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Tánger sin velo

Un voyage au bout de la nuit
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Viajamos al sur en busca de la Interzona, esa tierra de nadie cuya desaparición se lamenta desde hace décadas, dispuestos a contemplar su cadáver en descomposición, a velar por los gusanos que entrometen sus restos en una urbe que fue amalgama de Europa pero que pertenece de nuevo a Marruecos.

Dejamos el equipaje en la habitación 4 del Hotel El-Muniria, espacio desde el que Ginsberg aulló a la luna a finales de los cincuenta, mientras Burroughs escribía The Naked Lunch en el departamento contiguo. El mar entra a borbotones por la ventana e inunda la estancia, anega la localidad en azules. Desarrollamos con urgencia las agallas necesarias para sobrevivir en la ciudad sumergida: los peces no conocen el naufragio; los pecios son, para ellos, palacios por habitar.

Buceamos por aguas naranjas. Tánger se muestra como una arrache-cœur grotesca y exótica, una de esas mujeres mágicas capaces de revertir valores y convertir la antonimia en equivalencia: su fealdad da alcance a la belleza. La ciudad ama en su infidelidad, prefiere la orgía a la monogamia y permuta la proposición de matrimonio en sacro affaire.

La Interzona se desprende de alguno de sus velos y deja entrever su cuerpo de prostituta ajada en los cementerios multiculturales repletos de basura en los que sestean y orinan los tangerinos, en los letreros de los cafés antiguos y en los anaqueles de las librerías, pero sobre todo en la mezcla de árabe, francés y español que expelen los hombres acodados en la barra de los bares de tapas, donde ingieren el demonio embotellado. Esos locales son prácticamente los únicos expendedores legales de alcohol existentes en el país, y funcionan también como restaurantes, burdeles, fumaderos de kif, escenarios de música en vivo, extractores de sonrisas y productores de hedonismo. Ocultos tras biombos, cortinas, puertas cerradas con llave y fachadas de cristal de espejo, jamás muestran su interior al viandante, que debe aprender a reconocerlos si pretende llegar al corazón de la arrancacorazones. Bajo su tenue luz roja coinciden las coordenadas del cielo y del infierno.

Franqueamos la entrada del Lisba Bar. La madame del local —una dama de atávica juventud, embutida en un chándal de leopardo, que luce pelo decolorado y labios rojos— nos besa y nos instala en una mesa mientras masca chicle con bruxismo histérico. Entre una veintena de hombres borrachos sólo divisamos a dos mujeres más: van cubiertas de velo y caftán, acarician la nuca de sus potenciales clientes, les susurran al oído. Si el lugar, mugriento y lóbrego, con su barra llena de botellas vacías coronada por una fachada de casa tirolesa, participa de algún atributo en particular, es sin duda de una seductora sordidez. Pedimos dos cervezas Stark, la principal marca nacional junto a la Flag. Nos llenan la mesa de platos que no hemos ordenado: pescadito frito, potaje de habas, ensalada de pepino, pollo especiado, aceitunas y dados de remolacha. De esta manera han asimilado y conservado el concepto español de tapa. La anfitriona me pide un cigarro y se sienta a hablar con nosotros. Nos pregunta, en español irregular, nuestros nombres y lugar de procedencia. Pedimos más cerveza, nos traen más comida. Cuenta que el local se creó a principios del siglo pasado, y que abre, como el resto de establecimientos similares de la ciudad, de once de la mañana a doce de la noche. Nos pregunta si nos apetece fumar kif y, ante nuestro asentimiento, obliga a un anciano diminuto a pasarnos una finísima y alargada pipa de madera que ya no dejará de ofrecernos hasta la despedida. La observo. Se levanta y se mete en el baño, un cuartucho infecto con un agujero en el suelo. Deja la puerta abierta. Un cliente entra tras ella, da media vuelta y desanda su camino, ruborizado y perdido en aspavientos, desconcertado al parecer por el hecho de que una mujer necesite vaciar su vejiga. Ella sale con los pantalones desabrochados, medio bajados, y comienza a vociferar. Se sumen en una histriónica discusión, avanzan en el espacio sin hacer uso de la línea recta y se pierden en una nube de humo. Algunos decilitros más tarde, cuando trato de adivinar qué hora es, el tiempo parece haberse desintegrado: las manecillas del reloj de pared que cuelga junto a la fotografía de Mohamed VI ralentizan su ritmo hasta subvertir el sentido; la ausencia de ventanas, así como el biombo que se extiende ante la puerta, convierten mi intento en empresa inviable. La sensación es exactamente la misma a la del terrorífico momento previo a emerger de un after y enfrentarse a la luz del nuevo día. Pero no son más que las 6 p.m. de mi primera jornada en la ciudad, y Tánger, esa mujerzuela de ademanes rudos, ya ha conseguido encandilarme.

