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Talent shows: para que nazca una estrella
¿Por qué en la vida arriesgamos poco o tan poco? Porque otros lo hacen por nosotros y en el juego de espejos del acto escópico, el triunfo de los otros es también nuestro triunfo, aunque su fracaso casi nunca es el nuestro. Estoy hablando de los talent shows, este género televisivo que hace de las cortinas o las compuertas un momento de revelación epifánica, que nos entretiene desde el aplausómetro. Los talent shows son congénitos a la propia historia de la televisión, ya lo dijo Toni Cruz, presidente de Gestmusic Endemol, cuando usó una carta de Tony Stern de Fremantle Media para defenderse de la acusación de plagio por parte de la productora Grundy y Cuatro (antes de que en 2010 se fusionara con Telecinco) que habían comprado los derechos de Got Talent para estrenarlo en la misma época y que se concretó en el fallido Tienes talento (2008), mientras Telecinco, con producción de Endemol, lanzaba Tú sí que vales (2008-2013). En la carta decía Stern que “los programas cazatalentos a partir de un casting de artistas constituyen un género de televisión universalmente usado desde los inicios del medio”.
Y razón no le faltaba, los talent show son el eterno retorno del mismo espectáculo televisivo, el déjà vu de la sobremesa nocturna, reconfirman nuestras perezosas y redundantes expectativas. En Arthur Godfrey’s Talent Scouts (CBS, 1946-58) un vúmetro marcaba la intensidad de los aplausos del público que determinaban el ganador o ganadora. Por el programa pasaron los entonces anónimos Pat Boone (especialista en participar en estos programas hasta que tuvo el suyo propio), Tony Bennett, Patsy Cline o The Diamonds. Pero los directores de casting no siempre atinaban, dejando fuera del escenario los tupés de chicos de provincias como Buddy Holly o Elvis Presley. Muchos de aquellos programas, como el Ted Mack’s Original Amateur Hour (1948-1970) provenían de sus formatos radiofónicos y son los precedentes de toda la saga de ídolos del pop y sus productos siameses. Lo que tenían en común es que usaban personajes amateurs o prácticamente desconocidos, los ponían al servicio de la audiencia, se servían del talento musical como hilo conductor y del entretenimiento como modo de ser. Se afianzaba así, también, toda una escena musical anglosajona basada en el country, la música vocal, el blues y el rock and roll que llegaría a todo en mundo y hasta nuestra época.
La renovación del género televisivo eclosionó de los genes españoles de Gestmusic con la primera temporada de Operación Triunfo (2001) que se emitió en el prime time de TVE llegando a un share delirante del 73% de audiencia, más de quince millones de espectadores. Inauguraron un modelo de formato-franquicia, exportándolo a más de cincuenta países y pautando las futuras reglas del género: formato exportable, concurso con eliminatorias, trainings y coachings, cuenta atrás con gala final como expectativa colectiva, jurados profesionales sádicos con dotes de emperadores greco-romanos o maniquíes, y la sumamente orquestada narrativa que puede cautivar tanto al rico como al mendigo: el sueño de que haya nacido una estrella del barro de la vida con su esfuerzo y méritos propios que el capitalismo protestante anglosajón tan bien ha sabido vender. Pero no sólo el talento encumbraba a la estrella, también la piedad de los imprescindibles espectadores y la propia televisión como autoridad última. A partir de entonces, cada vez que la televisión pública ha querido hacer un talent show no ha pasado de una temporada piloto y se ha arruinado, nos ha arruinado. Es el caso de ¡Quiero bailar! (2008, Endemol, TVE) o Insuperables (2015, Endemol, TVE).
