrimiento que Dick hace, es la siguiente: lo que habitualmente llamamos realidad es una construcción, detrás de la cual hay otra realidad, que es la única real. Hay por tanto, en el universo, una fuerza negativa, que genera la Mentira, y una fuerza positiva, que está oculta detrás de todo y que constituye la Verdad.

A la realidad falsa, que ve como una cárcel y que identifica con el Imperio romano y con el gobierno de Richard Nixon, la llama Negra Prisión de Hierro. A la fuerza benigna, Zebra o VALIS. El universo, dice Dick, está hecho de información. Los seres humanos somos de alguna forma almacenes de información que al vivir y morir vamos formando la figura de una cebolla cósmica, capa sobre capa, hasta que en el despertar final nuestra conciencia, que es la conciencia divina con otro nombre, ocupe el lugar del universo. “Pero debajo de todos los nombres”, leemos en VALIS, “hay un solo Hombre Inmortal; y nosotros somos ese hombre”.

Estas ideas básicas son retorcidas, destruidas, divididas e invertidas una y otra vez a lo largo de la Exégesis, y, por supuesto, se mezclan con todo tipo de teorías verdaderamente extrañas, como por ejemplo la idea de los constructores, una raza alienígena con tres ojos y con pinzas en lugar de manos (un cruce entre esos alienígenas invasores de cuerpos y dotados de pinzas que Lovecraft llama la Gran Raza de Yith y los daleks de Doctor Who), que envían comunicados a la humanidad, o de que sus experiencias de 2-3-74 fueron causadas por transmisiones a distancia de la KGB rusa.

Las fuentes de Dick son amplias y parten casi siempre de la Enciclopedia Británica, con la que estaba verdaderamente obsesionado. Desde Platón y los neoplatónicos, hasta Terence McKenna y Timothy Leary, pasando por los presocráticos, el vedanta, Leibniz, Hegel, Whitehead, Jung, Joseph Campbell, Teilhard de Chardin, Julian Jaynes (autor de El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, un libro que propone que en tiempos antiguos nuestros dos hemisferios cerebrales estaban de alguna forma unidos y por eso los hombres escuchaban las voces de los dioses, cosa que ahora sólo les ocurre a los esquizofrénicos) y sus propias novelas, que analiza una y otra vez en busca de significados ocultos, revelaciones inconscientes y mensajes secretos.

Pero el mito central de Dick, el mito alrededor del cual todas esas fuentes citadas giran, proviene del gnosticismo, como el propio Dick reconoce una y otra vez (“Estoy demasiado metido en el gnosticismo para dar marcha atrás”). Hay una relación central entre los mitos gnósticos y la gran tradición literaria posmoderna, que comienza con Borges, uno de los introductores del gnosticismo en la literatura del siglo XX.

La cosmología gnóstica, resumiendo mucho y unificando sistemas muy diversos, propone un primer estado de absoluta plenitud, luz y perfección; de éste, por diversas razones, se desgaja un componente, el demiurgo, el cual olvida el estado primero de completitud, comienza a pensar que es la única divinidad y crea un mundo imperfecto e ilusorio (el nuestro) y unas criaturas (nosotros) a su imagen y semejanza. Sin embargo, la mónada, la verdadera divinidad, casi siempre impersonal e innombrable, se apiada de los hombres e introduce en ellos una chispa de su propio ser eterno, que queda rodeada por la materia oscura y dormida. La restauración de la parte divina en el hombre es también la restauración de la parte divina del universo.

La literatura posmoderna, por su parte, pretende “deconstruir la construcción, revelar que lo que creíamos la realidad era en realidad un código, que lo que habíamos tomado por naturaleza o cualquier otra forma de lo inevitable (el yo, la historia, la razón, etcétera) era en realidad un sistema cultural”[1].

El sistema de pensamiento gnóstico/posmoderno, por tanto, plantea que la estructura que sustenta o que constituye la realidad ya no funciona o es falsa y que ha de ser sustituida por otra (Dick habla de la posibilidad de “la construcción de una nueva imagen del mundo que reemplace a la antigua, que está desgastada y cayéndose a trozos y desvaneciéndose”). Esto es la base de la paranoia, y Dick, sólo por detrás de Thomas Pynchon, es el gran bardo de la paranoia. La paranoia es un sentimiento negativo, pero su base está en el sentimiento de que todo tiene un sentido, por muy oculto que esté. El gnosticismo, como el panteísmo y el platonismo (sistemas de los que también se alimenta la Exégesis), postula un mundo hecho de información (de logos) que es susceptible de ser descifrado y cuyos elementos, por tanto, están infinitamente relacionados entre sí.

