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¿Podemos bailar nuestro paisaje?

Pensar y bailar están muy cerca
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A finales de los años ochenta el coreógrafo japonés Min Tanaka se preguntaba: ¿podemos bailar un paisaje? Y a través de sus diversos quehaceres daba respuestas provisionales a tal pregunta. Con su grupo de danza Mai Juku, había desarrollado un tipo de investigación que tenía diferentes facetas: sus integrantes cultivaban la tierra, bailaban a la intemperie sintiendo los cambios del clima y también creaban piezas de danza que presentaban en teatros. Una de ellas, Can we dance a landscape?, fue estrenada en el gran teatro de la Ópera de París. El resultado, para unos incomprensible y para otros inspirador, no dejaba de mostrar, sin embargo, un oxímoron: el paisaje encerrado en un teatro pierde inevitablemente su condición de paisaje. Y deja de ser paisaje no tanto por el hecho de estar enmarcado espacialmente —porque el teatro puede muy bien constituir, como espacio, un paisaje—, sino más bien por su encuadre temporal: la entrada de los espectadores marca el inicio, la salida, el fin. Se produce esa contrariedad entre la sumisión de la mirada a una temporalidad, que un paisaje nunca exige, y la libertad de la mirada que el paisaje permite. La pregunta ¿podemos bailar un paisaje? se convierte entonces en una reflexión sobre los lugares y los tiempos del arte —de la danza— y sobre la representación del cuerpo. También apela directamente a un cuestionamiento ético sobre la posición del ser humano en el mundo, porque, a fin de cuentas, no se quiere bailar en el paisaje, no se quiere ser figura sobre fondo, acción sobre pasividad, discurso sobre murmullo, sino que, precisamente, se quiere ser fondo, pasividad y murmullo como posible camino para desbordar tales distinciones.

En el trabajo de la compañía Mai Juku, esta pregunta era transversal y podría decirse que encontraba mejores respuestas en los momentos en que no estaba planteada abiertamente. Porque cuando experimentaban con estados perceptivos límite, caminando por los bosques con los ojos vendados durante horas, andando hacia atrás en excursiones silenciosas, trabajando de noche en interminables entrenamientos extenuantes, labrando el campo, en la recogida del té, se convertían en paisaje, dejando de ser “personas que bailan en un paisaje”, para pasar a formar parte de él. Así pues, la cuestión de si “podemos bailar un paisaje” no se produce específicamente en el acto de representación, sino, y sobre todo, en el transcurso de una investigación multifacética que trata de responder de distintos modos a la misma pregunta.

Esta pregunta, recurrente a lo largo de muchos años en nuestro propio trabajo e investigación en el ámbito de la danza, se vuelve urgente cuando participamos en proyectos de danza comunitaria con niños como el que describiremos más abajo. En la ciudad y en un contexto histórico y social distinto, la pregunta tiende a politizarse, manteniendo y extendiendo la problematicidad que encierra. Por eso la reformulamos así: ¿podemos bailar nuestro paisaje? y añadimos un nuestro que no sugiere posesión, sino comunión. Nuestro es aquello que creamos juntos y que en realidad es efímero, intangible, pero deja una huella: recurrimos a esa experiencia para seguir pensando cómo es ese paisaje que hacemos aparecer y que sabemos siempre cambiante, abierto. Nuestro, también, en cuanto a que nos empuja a mirar, a mirarnos, a ver cómo estamos, por dónde andamos, cómo es ese entorno del que formamos parte, qué gestos resuenan en él, qué gestos son omitidos y cuáles invitamos a re-aparecer. Nuestro en cuanto nos reconocemos como formando parte de ese paisaje y a la vez siendo responsables de lo que le [nos] suceda, de sus [nuestros] cambios. Esos cambios tienen que ver, en parte, con los recorridos perceptivos: qué patrones de percepción guían nuestras acciones, nuestros movimientos, y de qué modo, precisamente a través de la atención hacia estos patrones, podemos modificarlos, modificando entonces nuestras inercias y, por tanto, responsabilizándonos de nuestras acciones. En Before your eyes, la creadora de danza Lisa Nelson, expresa la experiencia de una pequeña modificación de su modo de mirar un espacio lleno de gente y las consecuencias que ese cambio puede generar: “Al entrar en una habitación llena de gente, observé cómo mis ojos instantáneamente se dirigían a los espacios vacíos, senderos protegidos a través de los que viajar, patrón que había forjado en mi adolescencia. Cuando redirigí mi mirada para enfocar en primer lugar a las personas, la modificación en el movimiento de la musculatura del ojo fue mínima, pero mi futuro en la habitación se transformó profundamente”.