A OT le siguió Popstars (2001, Nueva Zelanda) que inspiró la saga Idols (2001, Inglaterra, Fremantle Media), Protagonistas de la música (2003, Chile), La academia (2002, Méjico), Factor X (2005) o The Voice (2010, Talpa Media Group, Holanda). Otro pequeño viraje estaba por llegar: Got Talent (2007, Inglaterra, Syco TV, ITV) cambió el espectáculo musical por el talento en las artes escénicas, congregando actuaciones muy diversas y potenciando el espectáculo de variedades que a veces rozaba el freak show. Ésta es también la lógica de su adaptación española más reciente: Got Talent (2016, Telecinco). En el programa una chica canta ópera para conseguir el dinero que permitirá que operen a su madre, que va en silla de ruedas y sale al final de su actuación a abrazarla; una pareja se monta en un trapecio, otro chico hace danza aérea, todo el público sufre por la posible caída de ambos concursantes, como si no supieran que la muerte no entra en el guión; una niña con un físico un tanto peculiar consigue montar un cubo de Rubik con los ojos vendados, un coro de sesenta niños interpreta una canción para sordos, un hombre en el paro hace monólogos de humor con la máxima seriedad, una compañía de teatro de pueblo interpreta danza japonesa, padres y madres cantan hip-hop; las posibilidades son infinitas y no se agotan en la feria de excéntricas vanidades que es la televisión. Estos programas aprovechan para vampirizar la vida: La Vanguardia publica que dos bailarines salen del armario en Got Talent Italia, proclamando en directo su amor ante el sacerdocio del audímetro, tal como hizo una pareja en el primer programa de Masterchef 2016. Los encargados de dar vida a la franquicia española son el jurado formado por Jorge Javier Vázquez, anfitrión a tiempo completo de Mediaset, Edurne, Eva Hache, el clásico Jesús Vázquez y Santi Millán, que ha cambiado su rol de humorista por el de seductor. Los 250 aspirantes optan a un premio de 25.000 euros, migajas para Mediaset. Cada protagonista, antes de la actuación, cuenta su emocionante historia, activando en engranaje humanitarista y sibilino de la tele-terapia. El ritual televisivo nos invita a la conmoción y a la histéresis colectiva, esto es, al hecho que la audiencia no podrá despegarse de ese modo de sentir, tan bien construido por la retórica del programa, aunque pase una semana entre show y show. La ausencia de estímulo no modifica las propiedades sensibles del espectador. Es el canto de las sirenas que embelesaba a los marineros de La Odisea, es el éxtasis inducido para olvidarse de lo real, es la falsa comunidad hermanada por un sentimiento común de empatía hacia aquellos cuya vida está lacerada pero cuyo destino los ha dotado de un talento sobrenatural, como héroes mitológicos actualizados.
Antígona, precisamente, se enfrenta a la ley de Creonte con toda su voz y con todo su cuerpo. Sólo desde este compromiso ético-material es posible articular nuestro marco social. Y el problema es que los talentosos candidatos hipostasian el espectáculo televisivo, cediendo su propia voz y su propio cuerpo en pro de la voz y del cuerpo hecho espectáculo. Su voz, cuanto más brilla bajo los focos ciegos del plató, más enmudece en sus espacios domésticos y personales. Tal como enmudece la voluntad de la protagonista del segundo capítulo de Black Mirror (“Fifteen Million Merrits”) cuando le dan de beber una sustancia llamada cuppliance (‘copa de la conformidad’) y el jurado del talent show le invita a que deje de aspirar a ser una cantante y pase a ser una estrella de un canal erótico-pornográfico. Algo de pornográfico hay en esa niña que canta como los ángeles para que puedan operar a su madre; de hecho, ahora ya están en las finales y todos los relatos que funcionaban gracias a la tragedia (del concursante) y a la empatía (del público) han sido eliminados. En estas últimas fases el público ha cambiado la compasión por la competición y se agarra al más preparado Aquiles, porque la victoria del héroe también será la suya. Pero si pierde, no será su fracaso, porque al final sólo es un concurso, y los que han llegado a la meta será por algo, han sobrevivido, y con esto basta e incluso formarán parte del disco recopilatorio final. De todo lo que habrá apostado emocional y escópicamente la audiencia no se desechará nada, tendrá su recompensa a manos de las productoras y las televisiones que, poco después, le ofrecerán otro programa hiperventilado exactamente igual, para que siga apostando. Mientras espera, el espectador mirará las noticias, verá los refugiados en Lesbos y esperará que alguno de ellos llegue a la gran final que tiene como premio la entrada a Europa; si son deportados, tampoco pasará nada, como en el reality, su fracaso no será el nuestro. Y cambiaremos a otro canal donde nuestros aplausos sean apreciados, donde nos hagan sentir útiles, necesarios, donde nos digan que nosotros y nuestro comportamiento hipnótico son imprescindibles para que nazca una estrella.