La Interzona —lo que queda de ella— ha sabido conservar lo mejor de Francia: las boulangéries. Cordilleras de postres franceses y dulces marroquíes se alzan a cada paso. No resulta difícil comprender que acabemos cargados con tres enormes cajas de pasteles. En nuestro camino nos topamos con el Mauritania Cinéma, en el que proyectan una comedia marroquí. Concluimos que se trata del lugar perfecto para iniciar el camino hacia la diabetes, así que adquirimos las entradas, ascendemos por la escalinata y entramos en la sala. La película ha comenzado. Caminamos a tientas hasta que nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad, momento en el que me doy cuenta de que he estado a punto de practicar la caída libre al aproximarme peligrosamente a las lindes del gallinero. La estancia es descomunal. Hace un frío espantoso. Nos hundimos en los asientos y nos dedicamos a mirar alrededor, pues no entendemos una palabra de árabe marroquí. Al ver que los espectadores fuman, lío un cigarrillo y lo enciendo con la solemnidad que conlleva ejecutar semejante acción por vez primera. Unas filas más allá, un tipo habla por teléfono a voz en grito sin que nadie parezca molesto ni extrañado. Varios jóvenes permanecen sentados sobre el respaldo de la butaca. La filarmónica del público improvisa una estruendosa pieza de escupitajos, crujidos y ruidos de bolsas. Huele a humedad, a porro y a pipas de girasol tostadas. Un grupo de chicas se dedica a fotografiar la mejor de sus sonrisas. Las parejas que se han acomodado en las últimas filas dejan escapar algún gemido. Alcanzamos a oír el sonido de alguna cremallera bajándose. Nadie parece prestar atención a la película. Cuando encienden las luces, descubrimos una elegancia decadente similar a la de los cafés que colman la ciudad: conserva su decoración original —el Mauritania se construyó en 1940—, sobre la que se extienden los ocres propios del transcurso de los años.

Cada madrugada, sobre las cinco, se introduce en mi sueño un sonido amplificado y elástico, como de muelle oxidado: la llamada del muecín. Si consigue despertarme veo amanecer y, si la transparencia domina el aire, acabo por vislumbrar la costa española: cercana e inalcanzable, es promesa y es ficción, como cualquier otra línea del horizonte: inexistencia, mentira. Ya desde la mañana, y en pleno centro de la ciudad, los niños se llevan a la boca bolsas llenas de perdición e inhalan su contenido. Son los mismos que por las noches se acurrucan en las aceras, cuatro o cinco bajo cada manta. Pienso que esnifar pegamento no es más que un intento desesperado de recuperar su territorio, el reino de la infancia, pura inmediatez, derruido por el hambre, el frío, la carencia de hogar, la explotación laboral y sexual. Cómo no hacerlo. Cómo no intentar lo imposible por evadirse, cuando la idea de futuro todavía no existe y el presente es un aquí y ahora escrito en desamparo. Son los mismos críos, salvajes por naturaleza —condición universal—, acerca de los cuales nos advirtió alguien en la barra de un bar, instándonos a que tomáramos un petit taxi para regresar al hotel a fin de evitar correr el riesgo de que nos rodearan y nos despojaran hasta de los calcetines. La mayoría de ellos no llegará a cumplir los veinte años.

