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Retórica fantoche y autocombustión
Cada cierto tiempo, se puede comprobar fácilmente en la hemeroteca, se monta un revuelo en torno a las declaraciones de alguien que parece haber decidido hablar sin tapujos y manifestar lo que otros piensan y no se atreven a decir. Una de las prácticas cada vez más frecuentes en el terreno de juego de la “opinión pública” es la nueva épica del bocazas. Son de esa gente que no duda sobre lo que dice y que cree estar llamando pan al pan, y al vino, vino. Es muy visible en ciertos periodistas mamporreros y políticos desahuciados que pasan a engrosar las nóminas de las tertulias televisivas, y su estrategia es sencilla: provocar. A veces de manera involuntaria, es cierto, por pura autosugestión, pero con el objetivo más o menos consciente de llevar a la audiencia o a su interlocutor a un terreno enfangado.
Así es, una parte de los actores públicos basan su estrategia en decir burradas con convicción, o intentando demoler los supuestos prejuicios progresistas y biempensantes que padecemos los demás, y que para ellos no son sino una forma de hipocresía social dominante. Quizá la figura de Donald Trump sólo sea el caso más visible en estos momentos, un personaje cuya gestualidad histriónica y sus declaraciones son parte de una estrategia que revela un peligro real si personajes como él alcanzan el poder. Una gestualidad que recuerda poderosamente a las muecas de líderes de otro tiempo, a los tics disparatados de Mussolini o sus balanceos autosatisfechos sobre los brazos cruzados después de haber dejado en el aire alguna frase lapidaria con la que creyó que sería recordado. Curiosamente lo que se recordará siempre serán sus gestos. Y podría parecer forzada la comparación si no fuera porque el propio Trump no tiene inconveniente en tuitear una de aquellas sentencias de Mussolini tratando quizá de rescatarlas del eclipse que provocan las muecas parecidas a las que él hace hoy día. De ello informaba la revista colombiana Semana ilustrándolo con una elocuente comparativa.
En cualquier caso, en la actualidad, Donald Trump no estaría sólo en un imaginario desfile internacional de fantoches, en que tendría por cierto una notable representación la marca España. Al afirmar los tópicos más brutales, al retornar a creencias reaccionarias supuestamente desterradas, aventan fantasmas a los que esa izquierda difusa, la que se mueve por adhesiones más bien estéticas, reacciona mostrando su infantilismo. Los que se tienen por progresistas se lanzan a la defensa de valores contra la injusticia manifestada por el fantoche, y comienza el intercambio de los estigmas y de las simplificaciones. Porque esa retórica, como ocurre con otras formas del lenguaje, tiene la cualidad de ser extremadamente contagiosa. En esto, como degradación pretendidamente jocosa de un lenguaje compartido en eso llamado “esfera pública”, el comentario intempestivo opera también como degradación de la palabra. Y debe de tener su razón de ser que uno de los últimos eructos mediáticos lo emitiera un recién nombrado académico de la lengua como Félix de Azúa. Uno de los personajes que aparece en un libro que hace recuento de La desfachatez intelectual, escrito por Ignacio Sánchez Cuenca. Sin duda una obra sintomática en sí misma de lo que aquí trato de decir, aunque en cuanto a su contenido comparto plenamente la lectura que de él ha hecho Justo Serna. En cierto modo, parecería que el texto de Sánchez Cuenca quedara, a su vez, contagiado por la celebración misma de la desfachatez, como si nos rompiera una piñata llena de perlas soltadas por algunos de esos personajes ya públicos en distintos desatinos.
Porque el problema no afecta sólo a periodistas y políticos, sino a cualquiera que tenga una pequeña tribuna desde la que hablar, que últimamente es todo el mundo por obra y gracia de las redes sociales. Así es como se contagia: mediante reacciones en cadena de réplicas y adhesiones más o menos tibias a las opiniones de otros, y se produce entonces una falsa pero gratificante sensación de justicia mediática. Todo esto ya lo sabemos. Responde a eso que he denominado “el eco del Spam”. Ahí están también los participantes entusiastas en los linchamientos tuiteros contra cualquiera que manifieste una opinión contraria a lo que le susurra la secta de la que se sienten miembros, y que sólo está en sus cabezas.
No estoy seguro de si es una estrategia programada o si forma parte de una dialéctica más elemental que se relaciona con la tendencia generalizada a responder a estímulos sin reflexión, exactamente como operan los dogmas de cualquier signo ideológico. Es muy probable que sea una combinación de ambas cosas porque, al final, esos que lanzan los aullidos de guerra contra aquellos a los que sitúan en el bando enemigo, creen saber, con la ayuda de los años de servicio público, que la política no se diferencia demasiado de un estadio de fútbol en el que la presión psicológica contra el contrincante es parte del juego.