Talent shows: para que nazca una estrella
¿Por qué en la vida arriesgamos poco o tan poco? Porque otros lo hacen por nosotros y en el juego de espejos del acto escópico, el triunfo de los otros es también nuestro triunfo, aunque su fracaso casi nunca es el nuestro. Estoy hablando de los talent shows, este género televisivo que hace de las cortinas o las compuertas un momento de revelación epifánica, que nos entretiene desde el aplausómetro. Los talent shows son congénitos a la propia historia de la televisión, ya lo dijo Toni Cruz, presidente de Gestmusic Endemol, cuando usó una carta de Tony Stern de Fremantle Media para defenderse de la acusación de plagio por parte de la productora Grundy y Cuatro (antes de que en 2010 se fusionara con Telecinco) que habían comprado los derechos de Got Talent para estrenarlo en la misma época y que se concretó en el fallido Tienes talento (2008), mientras Telecinco, con producción de Endemol, lanzaba Tú sí que vales (2008-2013). En la carta decía Stern que “los programas cazatalentos a partir de un casting de artistas constituyen un género de televisión universalmente usado desde los inicios del medio”.
Y razón no le faltaba, los talent show son el eterno retorno del mismo espectáculo televisivo, el déjà vu de la sobremesa nocturna, reconfirman nuestras perezosas y redundantes expectativas. En Arthur Godfrey’s Talent Scouts (CBS, 1946-58) un vúmetro marcaba la intensidad de los aplausos del público que determinaban el ganador o ganadora. Por el programa pasaron los entonces anónimos Pat Boone (especialista en participar en estos programas hasta que tuvo el suyo propio), Tony Bennett, Patsy Cline o The Diamonds. Pero los directores de casting no siempre atinaban, dejando fuera del escenario los tupés de chicos de provincias como Buddy Holly o Elvis Presley. Muchos de aquellos programas, como el Ted Mack’s Original Amateur Hour (1948-1970) provenían de sus formatos radiofónicos y son los precedentes de toda la saga de ídolos del pop y sus productos siameses. Lo que tenían en común es que usaban personajes amateurs o prácticamente desconocidos, los ponían al servicio de la audiencia, se servían del talento musical como hilo conductor y del entretenimiento como modo de ser. Se afianzaba así, también, toda una escena musical anglosajona basada en el country, la música vocal, el blues y el rock and roll que llegaría a todo en mundo y hasta nuestra época.
La renovación del género televisivo eclosionó de los genes españoles de Gestmusic con la primera temporada de Operación Triunfo (2001) que se emitió en el prime time de TVE llegando a un share delirante del 73% de audiencia, más de quince millones de espectadores. Inauguraron un modelo de formato-franquicia, exportándolo a más de cincuenta países y pautando las futuras reglas del género: formato exportable, concurso con eliminatorias, trainings y coachings, cuenta atrás con gala final como expectativa colectiva, jurados profesionales sádicos con dotes de emperadores greco-romanos o maniquíes, y la sumamente orquestada narrativa que puede cautivar tanto al rico como al mendigo: el sueño de que haya nacido una estrella del barro de la vida con su esfuerzo y méritos propios que el capitalismo protestante anglosajón tan bien ha sabido vender. Pero no sólo el talento encumbraba a la estrella, también la piedad de los imprescindibles espectadores y la propia televisión como autoridad última. A partir de entonces, cada vez que la televisión pública ha querido hacer un talent show no ha pasado de una temporada piloto y se ha arruinado, nos ha arruinado. Es el caso de ¡Quiero bailar! (2008, Endemol, TVE) o Insuperables (2015, Endemol, TVE).
