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Salve Regina

Baudelaire, Nietzsche y un altar subterráneo
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La religión es una tonalidad de la ausencia que todos, de alguna forma u otra, ensayamos; y dado que la infancia es mi patria, en razón a la lealtad debo confesar que, nacarado infante, siempre encontré calma en el Salve Regina: en fin, acaso tiene uno de esos tonos necesarios, tan idóneos por su probidad, para leer en voz alta a los criados de la casa. Es, en remate, la fuerza heroica de la esencia; pero yo soy pobre: pobre de Dios y de las cosas mundanas. Mi espíritu, que, en efecto, se asemeja sumamente a una cajita de marfil y cornalina amelocotonada, así se vea algún día entre cuatro velas si no soy veraz, jamás ha abandonado la idea de encontrar su propia virgen recién parida: rostro tierno como un panecillo sobre el mantel de los domingos que eleva sus dedos mientras, yemas todo en lo alto, declara, fuera de todo rastro d’alcôbe infâme: «¿No me conoces? Ven a mí y vísteme».

Si al tran tran de los verdores de mi cultura hubiera de, a propósito de aquel manto cárdeno y según el día estornino o arromerado, encontrarme en la turbia impostura de hablar de otro; sin duda, sin siquiera la pausa decorosa, hablaría de Nietzsche y Baudelaire en íntimo conciliábulo: estos anfibios destaconados, saturninos ellos en divino furor que les baja y que sudan en manías y ensoñaciones pavorosas quintaesenciadas por el hachich, o el opio, o l’absente; en suma, todos ellos mil y un vinos de euforia que libran de una pasión intolerable, fueron quienes, procelosos, vivieron de un dolor que va quemando lento como en leña verde y que, como todo lo susceptible de ser poseído, cargó nombre propio. Pues sepan que en lo que conviene me voy a dedicar, muy accesoriamente, a trazar la diferencia concreta que perturba la simpatía entre estos seres-cábala y sus Santos Misterios. Esa diferencia, les adelanto, la ensaya Nietzsche en uno de sus retazos póstumos: «en el amor l’entente cordiale es consecuencia de un malentendido. Ce malentendu c’est le plaisir. El abismo continúa sin ser salvado»; unión que las almas comunes fingen con tanta naturalidad que en modo alguno podría aparecerse en las mustias faraonas de arrabal, dominio mudo e incógnito el suyo, tan holladas por la incompetente turba de lo burgués. Estas vírgenes con piel de ortiga, musas y medusas, son las mismas que, habida cuenta, jubilaron a los hombres de su cordura. En efecto, de todas las miserias que los hermanan en sangre, la promesa siempre incumplida de volver a vivir bajo el extraño terciopelo de su Madonna, esto es, bajo un deleite de escarnio que nos conduce de la simpatía espiritual a la imposibilidad de la pasión sensual, es, fuerza mayor obliga, la primera atención a dispensar frente a estos décadents.

Jamás —y sepan que conozco el riesgo de ser tan distraído respecto a la opinión general—, jamás fue el amor para Nietzsche un gesto de generosidad, sino un deber: «el ser humano sólo crea si está enamorado, si está envuelto en la ilusión del amor, esto es, sólo crea teniendo una fe incondicional en lo perfecto y justo». Bien que lo supo; tal fuerza heroica de la fe en lo esencial le fue exudada por una de esas mujeres que son por puro deleite de ser, una de esas que, con el remate adecuado, finge vibrar en la sinfonía de los mortales: su iconoclasta Regina, su par de vidrios rotos. Pues bien, como la Historia acostumbra dejos de hipocresía habrían de juntarse por primera vez en la iglesia de San Pedro; de aquel instante —epígono, por otra parte, del Nietzsche más azotable— nos relata la señorita Von Salomé a propósito del filósofo: «las primeras palabras de saludo que me dirigió fueron las siguientes: ¿De qué estrellas venimos y nos hemos caído para encontrarnos aquí?». Vaya por delante que aunque mi respeto por Nietzsche se rebele ante lo cucul de lo pontificado por Lou, probablemente así ocurrió. Lo esencial, decía Lou desde mucho antes, «se sabe de inmediato o no se sabe nunca»; y al poco sucedió que Nietzsche le quiso poner un anillo en el dedo anular a lo esencial. La despedida, Lou en modo alguno aceptaba esa clase de contratos, fue bulímica, regurgitada y enjuagada en humor pancreático. Tan brutalmente humana que hasta parecía obra del divino; irremediablemente rota, tan imperfecta y tullida… Pero, ¡y esos paseos! ¡Esas largas lindes del bosque de Tautenburg! Un 14 de agosto, Lunes, a la sombra de inmensos Tilos, sobre aquel banco: sus rostros habrían de ser sepelios encarnados, delatores de la súbita sepultura de aquel pensar que, bien por timidez o soberbia —u otra enfermedad de la razón— caía fatigado poco antes de alcanzar las membranas del verbo sólido. La complicidad los asfixia, pero aún así pueden respirar lo suficiente y no delatarse de forma descarada. Nietzsche, heredero de tales destinos, hace fuerzas por entender: el alma de Lu es caprichosa y no vence sino al peligroso gusto de lo imprevisible. En aquellos momentos hubo aquel hombre de creerse bajo la égida de las sibilas; sin embargo, sus oráculos llegaron a ser poco más que cortesías de uno mismo hacia sus anhelos. ¡Hágase, pues, en él, tal desprecio del porvenir!