Porque parecería que lo más apropiado ante semejantes salidas de tono fuera ignorar el exabrupto, como cuando alguien dice algo inapropiado y se hace un silencio durante un instante para luego continuar como si no se hubiera oído nada. Pero no. Lo que ocurre suele ser lo contrario, un montón de contestadores buscan un lugar perfectamente simétrico en la oposición al malvado, un lugar cuyo pretendido antagonismo justificaría el hecho de decir otra estupidez, como si con ello se neutralizara la ofensa.
Sin embargo, mucho me temo que, aunque la derecha haya dado algunos de los mejores fantoches de nuestra historia reciente, no son los únicos que últimamente se quedan muy a gusto después de evacuar opiniones urgentes sobre las cosas complejas. Por lo que llevamos visto desde hace unos años, esto empieza a perfilarse como un estado de ánimo generalizado que se justifica a sí mismo por la inocuidad de las hostilidades en el mundo de la doxa. Es esa reconocible escalada verbal por la que los contendientes se van comprometiendo a sí mismos con sus palabras gruesas, a través de la hipérbole y la expresión de un odio que va cerrando las puertas del regreso a la racionalidad, que a golpes irreversibles pierde la referencia de la escala real de las cosas, en una ira que no para de crecer y que va sustituyendo las ideas por los gestos.
De las polaridades entre “el Ser” de derechas o de izquierdas, y de las retóricas fantoche, surge una fantasía de radicalidad cada vez más sospechosa. Si los que dicen cosas gruesas para que otros les insulten esperan activar algún resorte, el que activan es el de una impostura política que vacía de contenidos las convicciones. Se puede reconocer en ese tipo que no pierde ocasión para recordarnos su pasado de militancia en la izquierda radical (habría que pedirle más detalles, a ver en qué queda finalmente la cosa). En la derecha, mientras tanto, se cree que la radicalidad es siempre la de los otros, que ellos son sólo “realistas”, lo que resulta bastante más preocupante todavía. Lo cierto es que la radicalidad se agita como una nueva etiqueta que, si por un lado sirve para gestionar un miedo indefinido que se relaciona con fantasmas del pasado y justificar condenas desproporcionadas a pequeños actos de infantilismo; por otro, se exhibe como un galón de viejos militantes de ideas muy arraigadas, aunque en realidad en la mayoría de los casos sus vidas no pasen de ser modestamente socialdemócratas.
La única manera de vacunarse contra esa retórica, aunque sea dolorosa, podría consistir en llegar a la conclusión de que todos tenemos un fantoche dentro, debemos hacer un ejercicio de higiene para reconocerlo. Sí, me refiero a esos sofocos que sufrimos a veces cuando nos sorprendemos a nosotros mismos llenos de rabia polemizando acaloradamente con interlocutores imaginarios, cuando recargamos el impulso de la agresión verbal por todo aquello que debimos haber dicho o que nos juramos que le diremos al día siguiente al blanco de nuestras iras, esta vez con todo lujo de detalles y matices cáusticos. En ese momento, también solemos visitar como acreedores a los distintos habitantes de nuestros infiernos en el intento siempre frustrado de ajustar cuentas. Y, en ese momento, al descubrir que todos ellos son intercambiables en el fondo de la ira que nos consume, deberíamos llegar a la conclusión de que estamos inmersos en un proceso de autocombustión. Motivos habrá, por supuesto, la cuestión es por qué decimos lo que decimos, a quién se lo decimos en realidad, y cuál es el verdadero origen de las frustraciones. Mientras tanto, si llegamos a pronunciar nuestros juramentos, las palabras se vaciarán del significado que las unía precariamente a una realidad compartida y que poco a poco perdemos de vista al empeñarnos en construir esas ficciones de la revancha. Ficciones que esconden una rabiosa impotencia ante la mera existencia del otro, que esconden también la sospecha de que el enemigo siempre tiene algo de razón sobre nosotros.
Por suerte, no toda.
En portada, figurilla de porcelana de Staffordshire de la década de 1860 que representa al predicador C. H. Spurgeon en el púlpito.
De arriba abajo, el parecido entre Benito Mussolini y Donald Trump e ilustración de George Bellows aparecida en el Metropolitan Magazine de mayo de 1915 que representa al primero atleta y más tarde predicador Billy Sunday.