La noche pertenece a esos cientos de niños de mirada extraviada. Pero para los adultos, las tinieblas comienzan a plena luz del día, mucho antes de que el sol desaparezca. Frecuentan sus compartimentos nocturnos, sus cajitas de noche. El interior del Rubis, a las 1 p.m., presenta el siguiente aspecto: las mesas del restaurante están desiertas, cuatro borrachos intentan a duras penas mantener la verticalidad, músicos ebrios que interpretan temas árabes interrumpen una y otra vez la actuación para discutir o rellenar su vaso. Un tipejo que parece salido de una producción bollywoodiense extiende los brazos y se sume en una danza torpe y desgarbada. Tras la barra, el camarero permanece impasible, enfundado en un traje color burdeos con exceso de almidón, como si el espectáculo no fuera con él. Descubro a tres meretrices que charlan y fuman sentadas en taburetes e infiero que me asemejo más a las prostitutas que al resto de mujeres tangerinas. Pedimos cerveza, bebemos y comemos. La mirada vidriosa del cantante recae sobre mí; se atusa el pelo y me lanza con la mano un beso muy sentido mientras se aferra con la otra a su copa de vino, de la misma manera que un náufrago a un salvavidas o un soldado a su bandera: albergando, en medio de la adversidad, una pizca de esperanza. Para disimular mi rubor, me dedico a contemplar las fotografías de la pared: Mohamed VI posa con la familia real española, Mohamed VI con Isabel II de Inglaterra, Mohamed VI saludando, Mohamed VI estrechando la mano de Barack Obama. Salimos del lugar y encontramos el Hole in the wall, un local microscópico. Las puertas negras de vaivén dan paso a un agujero que no mide más de cinco metros cuadrados. Se hacina en él más de una docena de hombres felices; a juzgar por la frecuencia de sonrisas, risas, abrazos y demás manifestaciones de alegría, éste debería ser propuesto como el lugar más feliz sobre la Tierra. Me ofrecen un taburete —demuestran su gentileza con la única mujer del recinto— y nos instalan en el mejor rincón. Nos traen cerveza y platos de pescadito frito, aceitunas y carne guisada. Nos invitan a fumar hachís. Los parroquianos consumen rapé, extraen sus secreciones nasales sin la ayuda de pañuelos, se hurgan entre los dientes con las uñas. Cada una de las frases que componen las conversaciones va precedida y sucedida por sonoras risotadas. Un tipo alborotado, híbrido entre el profesor Bacterio y el inspector Gadget, se aproxima a nosotros mesándose los cabellos. Asegura que es policía secreta y exclama que tiene problemas con los verbos ser y estar. ¿Y quién en su sano o insano juicio no los tiene? Al sonar su teléfono, interrumpe su sustanciosa plática sobre filosofía del lenguaje; despliega la antena y alza el cuello de su gabardina mientras aclara que está recibiendo una llamada internacional que precisa atender. Se esfuma.

Hemos aprendido a intuir y localizar esos encantadores antros de ambiente viciado que guardan con celo gran parte de las incógnitas tangerinas. Nos detenemos frente a una fachada de espejo algo deteriorada. A pesar de carecer de indicación o letrero algunos, a excepción de un garabato que representa con tosquedad a Papá Noel, golpeo reiteradamente la puerta con los nudillos. Cuando nos disponemos a abandonar, oímos cómo gira la llave en la cerradura. Nos permiten la entrada. Guirnaldas brillantes, espumillón, luces parpadeantes en forma de estrella y barbas blancas decoran hasta el último rincón, incluso rodean las botellas y el omnipresente retrato del rey. La Navidad ha llegado para quedarse, Mahoma mediante. Entre la muchedumbre distingo al zoquete beodo con el que coincidimos horas antes. Sí, el mismo que bailaba torpemente con los brazos extendidos, asido a su copa de vino como un grumete al mástil de la nave durante una tempestad. Despliega su discurso en lengua inglesa. Con posterioridad nos enteramos de que le han obligado a regresar al país tras veinte años viviendo en Estados Unidos, donde continúan residiendo su mujer y sus dos hijas. Aquí, ahora, no le queda más que ahogar la pena en alcohol. A pesar de que se afana en esconder la añoranza en la penumbra de los tugurios, su mirada destila una triste desolación cuando se dirige a nosotros y exclama God bless you!

El hombre-serpiente se acerca con intención de hipnotizarnos con sus ardides. Ejecuta los movimientos de un Gainsbourg venido a menos, fusionando en su parlamento el francés y el español. El hombre-serpiente eleva el extremo exterior de sus cejas cuando recuerda sus años en París. Regresó a Tánger hace cinco años con el único objetivo de alcoholizarse. Sus amigos se refieren a él como un profesor sin profesión, le muestran su respeto, le aconsejan abandonar la bebida. Nos invita a una docena de medianas, con sus correspondientes alcachofas al vapor y sardinas adobadas, mientras ingiere un Johnny Walker tras otro y se dedica a contemplarnos con detenimiento, a alabar, mientras se relame, el movimiento de mis manos, nuestro aspecto de acteurs culturels. Cada palabra que pronunciamos despierta en él la nostalgia de Europa. Quiere penetrar en mi mente, conocer el presente de mi pensamiento. Decido abrirle mi espíritu, así que le cuento que medito acerca de los sucesivos estornudos que llegan desde el fondo de la estancia. Entonces, el hombre-serpiente requiere a voz en grito la presencia del artífice de los mismos. Un judío inmenso y elegantemente vestido aparece de la nada, estrecha mi mano y comienza a detallar su amplio currículo de actor nacional de renombre antes de regresar a su ubicación inicial y continuar expeliendo miasmas. Al ausentarse D., el ofidio toma mi mano entre las suyas, clava en mí sus ojos sibilinos, me participa su ansia por una mujer, por todas las mujeres del mundo, sus numerosos fracasos a causa de un exacerbado autoritarismo ante el género femenino, su deplorable morfología espermática. No me suelta hasta que D. regresa, momento en el que enaltece la belleza de su sonrisa y le pide permiso para dirigirse a mí, doucement, doucement, y sugiere hacerse cargo de la cuenta, acompañarnos al hotel y practicar el voyeurismo mientras nosotros nos despojamos de nuestras ropas y yacemos sobre sábanas blancas. Se aproxima la hora del cierre. El hombre-serpiente paga.

