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Rebirthing
Somos hijos del agobio, la educación nos ha encarcelado y alejado de la tierra, nos han castrado la creatividad con vergüenzas, nos hacemos pobres y leemos una prensa que nos manipula. Monsanto firma con Bayer, nos estamos muriendo. Nos creemos inmortales. Pornografía embustera, luego de parecer libres; silicona en el culo, en las tetas, costillas de cerdo enjaulado. Especulación a gran escala, y en tu casa matrimoniadas, revoluciones convertidas en moda. Supongo que por ese tipo de cuestiones, casi todos los humanos estamos un poco lisiados.
Yo no he ido nunca al psicólogo, desconfío en que puedan arreglar mi alma los profesionales de una de las carreras con las notas de corte más baja —me da que habrá muchos frustrados ejerciendo que soñaron fuerte con hacer otra cosa y podrían querer joderme—. Tampoco tengo mucha fe en los psiquiatras; como fan de Panero, Artaud o Carrington, soy suspicaz ante un uso de la medicina capaz de electrocutar los cerebros de sus estimulantes mentes, o medicalizar patologías que tal vez ni existen, y convertir en adictos adormecidos a niños genios, porque no querían sentarse en sus asientos, por ejemplo.
Aún así, sé que me hace falta un vapuleo, a veces hasta una somanta de hostias, pero claro, la cosa de creer en la violencia… Aunque no sé si no creo en la violencia; no para arreglarme a mí. Tal vez dolería más de lo que tolero.
Yo creo en la psicodelia, entendiéndola tanto desde su etimología psique (alma humana, según los griegos) más delos (revelar) —revelación de la mente, por tanto—, hasta sus más pintorescas metáforas. Me sanaría la alegría de vivir a través de los símbolos, los sueños, las alucinaciones, las sincronías, los ritos ancestrales, la hipnosis, los viajes astrales, el reconocimiento de los miedos atávicos, el tarot, la naturaleza o los cuentos. Aunque no quiero dejar de recomendarles sus periódicos chequeos, analíticas de sangre y meos, y sobretodo que se radiografíen cuando sientan dolor intenso de huesos.
En cualquier caso, decía, yo, como estoy sanita según La Vida Es Así, sólo necesito que me apañen de estar un poquito tarada, así por cosas como la democracia representativa, los pagos electrónicos y lo de los padres crecidos en la España franquista, católica y de postguerra. Y por eso en ocasiones me someto a terapias, mi favorita de las cuales se llama rebirthing. Quiero especificar y mucho, que no tengo ninguna prueba científica de su éxito, pero como somos de una generación bastante psicotrópica, me parecía importante la difusión de una técnica que consiste básicamente en ponerse completamente globo sin droga alguna. Sí, sí. Un alegato a la salud mental a través del autoconocimiento que nos ofrece estar pedo.
Rebirthing, en realidad, es una técnica de respiración holótropica. Esta respiración fue descubierta por Stanislav y Cristina Grof (conocidos por sus investigaciones sobre el LSD), que básicamente pretende alterar los estados de consciencia mediante la hiperventilación controlada. El rebirthing, cuya aplicación específica se atribuye a Leonard Orr, utiliza este estado para generar beneficios a nivel físico, emocional y psíquico y para integrar las experiencias traumáticas que nos acompañan en el inconsciente en nuestra normalidad. O al menos eso dicen los que se dedican a ello.
Os relato un ejemplo, que corresponde a la primera sesión colectiva a la que me sometí el pasado mes de abril, y de la que copio las notas que tomé post-evento, de manera bastante literal.
