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Poética del paisaje

Recuerdo de Peter Hutton
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Peter Hutton ha muerto en Poughkeepsie, Nueva York, a los 71 años. Coincidí con él, hace algún tiempo, en Madrid. Y fue un encuentro afortunado. Un mes de mayo radiante ─la imagen que guardo de él es parapetado tras unas Ray-Ban impenetrables─, gracias a uno de tantos festivales cinematográficos, lo entrevisté no tan largo como hubiese querido pero sí bastante tendido en la azotea del Reina Sofía. Como una buena amiga la estaba grabando en vídeo, y los golpes de viento causaban estragos en la banda de sonido, hubo que repetir algunas preguntas. Sólo un cineasta acostumbrado a esperar pudo demostrar aquella infinita paciencia, mientras que, tanto a la jefa de prensa como a nosotros mismos, se nos contagiaba el desasosiego merced al retraso acumulado. Días después lo reencontré tras una clase magistral y, pese a estar rodeado de pupilos ávidos de consejos, conseguí charlar furtivamente con él otro rato. Hablamos sobre los paisajistas norteamericanos, de Thomas Cole y Frederic Edwin Church, y de cómo en sus pinturas reencontramos el encanto de los libros de Fenimore Cooper o Walt Whitman. Parte de esos dos encuentros aparecieron publicados entonces bajo la forma de una breve entrevista.

En aquel momento pensaba que el quid de sus primeras películas, como July ‘71 in San Francisco, Living at Beach Street, Working at Canyon Cinema, Swimming in the Valley of the Moon (1971) desde su propio género, el diario filmado, a cierta praxis de montaje estaba en la influencia de Mekas, Jacobs y otros vates de la cultura underground. También que, a medida que su obra había ido desarrollándose, sus referentes se habían situado más del lado de aquellos precursores de la pintura estadounidense así como, en su quietud y frontalidad, en la duración del plano, de los pioneros del cinematógrafo. Su verdadera maestra fue la naturaleza. Para Hutton el paisaje era mucho más de lo que perciben los sentidos. Como a Millet, también a Hutton le hubiese gustado entender el lenguaje secreto de los árboles, “esos grandes diablos”, de los ríos y los campos. Si bien el pintor y él comparten idénticas sensaciones cósmicas, si se sienten atraídos (poseídos casi sería mejor decir) por una poética espiritual del paisaje y poseen una intensa conciencia de lo bello, la figura humana les separa. Contra Millet, para quien el hombre es siempre lo primero en el campo, Hutton hace desaparecer su presencia de la naturaleza (incluso en buena parte de sus filmes urbanos, en los que, por otra parte, no se le concede jamás un interés narrativo). De modo que no se trata del “paisaje anecdótico” de tantos filmes de no-ficción dedicados, paradójicamente, al medio natural, pero que no se fijan realmente en él, sino de una concepción sublime del mismo. Para Hutton “ver” un paisaje es situarse en él. Como en las telas de la escuela del Río Hudson ─no en vano el cineasta dedicó varios estudios fílmicos al valle de ese mismo río, en el que se asentó desde mediados de los años 80─, del paisaje emanan unas profundas connotaciones espirituales. Imposible no pensar en Novalis y su Stimmung, esa armonía cósmica descrita por el poeta. El cine es comprendido como la expresión de un estado de ánimo, es decir, un sentimiento revelado a través de lo representado.