Retórica fantoche y autocombustión
Cada cierto tiempo, se puede comprobar fácilmente en la hemeroteca, se monta un revuelo en torno a las declaraciones de alguien que parece haber decidido hablar sin tapujos y manifestar lo que otros piensan y no se atreven a decir. Una de las prácticas cada vez más frecuentes en el terreno de juego de la “opinión pública” es la nueva épica del bocazas. Son de esa gente que no duda sobre lo que dice y que cree estar llamando pan al pan, y al vino, vino. Es muy visible en ciertos periodistas mamporreros y políticos desahuciados que pasan a engrosar las nóminas de las tertulias televisivas, y su estrategia es sencilla: provocar. A veces de manera involuntaria, es cierto, por pura autosugestión, pero con el objetivo más o menos consciente de llevar a la audiencia o a su interlocutor a un terreno enfangado.
Así es, una parte de los actores públicos basan su estrategia en decir burradas con convicción, o intentando demoler los supuestos prejuicios progresistas y biempensantes que padecemos los demás, y que para ellos no son sino una forma de hipocresía social dominante. Quizá la figura de Donald Trump sólo sea el caso más visible en estos momentos, un personaje cuya gestualidad histriónica y sus declaraciones son parte de una estrategia que revela un peligro real si personajes como él alcanzan el poder. Una gestualidad que recuerda poderosamente a las muecas de líderes de otro tiempo, a los tics disparatados de Mussolini o sus balanceos autosatisfechos sobre los brazos cruzados después de haber dejado en el aire alguna frase lapidaria con la que creyó que sería recordado. Curiosamente lo que se recordará siempre serán sus gestos. Y podría parecer forzada la comparación si no fuera porque el propio Trump no tiene inconveniente en tuitear una de aquellas sentencias de Mussolini tratando quizá de rescatarlas del eclipse que provocan las muecas parecidas a las que él hace hoy día. De ello informaba la revista colombiana Semana ilustrándolo con una elocuente comparativa.
En cualquier caso, en la actualidad, Donald Trump no estaría sólo en un imaginario desfile internacional de fantoches, en que tendría por cierto una notable representación la marca España. Al afirmar los tópicos más brutales, al retornar a creencias reaccionarias supuestamente desterradas, aventan fantasmas a los que esa izquierda difusa, la que se mueve por adhesiones más bien estéticas, reacciona mostrando su infantilismo. Los que se tienen por progresistas se lanzan a la defensa de valores contra la injusticia manifestada por el fantoche, y comienza el intercambio de los estigmas y de las simplificaciones. Porque esa retórica, como ocurre con otras formas del lenguaje, tiene la cualidad de ser extremadamente contagiosa. En esto, como degradación pretendidamente jocosa de un lenguaje compartido en eso llamado “esfera pública”, el comentario intempestivo opera también como degradación de la palabra. Y debe de tener su razón de ser que uno de los últimos eructos mediáticos lo emitiera un recién nombrado académico de la lengua como Félix de Azúa. Uno de los personajes que aparece en un libro que hace recuento de La desfachatez intelectual, escrito por Ignacio Sánchez Cuenca. Sin duda una obra sintomática en sí misma de lo que aquí trato de decir, aunque en cuanto a su contenido comparto plenamente la lectura que de él ha hecho Justo Serna. En cierto modo, parecería que el texto de Sánchez Cuenca quedara, a su vez, contagiado por la celebración misma de la desfachatez, como si nos rompiera una piñata llena de perlas soltadas por algunos de esos personajes ya públicos en distintos desatinos.
Porque el problema no afecta sólo a periodistas y políticos, sino a cualquiera que tenga una pequeña tribuna desde la que hablar, que últimamente es todo el mundo por obra y gracia de las redes sociales. Así es como se contagia: mediante reacciones en cadena de réplicas y adhesiones más o menos tibias a las opiniones de otros, y se produce entonces una falsa pero gratificante sensación de justicia mediática. Todo esto ya lo sabemos. Responde a eso que he denominado “el eco del Spam”. Ahí están también los participantes entusiastas en los linchamientos tuiteros contra cualquiera que manifieste una opinión contraria a lo que le susurra la secta de la que se sienten miembros, y que sólo está en sus cabezas.
No estoy seguro de si es una estrategia programada o si forma parte de una dialéctica más elemental que se relaciona con la tendencia generalizada a responder a estímulos sin reflexión, exactamente como operan los dogmas de cualquier signo ideológico. Es muy probable que sea una combinación de ambas cosas porque, al final, esos que lanzan los aullidos de guerra contra aquellos a los que sitúan en el bando enemigo, creen saber, con la ayuda de los años de servicio público, que la política no se diferencia demasiado de un estadio de fútbol en el que la presión psicológica contra el contrincante es parte del juego.