Esta visión paranoica del mundo, en la que todo está conectado, tiene su lado positivo y su lado negativo. El positivo es el éxtasis de la conciencia, la percepción simultánea de todo el universo o de una gran parte del mismo (la visión de “El Aleph”, por ejemplo). El negativo es la manía persecutoria, el sentimiento de estar atrapado, el miedo de la confabulación universal[2].

El problema de Dick, como dice una y otra vez en la Exégesis, era que la paranoia, que ya estaba presente en él mucho antes, se transformó en 1974 en esquizofrenia (no clínica, sino metafórica).

Siguiendo a grandes rasgos a Lacan, podemos decir que el sujeto paranoico sospecha que hay un relato alternativo del universo oculto bajo el relato oficial. El sujeto esquizofrénico, por su parte, interpreta el mundo como compuesto de múltiples relatos. La visión esquizofrénica, como la paranoica, también tiene su versión positiva y su versión negativa: la negativa es que si todos los relatos posibles son válidos, entonces ninguno lo es, y nuestra existencia flota en un terrible vacío sin sentido; la positiva es que no quedamos encerrados en ningún sistema en concreto y somos libres de jugar y cambiar de un lugar a otro, de una máscara a otra, “de postular construcciones alternativas, de transformar el sistema a nuestro antojo”[3].

La visión de la tradición literaria posmoderna oscila entre la visión paranoica y la visión esquizofrénica del mundo. Dick, que comienza su carrera como un escritor paranoico arquetípico, se convierte tras el 2-3-74 en un escritor esquizofrénico, y su gran problema es que él quiere seguir siendo un paranoico, quiere a toda costa buscar un sistema al que quedar anclado, aunque se base en una verdad inalcanzable. Algo dentro de él, sin embargo, no le deja descansar, y tiene que pasar de una teoría a otra, empezando una y otra vez desde cero, como un Sísifo aquejado de hipergrafía compulsiva. De ahí los dos millones de palabras de la Exégesis, y los dos millones más que hubiera tenido si Dick hubiera vivido diez años más.

Posiblemente el pasaje clave de la Exégesis, la clave de la fascinación que suscita y de su fracaso final, es un curioso diálogo entre Dick y Dios, quizá proveniente de una teofanía, como afirma uno de los comentaristas del libro, o quizá sencillamente inventado por él.

Dios le dice a Dick que tiene que dejar de buscar, que aquí está él, infinito, la respuesta a todas las preguntas. “Entonces pensé un pensamiento”, escribe Dick, “y surgió una infinita regresión de tesis y antítesis”. “Durante más de seis años y medio”, le dice Dios, “has desarrollado teoría tras teoría para explicar el 2-3-74. Cada noche cuando te vas a la cama te dices: ‘Por fin lo he encontrado. He probado teoría tras teoría hasta que ahora, finalmente, tengo la correcta". Y después, a la mañana siguiente, te despiertas y dices: ‘Hay un detalle que no queda explicado por esa teoría. Tendré que pensar otra’. Y eso haces”. Una última vez, Dios le dice que él es el infinito y la respuesta a todo. Dick asiente. “¿Estás entonces satisfecho?”, pregunta Dios. “Déjame probar una teoría más”, dice Dick, y eso hace.

Dick ha quedado atrapado por el lenguaje, y aunque él mismo reconoce que tiene que salir de ese lugar (“es más divertido bailar que pensar, más divertido jugar que hablar”), no podrá salir nunca, y los que conocían a Dick atestiguan el decaimiento espiritual que sufrió en la última época de su vida. “Fat no poseía el concepto del placer”, leemos en VALIS; “sólo entendía el significado”. Y sin embargo, quizá escribir la Exégesis era su única verdadera felicidad.

“La experiencia del 3-74”, escribe, “fue ‘más vasta que imperios’; la exégesis que desveló el significado de la experiencia es más vasta aún; infinita, en suma. ‘¿Qué quieres de la vida?’, me podría preguntar, y contestaría: ‘Esto’”.

 

[1] Del ya clásico ensayo de Andrés Ibáñez «Por una literatura simbiótica», Letra Internacional, 2002, número 74, págs. 22-33.

[2] La máxima expresión de esa conjura universal contra un individuo es el argumento de Tiempo desarticulado, la novela de Dick en la que el mundo que rodea al protagonista no es más que un decorado habitado por actores (el argumento, por cierto, de El Show de Truman).

[3] Ibídem.

El retrato de la portada lo tomó Philippe Hupp en mayo de 1977; la página a mano está extraída del original de la Exégesis.