Barcelona, Abril 2016
Llego tarde a la sesión (siempre llego tarde, habría que tratar en terapia eso). En el plan hay dos grupos de trabajo, primero unos respiran y otros les cuidan, y luego los cuidadores tendrán su propio ciego, siendo cuidados por los primeros. Yo aparezco para cuando ya han empezado a respirar los del primer grupo, y entro al trapo en colectivo. Escucho gritos, parece un parto global. Una chica llora. Mucho. Y a mí me entran inmediatamente ganas de llorar. Irremediables ganas. Un contagio. Un hombre suelta alaridos animales y otro, gritos sexuales. La mujer que llora es tocada por Catalina, la terapeuta, que le parece masajear en algún punto, y ella grita mucho más. Parece necesitar desesperadamente que alguien la toque y al ser tocada puede entregarse a su drama. Tal vez tiene un bloqueo porque necesita más contacto físico, pienso. O tal vez necesita llamar la atención. O lo uno por lo otro. Pero sólo son conjeturas. Los alaridos del grupo tienen cierta coherencia entre sí, se intensifican o apagan como en fuga, polifónicamente, pero vertebrados, aunque la mujer que grita no cesa nunca su tono loco, aún cuando todos los demás ya se han callado. Esos alaridos últimos me hipersensibilizan. Sollozo, respiro. Y aunque lo intento, no puedo evitar dos cosas; la primera quebrarme y llorar mientras siento mi musculatura facial desdibujarse (y aún no he respirado) y luego temer que los demonios de los otros me posean. Entiéndase por demonios cualquier atisbo de energía traumática que se enroca en nuestros márgenes, o lo que sea. Que se vayan por la ventana, por las puertas. Deseo. Y me aferro a mi esquina desde la que observo, tratando de pasar desapercibida hasta para lo que yo no veo. El chico de la respiración sexual vuelve a la carga, parece estar pasándolo realmente muy bien. Se enrosca. El que le cuida sonríe, el terapeuta (Jonás, hay dos) también. Todo es tan puro (por parte de los que van globo) que se contagia. Como un baile. Que sólo impresiona si es honesto.
Tras un tiempo incalculable, tal vez eterno, o fugaz, Catalina empieza a a ayudar a algunos de los respirantes a colocarse en posición fetal. Al conseguirlo, la chica que lloraba un poco más tenue vuelve a romper a llorar con fervor. Su acompañante, la abraza. (—Oh, Dios, cuánto nos gusta estar ciegos—). Otra chica, ante el mismo acto de colocación postural, se echa a reír a carcajadas. Y todos los demás, de manera espontánea, van sincronizándose hasta despejarse e irse sentando y abriendo los ojos, ante la instrucción de “poco a poco, vamos volviendo”, que da la terapeuta.
Las caras son exactamente las mismas que cuando me cruzo a amigos por el Sónar a las seis de la mañana, sólo que no están ojerosas, ni tienen el rimmel corrido, o los labios resecos.
Ahora es mi turno. Ahora desde dentro.
Empiezo a respirar, hasta que se me entumecen las manos. Siempre sucede así, la musculatura de cuello, cara y manos se endurece hasta el agarrotamiento, que se afloja al volver a respirar normalmente. En cuanto noto las manos rígidas, ya soy algo muy parecido a la carta número nueve del tarot —mi número favorito—, El Ermitaño. El suelo es negro, detrás de mí hay unas montañas blancas, y yo soy un tronco clavado en él, pero con cabeza y brazos. Poseo una barba blanca, y a mis brazos-rama les cuelga una estrella a cada lado.
Mis ojos ven una representación fotográfica de lo que le pasa a la electricidad al chocar con una mano de sangre caliente, y de ahí me vuelve el cuerpo a ser un cuerpo, el mío, pienso en él, que bien hecho está, siento. Qué bueno es. Y me echo a reír incontrolablemente. Qué fuerte soy. Pienso. Empiezo a pensar de dónde vienen mis miedos, los celos, el miedo al abandono, y una voz, que tal vez es del Ermitaño, me dice que nada viene de mí, que todo lo he aprendido, que todo me lo han pasado y no tengo por qué cargar con ello, yo soy mágica me dice, tú eres mágica, y tienes un don, y quiero hacerle caso, y quiero no tener miedo. Luego me convierto en anfibio, colita sólo y cabeza, trato de ser sirena, ya que estoy en el agua, pero no puedo, y me convierto en estrella de mar, y me fundo con la tierra del fondo marino. Los que me acompañan insisten en que siga respirando. Respiro. Y entonces paso a ser un trozo de madera negra con cabeza, y aparezco en un cuadro pintada. Reconozco que es el autorretrato de Leonora Carrington, y me meto en sus ojos y ella dice:
Tú eres todas las mujeres. Todas las locas.
Todas las artistas. Sólo una más.
Todas.
Esta energía.
Crea. Arde.
Y entonces me revuelvo, y siento mucho calor, y me quito ropa, y río.