Cuando, paseando por los laberintos de la medina, los autóctonos nos preguntan por nuestro destino, no dudo en responderles que caminamos en busca del extravío. Los minúsculos comercios de la kasba mantienen los letreros en nuestra lengua, habiendo añadido la traducción al árabe y un pequeño subtítulo o explicación en francés. Es ésta la más sensata de las formas de globalización: aquella en la que el lugar conserva y respeta la esencia, la idiosincrasia, al tiempo que incorpora elementos externos. Sin embargo, a pocos metros de distancia, se desarrolla uno de los ejes principales del plan “Tánger Metrópoli” de remodelación urbanística: la construcción de un colosal puerto deportivo en el que en breve —las obras finalizarán en 2017— atracarán buques de crucero y demás embarcaciones turísticas. Proviniendo como lo hago de una isla que sufrió hace décadas un feroz boom centrado en la atracción de un turismo chabacano de sol y playa que ha desembocado en la aniquilación de la belleza y de la sostenibilidad natural y económica, no puedo sino temer por el porvenir de la ciudad y sus habitantes, en especial —dada la escasez de servicios sociales y sanitarios— por el de los niños abandonados, los ancianos, los indigentes, los esquizofrénicos, los enfermos y los discapacitados, parte numerosa de la población. La ampliación del aeropuerto, la construcción de autovías, zonas residenciales y aparcamientos subterráneos prometen incrementar más aun las diferencias sociales, o realizar una labor de limpieza similar a la que llevó a cabo Jesús Gil con Marbella, por citar el primer ejemplo que me viene a la mente. Todo ello acontecerá en una ciudad con muy limitados recursos que ha rebasado el millón de habitantes, en la que el analfabetismo alcanza al 70% de la población: harán desaparecer a los pobres, pero no la pobreza.

Tras desayunar, nos dirigimos al puerto. Centenares de barcas se apelotonan sin orden aparente junto a la costa. Los pescadores desenredan con paciencia la maraña de redes. Miles de gaviotas rasgan el aire con sus chillidos. Los gatos se relamen esperando la pesca del día. Bordeamos la costa hasta dar con nuestro destino. La estación de autobuses no conoce el silencio. La comunicación demuestra una vez más que prevalece al corsé de la lengua, oral o escrita: nos es relativamente fácil adquirir el billete correcto y dar con el autobús adecuado. En el interior, un anciano ataviado con chilaba y turbante predica en nombre de Alá rociándome con gotitas de saliva —quizá sea sagrada; prometo no lavar nunca más esta ropa— mientras un señor explica, con suma seriedad, las propiedades de una pasta dentífrica y de una crema de avestruz para las lumbares. Un hombre de proporciones reducidísimas se pasea por el autobús con la mano extendida, a la espera de recibir alguna moneda. En cuanto este último baja, el vehículo arranca.

Pasamos por el hamam Franco, por la boulangérie Al Jazeera. Resulta difícil no mirar atrás. Dejo asuntos pendientes en la Interzona: la visita a algunos anticuarios, a DARNA —la asociación de mujeres de Tánger—, al Museo del Legado Americano de Tánger. El vino marroquí, más pasteles, todos los vasos de té moruno del mundo. Dejo también, sin poder ni querer evitarlo, un trocito de alma y la promesa de regresar para continuar descubriendo —parafraseo a Saint-Exupéry— beaux vertiges, deseando que Chukri se equivocara o acertara cuando aseguró que todos “terminamos por morirnos sin llegar a descubrir el secreto de Tánger”.