La sensibilidad del paisaje es el verdadero tema y protagonista de películas como Landscape (for Manon) (1987), In Titan’s Goblet (1991), Study of a River (1994-96), Time and Tide (2000), Skagafjördur (2004). Todas estas y otras representan un paso para traducir en emoción humana el sentimiento oculto que todo observador paciente encuentra en la naturaleza. La palabra clave es precisamente “paciente”, en el sentido de que, en ella, se entremezclan calma, espera y contemplación. El paisaje tiene una grandeza sagrada. A veces, lo exterior no es más que la forma sigilosa de lo interior, y un paisaje se transforma en la emoción de aquel que lo contempla, en su conexión con el universo. Emerson creía que en la naturaleza virgen se manifiesta la divinidad. Ante ella, el hombre ha de olvidar su individualidad y fundirse con el universo. Así sucede con el propio cineasta, quien, en el transcurso de una entrevista, reconocía que su obra estaba concebida para “personas que se deleiten observando la naturaleza, o que disfruten tomándose un instante para examinar algo sin la necesidad de estar rodeados de información”. Sus películas, que tienen algo de ensimismamiento, son como aquella ventana abierta al mundo de Bazin. Los solitarios paisajes urbanos ─en su trilogía sobre Nueva York o en Budapest Portrait (Memories of a City) (1984-86)─ o naturales ─sus estudios sobre el valle del Hudson, Lodz Symphony (1991-93), Two Rivers (2001-02), etc.─ nos devuelven casi a la quietud del primer día, permitiéndonos una reconquista del acto de mirar.

Y es que las tres grandes vocaciones de Peter Hutton se relacionaron directamente con la mirada. Primero como estudiante de arte ─en el San Francisco Art Institute y en Hawaii─, una vocación decisiva en su formación como cineasta y en el desarrollo de su peculiar modo de ver. La escuela de arte la pagó trabajando como marino mercante. “Me hacía a la mar un semestre e iba otro a la universidad, siempre del mar a la escuela y viceversa.” Un ejemplo que tomó de su padre, quien hizo lo mismo para costearse los estudios universitarios. A lo largo de numerosas entrevistas se refirió siempre al formidable poder evocativo de las instantáneas paternas tomadas a lo largo y ancho de los siete mares. Y, así, viajar se convirtió también para él en un hábito de por vida. El sudeste asiático, la China oriental, el este de Europa y la antigua URSS, Islandia, los Estados Unidos son los protagonistas de su filmografía. Y el mar. Siempre el mar, la escuela en la que pulió sus competencias observacionales. En el mar, los ojos son un instrumento muy preciso para la supervivencia. De ahí que esa capacidad de observación, la experiencia empírica de mirar con atención, sea el origen de todo.

     

Las películas de Hutton no necesitan de la palabra. Prescinden del más simple movimiento de cámara y simplifican el montaje hasta lo sintético, extensión del MRP primigenio. La impresión, al verlas, es que hojeásemos un cuaderno de notas, en el que el fragmento se impusiese, o saltásemos a través de las páginas de un álbum fotográfico. Muchas, reducidas a ensoñaciones en las que el único movimiento, dentro de la minuciosa composición del plano, surge a merced del viento o a una ligerísima alteración en la luminosidad de la escena. Prácticamente todas ellas comparten el encanto monocromático de sombras grises o de color sepia, un poco fantasmagórico, de los álbumes familiares de fotografías. Algo que no sé si tendría que ver con el hecho de que el cineasta tuviese ─como él mismo me confesó─ un ligero daltonismo. Hutton fue simplificando gradualmente sus propuestas fílmicas a través de los años. Cada vez más los planos-secuencia de sus películas resultan independientes entre sí, están aislados unos de otros mediante fundidos de entrada y de salida. Una forma, como afirma Adams Sitney, de no intervención, de eliminar la subjetividad del observador ─que se convierte en una presencia ausente─ y de repudia del montaje en beneficio del ritmo interno de las imágenes. El del cineasta es sólo un papel de mediador. “Creo ─declaraba─ que el hecho de ir al cine y no ser dirigido intencionadamente en una dirección concreta puede ser muy liberador. Poder estar simplemente allí y dejarse llevar. Yo pretendo crear la libertad necesaria para que eso suceda.”

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Peter Hutton nació en Detroit el 24 de agosto de 1944 y murió en Poughkeepsie, Nueva York, el 25 de junio de 2016.

 

En portada, fotograma de Lodz Symphony (Peter Hutton, 1993).
Más abajo, fotograma de Lanscape (for Manon), 1987, y carnet de la marina mercante de los Estados Unidos.