Vuelvo a ser un trozo de madera. Y me alargo, y me clavo en la tierra de nuevo, sólo soy un palo con cabeza. Y me clavo todo entera. Es una tierra para sembrar, pero de repente llevo un casco que necesito que alguien haga estallar. Que explote lo que endurece mi cabeza, lo que la hace materia. Pido ayuda. Hablo. Catalina viene y, gestualizando, hace que me lo quita. Tira de él. Dice que no es fácil. Ella me acaricia la cabeza con fuerza y yo tiro más. Y más. De pronto sale. Todo mi tronco enterrado se convierte en raíces, y se expande hasta lo inabarcable por mi sensibilidad. Sin el casco aún me cuesta enterrar la cabeza, lo cual persigo, y me siento un pulpo con los tentáculos bajo tierra. Vuelvo a intentar enterrarme, ¡maldita cabeza pensante! Que tiren, les pido, que tiren de mis tentáculos-raíces, y tiran. Que sigan tirando, y mi cabeza va bajando hacia dentro de la tierra con mucha dificultad. Finalmente lo logran. Aunque todavía el coco intenta volver a flotar. Lo doblo en mi estómago, por debajo del corazón, copón. De manera que estoy en posición fetal. Y ahí, finalmente encuentro paz. Dentro de la tierra. En vez de volver a nacer, me he hecho empujar hacia dentro. Tras un rato quieta, un brazo, el derecho, me brota. Tengo que escribir todo esto.
Me quedo como estoy, enroscada y con un brazo abierto, y oigo como dicen el “poco a poco vamos volviendo”. Todos se van a comer y yo corro a tomar notas sobre lo que aún recuerdo.
Fin del globo. Parte uno. (¿alguna vez se acabó el globo?)
Esto, claro, sale de mi cabeza. La mayoría de los símbolos refieren a lecturas, películas, intereses recientes que obviamente poseo, sin embargo no solo eso. La primera vez que hice rebirthing (había participado antes en sesiones individuales) lo primero que vi fue a la virgen María. Además de causarme eso una profunda carcajada por no esperármelo (¡qué católica me sospeché de pronto!) y preguntarle inmediatamente “¿tú qué haces aquí?” (sin obtener repuesta) pasó que del manto con el que cubría la cabeza, surgió una seda con la que, jugando eróticamente, la imagen religiosa pasó a ser la joven Marilyn Monroe de la preciosa sesión fotográfica de Bert Stern, cuando aún no se había operado los pechos.
Sus pechos (antes de la silicona y fuera de los corsés) siempre me recordaron a los míos; son iguales vaya. También su miopía y fragilidad y obsesión por los hombres. Ambas representaban sin duda La Virgen y La Ramera, y a todas las mujeres, y me hablaron, en unos términos bastante similares a los que semanas más tarde le leí a Babalon y Sofía hablarle a Promethea. La idea de Babalon existía antes (la plasmó Crowley a principios del siglo XX), la Virgen María desde antes, e incluso ambas conjugándose y hablando en esos mismos términos ya habían pasado por la imaginación de Alan Moore, la tinta de Mick Gray y el dibujo de J.H Williams, antes que mi cabeza llegase a eso. Sin embargo yo no lo sabía, y primero lo imaginé, para luego descubrirlo materializado por uno de mis más admirados guionistas y pensadores, con una similitud de más del 80%. Eso me hizo llorar. También porque soy muy impresionable y probablemente estaba de resaca, pero sobretodo por sentirme parte de un todo. Sentí que eso venía de otro mundo, de un mundo tan real como el papel y las ramas, de una realidad inmaterial que también nos era palpable más allá del espacio y el tiempo.
Creo que estar desconectados de toda esa parte mágica y colectiva es lo que nos hace sentir más neurosis y miedos, lo que nos hace más frágiles ante el control de masas y cualquier tipo de sistema de esclavitud, situaciones todas que a su vez devienen enfermades. Creo que no hay mejor manera de estar sanos que aceptar que nuestro cuerpo es fuerte, y así la ciencia. Pero no hay nada en nosotros que no pueda ser modificado a través de la magia en base a la Voluntad, como decía Crowley. Y aunque si miráis en wikipedia u otros artículos, nunca encontraréis que la mayor ventaja del rebirthing sea esta, para mí es evidente que todos necesitamos conectarnos con la psicodelia para saber qué estamos viviendo.