A OT le siguió Popstars (2001, Nueva Zelanda) que inspiró la saga Idols (2001, Inglaterra, Fremantle Media), Protagonistas de la música (2003, Chile), La academia (2002, Méjico), Factor X (2005) o The Voice (2010, Talpa Media Group, Holanda). Otro pequeño viraje estaba por llegar: Got Talent (2007, Inglaterra, Syco TV, ITV) cambió el espectáculo musical por el talento en las artes escénicas, congregando actuaciones muy diversas y potenciando el espectáculo de variedades que a veces rozaba el freak show. Ésta es también la lógica de su adaptación española más reciente: Got Talent (2016, Telecinco). En el programa una chica canta ópera para conseguir el dinero que permitirá que operen a su madre, que va en silla de ruedas y sale al final de su actuación a abrazarla; una pareja se monta en un trapecio, otro chico hace danza aérea, todo el público sufre por la posible caída de ambos concursantes, como si no supieran que la muerte no entra en el guión; una niña con un físico un tanto peculiar consigue montar un cubo de Rubik con los ojos vendados, un coro de sesenta niños interpreta una canción para sordos, un hombre en el paro hace monólogos de humor con la máxima seriedad, una compañía de teatro de pueblo interpreta danza japonesa, padres y madres cantan hip-hop; las posibilidades son infinitas y no se agotan en la feria de excéntricas vanidades que es la televisión. Estos programas aprovechan para vampirizar la vida: La Vanguardia publica que dos bailarines salen del armario en Got Talent Italia, proclamando en directo su amor ante el sacerdocio del audímetro, tal como hizo una pareja en el primer programa de Masterchef 2016. Los encargados de dar vida a la franquicia española son el jurado formado por Jorge Javier Vázquez, anfitrión a tiempo completo de Mediaset, Edurne, Eva Hache, el clásico Jesús Vázquez y Santi Millán, que ha cambiado su rol de humorista por el de seductor. Los 250 aspirantes optan a un premio de 25.000 euros, migajas para Mediaset. Cada protagonista, antes de la actuación, cuenta su emocionante historia, activando en engranaje humanitarista y sibilino de la tele-terapia. El ritual televisivo nos invita a la conmoción y a la histéresis colectiva, esto es, al hecho que la audiencia no podrá despegarse de ese modo de sentir, tan bien construido por la retórica del programa, aunque pase una semana entre show y show. La ausencia de estímulo no modifica las propiedades sensibles del espectador. Es el canto de las sirenas que embelesaba a los marineros de La Odisea, es el éxtasis inducido para olvidarse de lo real, es la falsa comunidad hermanada por un sentimiento común de empatía hacia aquellos cuya vida está lacerada pero cuyo destino los ha dotado de un talento sobrenatural, como héroes mitológicos actualizados.
Antígona, precisamente, se enfrenta a la ley de Creonte con toda su voz y con todo su cuerpo. Sólo desde este compromiso ético-material es posible articular nuestro marco social. Y el problema es que los talentosos candidatos hipostasian el espectáculo televisivo, cediendo su propia voz y su propio cuerpo en pro de la voz y del cuerpo hecho espectáculo. Su voz, cuanto más brilla bajo los focos ciegos del plató, más enmudece en sus espacios domésticos y personales. Tal como enmudece la voluntad de la protagonista del segundo capítulo de Black Mirror (“Fifteen Million Merrits”) cuando le dan de beber una sustancia llamada cuppliance (‘copa de la conformidad’) y el jurado del talent show le invita a que deje de aspirar a ser una cantante y pase a ser una estrella de un canal erótico-pornográfico. Algo de pornográfico hay en esa niña que canta como los ángeles para que puedan operar a su madre; de hecho, ahora ya están en las finales y todos los relatos que funcionaban gracias a la tragedia (del concursante) y a la empatía (del público) han sido eliminados. En estas últimas fases el público ha cambiado la compasión por la competición y se agarra al más preparado Aquiles, porque la victoria del héroe también será la suya. Pero si pierde, no será su fracaso, porque al final sólo es un concurso, y los que han llegado a la meta será por algo, han sobrevivido, y con esto basta e incluso formarán parte del disco recopilatorio final. De todo lo que habrá apostado emocional y escópicamente la audiencia no se desechará nada, tendrá su recompensa a manos de las productoras y las televisiones que, poco después, le ofrecerán otro programa hiperventilado exactamente igual, para que siga apostando. Mientras espera, el espectador mirará las noticias, verá los refugiados en Lesbos y esperará que alguno de ellos llegue a la gran final que tiene como premio la entrada a Europa; si son deportados, tampoco pasará nada, como en el reality, su fracaso no será el nuestro. Y cambiaremos a otro canal donde nuestros aplausos sean apreciados, donde nos hagan sentir útiles, necesarios, donde nos digan que nosotros y nuestro comportamiento hipnótico son imprescindibles para que nazca una estrella.