Porque parecería que lo más apropiado ante semejantes salidas de tono fuera ignorar el exabrupto, como cuando alguien dice algo inapropiado y se hace un silencio durante un instante para luego continuar como si no se hubiera oído nada. Pero no. Lo que ocurre suele ser lo contrario, un montón de contestadores buscan un lugar perfectamente simétrico en la oposición al malvado, un lugar cuyo pretendido antagonismo justificaría el hecho de decir otra estupidez, como si con ello se neutralizara la ofensa.
Sin embargo, mucho me temo que, aunque la derecha haya dado algunos de los mejores fantoches de nuestra historia reciente, no son los únicos que últimamente se quedan muy a gusto después de evacuar opiniones urgentes sobre las cosas complejas. Por lo que llevamos visto desde hace unos años, esto empieza a perfilarse como un estado de ánimo generalizado que se justifica a sí mismo por la inocuidad de las hostilidades en el mundo de la doxa. Es esa reconocible escalada verbal por la que los contendientes se van comprometiendo a sí mismos con sus palabras gruesas, a través de la hipérbole y la expresión de un odio que va cerrando las puertas del regreso a la racionalidad, que a golpes irreversibles pierde la referencia de la escala real de las cosas, en una ira que no para de crecer y que va sustituyendo las ideas por los gestos.
De las polaridades entre “el Ser” de derechas o de izquierdas, y de las retóricas fantoche, surge una fantasía de radicalidad cada vez más sospechosa. Si los que dicen cosas gruesas para que otros les insulten esperan activar algún resorte, el que activan es el de una impostura política que vacía de contenidos las convicciones. Se puede reconocer en ese tipo que no pierde ocasión para recordarnos su pasado de militancia en la izquierda radical (habría que pedirle más detalles, a ver en qué queda finalmente la cosa). En la derecha, mientras tanto, se cree que la radicalidad es siempre la de los otros, que ellos son sólo “realistas”, lo que resulta bastante más preocupante todavía. Lo cierto es que la radicalidad se agita como una nueva etiqueta que, si por un lado sirve para gestionar un miedo indefinido que se relaciona con fantasmas del pasado y justificar condenas desproporcionadas a pequeños actos de infantilismo; por otro, se exhibe como un galón de viejos militantes de ideas muy arraigadas, aunque en realidad en la mayoría de los casos sus vidas no pasen de ser modestamente socialdemócratas.
La única manera de vacunarse contra esa retórica, aunque sea dolorosa, podría consistir en llegar a la conclusión de que todos tenemos un fantoche dentro, debemos hacer un ejercicio de higiene para reconocerlo. Sí, me refiero a esos sofocos que sufrimos a veces cuando nos sorprendemos a nosotros mismos llenos de rabia polemizando acaloradamente con interlocutores imaginarios, cuando recargamos el impulso de la agresión verbal por todo aquello que debimos haber dicho o que nos juramos que le diremos al día siguiente al blanco de nuestras iras, esta vez con todo lujo de detalles y matices cáusticos. En ese momento, también solemos visitar como acreedores a los distintos habitantes de nuestros infiernos en el intento siempre frustrado de ajustar cuentas. Y, en ese momento, al descubrir que todos ellos son intercambiables en el fondo de la ira que nos consume, deberíamos llegar a la conclusión de que estamos inmersos en un proceso de autocombustión. Motivos habrá, por supuesto, la cuestión es por qué decimos lo que decimos, a quién se lo decimos en realidad, y cuál es el verdadero origen de las frustraciones. Mientras tanto, si llegamos a pronunciar nuestros juramentos, las palabras se vaciarán del significado que las unía precariamente a una realidad compartida y que poco a poco perdemos de vista al empeñarnos en construir esas ficciones de la revancha. Ficciones que esconden una rabiosa impotencia ante la mera existencia del otro, que esconden también la sospecha de que el enemigo siempre tiene algo de razón sobre nosotros.
Por suerte, no toda.
En portada, figurilla de porcelana de Staffordshire de la década de 1860 que representa al predicador C. H. Spurgeon en el púlpito.
De arriba abajo, el parecido entre Benito Mussolini y Donald Trump e ilustración de George Bellows aparecida en el Metropolitan Magazine de mayo de 1915 que representa al primero atleta y más tarde predicador Billy Sunday.