Catalina hace sesiones de rebirthing en Barcelona una vez al mes. Por si simplemente creyérais que es verdad la anotación de “Oh, Dios, cómo nos gusta estar ciegos” o por si creyérais que ver con los ojos para adentro es realmente una terapia que puede ayudaros: catalinarojasbenedetti.com/terapias/rebirthing/
https://www.facebook.com/TrabajosDeConsciencia/
Rebirthing
Somos hijos del agobio, la educación nos ha encarcelado y alejado de la tierra, nos han castrado la creatividad con vergüenzas, nos hacemos pobres y leemos una prensa que nos manipula. Monsanto firma con Bayer, nos estamos muriendo. Nos creemos inmortales. Pornografía embustera, luego de parecer libres; silicona en el culo, en las tetas, costillas de cerdo enjaulado. Especulación a gran escala, y en tu casa matrimoniadas, revoluciones convertidas en moda. Supongo que por ese tipo de cuestiones, casi todos los humanos estamos un poco lisiados.
Yo no he ido nunca al psicólogo, desconfío en que puedan arreglar mi alma los profesionales de una de las carreras con las notas de corte más baja —me da que habrá muchos frustrados ejerciendo que soñaron fuerte con hacer otra cosa y podrían querer joderme—. Tampoco tengo mucha fe en los psiquiatras; como fan de Panero, Artaud o Carrington, soy suspicaz ante un uso de la medicina capaz de electrocutar los cerebros de sus estimulantes mentes, o medicalizar patologías que tal vez ni existen, y convertir en adictos adormecidos a niños genios, porque no querían sentarse en sus asientos, por ejemplo.
Aún así, sé que me hace falta un vapuleo, a veces hasta una somanta de hostias, pero claro, la cosa de creer en la violencia… Aunque no sé si no creo en la violencia; no para arreglarme a mí. Tal vez dolería más de lo que tolero.
Yo creo en la psicodelia, entendiéndola tanto desde su etimología psique (alma humana, según los griegos) más delos (revelar) —revelación de la mente, por tanto—, hasta sus más pintorescas metáforas. Me sanaría la alegría de vivir a través de los símbolos, los sueños, las alucinaciones, las sincronías, los ritos ancestrales, la hipnosis, los viajes astrales, el reconocimiento de los miedos atávicos, el tarot, la naturaleza o los cuentos. Aunque no quiero dejar de recomendarles sus periódicos chequeos, analíticas de sangre y meos, y sobretodo que se radiografíen cuando sientan dolor intenso de huesos.
En cualquier caso, decía, yo, como estoy sanita según La Vida Es Así, sólo necesito que me apañen de estar un poquito tarada, así por cosas como la democracia representativa, los pagos electrónicos y lo de los padres crecidos en la España franquista, católica y de postguerra. Y por eso en ocasiones me someto a terapias, mi favorita de las cuales se llama rebirthing. Quiero especificar y mucho, que no tengo ninguna prueba científica de su éxito, pero como somos de una generación bastante psicotrópica, me parecía importante la difusión de una técnica que consiste básicamente en ponerse completamente globo sin droga alguna. Sí, sí. Un alegato a la salud mental a través del autoconocimiento que nos ofrece estar pedo.
Rebirthing, en realidad, es una técnica de respiración holótropica. Esta respiración fue descubierta por Stanislav y Cristina Grof (conocidos por sus investigaciones sobre el LSD), que básicamente pretende alterar los estados de consciencia mediante la hiperventilación controlada. El rebirthing, cuya aplicación específica se atribuye a Leonard Orr, utiliza este estado para generar beneficios a nivel físico, emocional y psíquico y para integrar las experiencias traumáticas que nos acompañan en el inconsciente en nuestra normalidad. O al menos eso dicen los que se dedican a ello.
Os relato un ejemplo, que corresponde a la primera sesión colectiva a la que me sometí el pasado mes de abril, y de la que copio las notas que tomé post-evento, de manera bastante literal.