Bailar, pues, sería proceso, cambio, paisaje común, visión y escucha. Movimiento, pero también reposo. Cuerpo expuesto que mira y es mirado. Expresión no significante pero con sentido. Bailar no se reduciría a un solo tipo de actividad situada en tiempos definidos y en espacios ad hoc. Bailar no se haría sólo en el teatro y en la sala de baile, siguiendo un tipo de entrenamiento, con el que se aspira a una depuración del gesto y a una formación del cuerpo. Bailar se hace también en la escuela, aprendiendo y enseñando. Se hace en la biblioteca, en la calle, en los campos, en los hospitales y en casa. Se hace con amigos, con desconocidos, en comunión o en soledad. Se hace con personas que no se pueden mover y con personas que no pueden estar quietas.

Así, podríamos decir que bailar no exige un saber (bailar). La danza no sería un saber, ni como representación de lo real o lo imaginario, ni como acumulación de respuestas acertadas, ni mucho menos como representación de un significado contenido en el lenguaje que el cuerpo ilustraría. Bailar sería más bien conocer. Conocer como experiencia, como escucha, como mirada que recorre sus infinitos registros entre la focalización y la apertura panorámica. Bailar está en el cuerpo como aprendizaje, como gesto expuesto y con sentido que muda las cosas. Bailar precisa de atención para escuchar al cuerpo que cambia, para encontrar el lugar y el tiempo en el que sucede algo común que nos contiene, aun cuando se desborda. Conocer de todos que no pertenece a nadie.

Bailar puede sustraerse, aunque no es fácil, a las lógicas de la producción cultural impuestas por la industria del espectáculo y a sus estéticas. Puede hacer que personas que no irían jamás al teatro de la ciudad, lo llenen con su mirada. Puede estar en la escuela para aprender desde otros lugares. Puede hacer que nos miremos, no para incluir a otros en el círculo de lo que deshonestamente unos llaman “la sociedad”, sino más bien para hacernos cargo de lo irreductible otro, para poder hablar desde un lenguaje no totalizador, desde un lenguaje ético.

Pensar y bailar están muy cerca. El lugar de arte subalterno al que se ha desterrado, ideológicamente, a la danza —como se destierran socialmente la niñez y la vejez, momentos de la vida en los que mejor y más se baila— nos dice mucho sobre el tipo de sociedad que hacemos y somos. Nos dice mucho sobre nuestra sexualidad, sobre nuestra relación con el entorno y con lo otro. Sin embargo, pensar y bailar siguen estando en una íntima cercanía quizás arraigada en una mudez del cuerpo previa a la articulación del lenguaje. Tal vez sea la naturaleza de nuestra capacidad de crear y de aprender la que las vincula. Y, en un sentido más amplio y también más lejano —por antiguo—, pensar y bailar son formas de relación con lo otro. De esa relación nacerá el lenguaje.

Como pensar, bailar es una búsqueda y esa búsqueda se hace con rigor, con el mismo rigor que exige todo conocer.

¿Podemos, pues, bailar nuestro paisaje?

 

Crónica de un paisaje

La pregunta ¿podemos bailar nuestro paisaje? abre un horizonte en el que vienen a insertarse distintas prácticas de danza comunitaria con participantes no profesionales. Uno de estos proyectos de creación de un paisaje propio y común fue Crisálide in C, desarrollado en el área metropolitana de Barcelona durante los primeros meses de 2015.

Empezamos en enero. El primer viernes tras la Navidad, a las 8 de la mañana: los ojos hinchados y el cerebro adormecido. Nos reunimos con 87 niños y su profesora de educación musical, Anna, en la sala de actos del instituto. Vinieron Núria y Catalina, la directora y coordinadora de la Escuela de Música y Centro de las Artes de l'Hospitalet. Vino Agustí, el director de orquesta. Fuimos Constanza y Andrea: nosotras estaríamos cinco meses con esos niños. Ese día se trataba de presentar el proyecto, nada más.

Núria lo explicó todo. Crear juntos una danza bajo la dirección de Constanza, una coreógrafa profesional, y con la ayuda de Andrea, que además documentaría el proceso. Bailar una pieza de música minimalista y tal vez extraña a los oídos de los niños: In C, de Terry Riley, que este 2015 cumplía 80 años. Agustí llevaría la dirección musical de la pieza; la tocarían los alumnos de la Escuela de Música y los intérpretes de Barcelona 216, una orquesta prestigiosa y especializada en repertorio contemporáneo. Estrenaríamos la pieza a finales de mayo en el Mercat de les Flors. Aunque a los niños podía sonarles a una floristería enorme era, en realidad, el espacio de referencia de la danza y las artes escénicas en Barcelona. La Escuela de Música y Centro de las Artes de l'Hospitalet, con el respaldo de la Obra Social de La Caixa, organizaba el proyecto: Crisàlide in C. In C por la pieza musical. Crisàlide por la transformación, por la metamorfosis que caracteriza tanto la adolescencia como los proyectos artísticos de creación comunitaria.