El vino agrio de Baudelaire se llamó Juana y se distinguió Duval y puta. Duval por tradicional y puta por tradición —desgracia ésta la de muchas muchachas a las que la ausencia de carrillos rosados las condenaba a sonrojar los que no tuvieran—. Ya me imagino aquella tarde, lenta y cautiva de un sopor catecúmeno, en la que Baudelaire observa como una mulata en trapos de criada sale al escenario con un «Madame est servie»; en el programa del Teatro Partenón, esquina de la calle Gres con la de la Sorbonne, se indica: Une servante… Jeanne Duval. Permítaseme adivinar: su rostro es diáfano, de un limpio incómodo, y sus mejillas dos vírgenes encintas que flotan en calma sobre aquel pequeño océano de bronce; así habría uno de imaginar. Charles, sin duda, la colmará de altares y reservará en cada uno de ellos una morada íntima. Como Baudelaire era uno de esos gatos pardos que por gentileza se vuelven blancos cuando cae la noche —sumidos, con toda probabilidad, en el frívolo deseo de impresionar, destacar y provocar—, recubrió la silueta de su Regina del musgo nocturno más exquisito: los cielos lanudos y las planicies violáceas; los burdeles sifilíticos en los arrabales de cieno; los irredentos blasfemos; Etait-ce donc ceci? Qué importa, pensaría el poeta: cada pliegue de esta extraña noche es hermoso para él; y si en sus vigilias tiritan ambos de puro desnudo es porque han decidido elevarse.

Pero ocurre que la idealización, en arreglo, no es sino el sacrificio de uno mismo sobre el altar de otra persona: Duval jugaba con Baudelaire; esta mujer, que fue siempre antípoda de los niños perdidos, que fue siempre mujer adulta, cejilla que aumentó los tonos de la existencia de Charles, le creyó un pelele. En cierta ocasión acudió Nadar, colega del poeta, a parar con su espectro; imagínense: Duval, plenamente recompuesta de aquella alcoba, le indica que le atenderá siempre que quiera salvo de dos a cuatro, que es cuando la visita «el señor»; ¿qué quién? Ríe Juana: «¡Ah, no es un rival! Viene conmigo y no hace nada… Se limita a soñar»; y por prueba saca papelillos que, ¡ultraje!, llevan manuscritas varias poesías de Baudelaire. Jamás cesaría Duval de aprovecharse de la honda miseria del corazón de Charles, el cual, sugerido por tan extraordinaria creación, empeñaría sus esfuerzos en la bilis negra a la espera siempre de un asombro distinto. El apellido de aquel suicidio ordenado, sepan ustedes nuevamente de la arterías de la Historia, hubo de acompañarle hasta el fin: Emilio Duval fue el Doctor que documentó sus alaridos y su afasia, injusto castigo para cualquier poeta, y quien, así se dice, consiguió hacerle balbucear ya prácticamente cadáver: «Buenos días, señor… La luna es bella». Oh, Carlos.

«La diferencia concreta perturba la simpatía», nos alecciona Lou desde uno de los pedestales de sus diarios a propósito de Nietzsche. Esa enemistad es sin duda la misma que prioriza el desamor y sustenta la esperanza: destaca en el desengaño porque hunde al unísono en el desamor al tiempo que, al declarar la distancia necesaria para cualquier acto de adoración, alimenta la almendra mística que rodea al objeto amado. Quizás estas Reginas consteladas de aporías no fueron más que tumbas abiertas; seres de interiores imprecisos que, bajo aquello de que «lo otro nunca es absolutamente lo otro», encontraron a quien se dedicara a ponerlas flores de tela. Pero por arreglo a la dignidad y repasando la injusta dote que quizás estos párrafos han dedicado a Lou y Jeanne —y que, en general, en aquel tiempo se dedicó a la mujer—, no quiero tardar más en indicar que no hay culpa que las haga centro de cualquier reproche: todo lo contrario, fue el dios a imagen del porvenir, la naturaleza crédula de los seres humanos, la esperanza al fin y acabo —que, por cierto, es el acto político hacia uno mismo—, la que urdió y resolvió en tales diezmos. Tan solo Nietzsche y Baudelaire pretendieron un alma, en realidad tan cotidiana y frágil como el resto, sobre la sacrificar su empeño por lo perfecto. Tal era el orden de las cosas del mundo. Su desaforada proa, gran destino, fue la de cómo tratar con la desidia de quien idealiza desmesuradamente lo que por su mesura conviene sesgar en gajos.

 

Las ilustraciones han sido realizadas por el autor (quien en modo alguno las encuentra dignas). La primera de ellas pretende ensayar en trazo a J. C. Leyendecker; en lo tocante a la segunda, el elegido es el maestro René Gruau.

Si el avieso espíritu de quien ha leído estos párrafos necesita más: el Baudelaire de César González Ruano es un libro borracho de barroquismo e interés (Colección Austral de Espasa-Calpe, 1958); parecida responsabilidad, por incluir una visión general de la disyuntiva en el caso de Nietzsche, tiene la obra Documentos de un encuentro, donde Ernst Pfeiffer trenza misivas, diarios y escritos de suma relevancia (Laertes, 1982).