Barcelona, Abril 2016
Llego tarde a la sesión (siempre llego tarde, habría que tratar en terapia eso). En el plan hay dos grupos de trabajo, primero unos respiran y otros les cuidan, y luego los cuidadores tendrán su propio ciego, siendo cuidados por los primeros. Yo aparezco para cuando ya han empezado a respirar los del primer grupo, y entro al trapo en colectivo. Escucho gritos, parece un parto global. Una chica llora. Mucho. Y a mí me entran inmediatamente ganas de llorar. Irremediables ganas. Un contagio. Un hombre suelta alaridos animales y otro, gritos sexuales. La mujer que llora es tocada por Catalina, la terapeuta, que le parece masajear en algún punto, y ella grita mucho más. Parece necesitar desesperadamente que alguien la toque y al ser tocada puede entregarse a su drama. Tal vez tiene un bloqueo porque necesita más contacto físico, pienso. O tal vez necesita llamar la atención. O lo uno por lo otro. Pero sólo son conjeturas. Los alaridos del grupo tienen cierta coherencia entre sí, se intensifican o apagan como en fuga, polifónicamente, pero vertebrados, aunque la mujer que grita no cesa nunca su tono loco, aún cuando todos los demás ya se han callado. Esos alaridos últimos me hipersensibilizan. Sollozo, respiro. Y aunque lo intento, no puedo evitar dos cosas; la primera quebrarme y llorar mientras siento mi musculatura facial desdibujarse (y aún no he respirado) y luego temer que los demonios de los otros me posean. Entiéndase por demonios cualquier atisbo de energía traumática que se enroca en nuestros márgenes, o lo que sea. Que se vayan por la ventana, por las puertas. Deseo. Y me aferro a mi esquina desde la que observo, tratando de pasar desapercibida hasta para lo que yo no veo. El chico de la respiración sexual vuelve a la carga, parece estar pasándolo realmente muy bien. Se enrosca. El que le cuida sonríe, el terapeuta (Jonás, hay dos) también. Todo es tan puro (por parte de los que van globo) que se contagia. Como un baile. Que sólo impresiona si es honesto.
Tras un tiempo incalculable, tal vez eterno, o fugaz, Catalina empieza a a ayudar a algunos de los respirantes a colocarse en posición fetal. Al conseguirlo, la chica que lloraba un poco más tenue vuelve a romper a llorar con fervor. Su acompañante, la abraza. (—Oh, Dios, cuánto nos gusta estar ciegos—). Otra chica, ante el mismo acto de colocación postural, se echa a reír a carcajadas. Y todos los demás, de manera espontánea, van sincronizándose hasta despejarse e irse sentando y abriendo los ojos, ante la instrucción de “poco a poco, vamos volviendo”, que da la terapeuta.
Las caras son exactamente las mismas que cuando me cruzo a amigos por el Sónar a las seis de la mañana, sólo que no están ojerosas, ni tienen el rimmel corrido, o los labios resecos.
Ahora es mi turno. Ahora desde dentro.
Empiezo a respirar, hasta que se me entumecen las manos. Siempre sucede así, la musculatura de cuello, cara y manos se endurece hasta el agarrotamiento, que se afloja al volver a respirar normalmente. En cuanto noto las manos rígidas, ya soy algo muy parecido a la carta número nueve del tarot —mi número favorito—, El Ermitaño. El suelo es negro, detrás de mí hay unas montañas blancas, y yo soy un tronco clavado en él, pero con cabeza y brazos. Poseo una barba blanca, y a mis brazos-rama les cuelga una estrella a cada lado.
Mis ojos ven una representación fotográfica de lo que le pasa a la electricidad al chocar con una mano de sangre caliente, y de ahí me vuelve el cuerpo a ser un cuerpo, el mío, pienso en él, que bien hecho está, siento. Qué bueno es. Y me echo a reír incontrolablemente. Qué fuerte soy. Pienso. Empiezo a pensar de dónde vienen mis miedos, los celos, el miedo al abandono, y una voz, que tal vez es del Ermitaño, me dice que nada viene de mí, que todo lo he aprendido, que todo me lo han pasado y no tengo por qué cargar con ello, yo soy mágica me dice, tú eres mágica, y tienes un don, y quiero hacerle caso, y quiero no tener miedo. Luego me convierto en anfibio, colita sólo y cabeza, trato de ser sirena, ya que estoy en el agua, pero no puedo, y me convierto en estrella de mar, y me fundo con la tierra del fondo marino. Los que me acompañan insisten en que siga respirando. Respiro. Y entonces paso a ser un trozo de madera negra con cabeza, y aparezco en un cuadro pintada. Reconozco que es el autorretrato de Leonora Carrington, y me meto en sus ojos y ella dice:
Tú eres todas las mujeres. Todas las locas.
Todas las artistas. Sólo una más.
Todas.
Esta energía.
Crea. Arde.
Y entonces me revuelvo, y siento mucho calor, y me quito ropa, y río.
Vuelvo a ser un trozo de madera. Y me alargo, y me clavo en la tierra de nuevo, sólo soy un palo con cabeza. Y me clavo todo entera. Es una tierra para sembrar, pero de repente llevo un casco que necesito que alguien haga estallar. Que explote lo que endurece mi cabeza, lo que la hace materia. Pido ayuda. Hablo. Catalina viene y, gestualizando, hace que me lo quita. Tira de él. Dice que no es fácil. Ella me acaricia la cabeza con fuerza y yo tiro más. Y más. De pronto sale. Todo mi tronco enterrado se convierte en raíces, y se expande hasta lo inabarcable por mi sensibilidad. Sin el casco aún me cuesta enterrar la cabeza, lo cual persigo, y me siento un pulpo con los tentáculos bajo tierra. Vuelvo a intentar enterrarme, ¡maldita cabeza pensante! Que tiren, les pido, que tiren de mis tentáculos-raíces, y tiran. Que sigan tirando, y mi cabeza va bajando hacia dentro de la tierra con mucha dificultad. Finalmente lo logran. Aunque todavía el coco intenta volver a flotar. Lo doblo en mi estómago, por debajo del corazón, copón. De manera que estoy en posición fetal. Y ahí, finalmente encuentro paz. Dentro de la tierra. En vez de volver a nacer, me he hecho empujar hacia dentro. Tras un rato quieta, un brazo, el derecho, me brota. Tengo que escribir todo esto.
Me quedo como estoy, enroscada y con un brazo abierto, y oigo como dicen el “poco a poco vamos volviendo”. Todos se van a comer y yo corro a tomar notas sobre lo que aún recuerdo.
Fin del globo. Parte uno. (¿alguna vez se acabó el globo?)
Esto, claro, sale de mi cabeza. La mayoría de los símbolos refieren a lecturas, películas, intereses recientes que obviamente poseo, sin embargo no solo eso. La primera vez que hice rebirthing (había participado antes en sesiones individuales) lo primero que vi fue a la virgen María. Además de causarme eso una profunda carcajada por no esperármelo (¡qué católica me sospeché de pronto!) y preguntarle inmediatamente “¿tú qué haces aquí?” (sin obtener repuesta) pasó que del manto con el que cubría la cabeza, surgió una seda con la que, jugando eróticamente, la imagen religiosa pasó a ser la joven Marilyn Monroe de la preciosa sesión fotográfica de Bert Stern, cuando aún no se había operado los pechos.
Sus pechos (antes de la silicona y fuera de los corsés) siempre me recordaron a los míos; son iguales vaya. También su miopía y fragilidad y obsesión por los hombres. Ambas representaban sin duda La Virgen y La Ramera, y a todas las mujeres, y me hablaron, en unos términos bastante similares a los que semanas más tarde le leí a Babalon y Sofía hablarle a Promethea. La idea de Babalon existía antes (la plasmó Crowley a principios del siglo XX), la Virgen María desde antes, e incluso ambas conjugándose y hablando en esos mismos términos ya habían pasado por la imaginación de Alan Moore, la tinta de Mick Gray y el dibujo de J.H Williams, antes que mi cabeza llegase a eso. Sin embargo yo no lo sabía, y primero lo imaginé, para luego descubrirlo materializado por uno de mis más admirados guionistas y pensadores, con una similitud de más del 80%. Eso me hizo llorar. También porque soy muy impresionable y probablemente estaba de resaca, pero sobretodo por sentirme parte de un todo. Sentí que eso venía de otro mundo, de un mundo tan real como el papel y las ramas, de una realidad inmaterial que también nos era palpable más allá del espacio y el tiempo.
Creo que estar desconectados de toda esa parte mágica y colectiva es lo que nos hace sentir más neurosis y miedos, lo que nos hace más frágiles ante el control de masas y cualquier tipo de sistema de esclavitud, situaciones todas que a su vez devienen enfermades. Creo que no hay mejor manera de estar sanos que aceptar que nuestro cuerpo es fuerte, y así la ciencia. Pero no hay nada en nosotros que no pueda ser modificado a través de la magia en base a la Voluntad, como decía Crowley. Y aunque si miráis en wikipedia u otros artículos, nunca encontraréis que la mayor ventaja del rebirthing sea esta, para mí es evidente que todos necesitamos conectarnos con la psicodelia para saber qué estamos viviendo.
Catalina hace sesiones de rebirthing en Barcelona una vez al mes. Por si simplemente creyérais que es verdad la anotación de “Oh, Dios, cómo nos gusta estar ciegos” o por si creyérais que ver con los ojos para adentro es realmente una terapia que puede ayudaros: catalinarojasbenedetti.com/terapias/rebirthing/
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