Los niños y nosotras nos mirábamos con curiosidad mientras Núria hablaba. Tantos niños y tan distintos. Creíamos que tendrían unos 13 años, pero los cuerpos son tan variables a esa edad. Y hay repetidores, y hay recién llegados, y niños de aquí y allá y más pobres y menos pobres: el barrio de Collblanc de l'Hospitalet del Llobregat es un barrio fundamentalmente de clase baja y con una alta presencia de inmigrantes de primera y segunda generación. Cada niño lucha a su manera con las sillas incómodas del salón de actos. Escuchan entre risas, con mirada desafiante, tímidos, desdeñosos, temerosos, expectantes, en Babia. Luego nos presentamos Agustí y nosotras, y luego nos despedimos.

Y, a partir de entonces, cada viernes a las 8 de la mañana en el instituto. Una hora con 1C, otra con 1A, finalmente 1B. Después de cada sesión, nosotras tomamos un café y un agua con gas y comentamos las sesiones: dificultades, oportunidades, sensaciones, posibilidades. Anotamos, al principio, movimientos. Más adelante, una coreografía va tomando cuerpo a medida que incorpora la idiosincrasia de cada niño y de los grupos que forman. No hay día sin variación, cambio, novedad.

No sabemos sus nombres ni sus modos: los iremos aprendiendo. También iremos conociendo a Anna, su profesora de música. No hemos comentado previamente cómo debía situarse ella en este proceso; confiamos en que encuentre su lugar. Y lo encuentra: el de una presencia fuerte y discreta en el aula. La sintonía con ella facilita mucho nuestro trabajo. Cuando un proyecto como éste irrumpe en una institución, es crucial para su desarrollo la forma en que ésta y sus miembros lo reciben.

Todo sucede en un contexto institucional. Tenemos, por un lado, una institución educativa que cumple grosso modo con los ritmos, dinámicas y formalidades que suelen definir la enseñanza ordinaria. Ésta se caracteriza, entre otras cosas, por una fuerte asimetría entre el profesor y sus alumnos, por una jerarquía del saber no dialéctica, y por una necesidad de disciplina que tiene que ver, entre otras cosas, con la quietud de los cuerpos y con la necesidad de orden. También se caracteriza por unas relaciones de aprendizaje donde el foco está puesto en lo intelectual y en la recepción e incorporación, por parte del alumno, de contenidos dictados a priori por los currículos escolares.

Por otro lado, tenemos Crisàlide in C, que surge del exterior de la institución y que viene a interrumpir algunas de las dinámicas señaladas. Se trata de un proyecto fundamentalmente artístico, aunque también pedagógico. Por supuesto, hay una jerarquía del saber y de la relación de aprendizaje, y en este sentido es Constanza quien tiene una experiencia y formación en danza, quien se encarga de dirigir las sesiones y quien toma en última instancia las decisiones. Sin embargo, esta jerarquía no es rígida y la dirección de aprendizaje no tiene un único sentido: el mismo proyecto obliga a que no sea así. Si de lo que se trata es de crear juntos una pieza de danza, ya se ve que cada niño, en la medida de sus posibilidades y disposición, ha de aportar algo. Si todo le viniera impuesto, si se tratara de una mera adaptación de su cuerpo y movimientos a un modelo y una coreografía diseñadas a priori, se estaría reproduciendo el estándar educativo, aunque aplicado a otra disciplina, la danza. Pero aquí no se trata de eso: aquí la pedagoga y artista, Constanza, ha de promover, facilitar y estar especialmente abierta a las propuestas de los niños, que son a un tiempo los artífices y la materia de la coreografía. La aportación de los niños puede adoptar formas diversas: puede formularse explícitamente, a través de la palabra y el gesto, o también puede rescatarse del niño que no sugerirá nada abiertamente pero está experimentando movimientos en una esquina. Las aportaciones pueden ser asimismo negativas: hay que estar atento a aquello que por algún motivo no funciona, a ese movimiento que los niños reproducen con incomodidad o desidia, sin llegar a apropiárselo.

Se subvierte así, ligeramente, el orden de las cosas: hay un flujo constante de contenidos y aprendizaje que va de nosotras a los niños y viceversa. Proponemos algo y los niños lo hacen o no lo hacen suyo, nos lo devuelven con variaciones que incorporan su singularidad o, incluso, radicalmente cambiado. Los niños proponen novedades que Constanza puede rechazar o que les incita a explorar más profundamente. No hay unos contenidos estables, sino un vaivén, y es así como se va creando la pieza. Obviamente, los contenidos necesitan fijarse en algún momento: sin cierta fijación no podría trabajarse en ellos, no habría perfeccionamiento ni experiencia posible. En otras palabras, no se podría ensayar. Pero esta fijación es un momento del proceso, no siempre definitivo y, en cambio, siempre a posteriori: tras ese vaivén de creación conjunta que comentamos.

Además de estas diferencias, el proyecto que viene de fuera se distingue de la institución escolar por poner el énfasis en el cuerpo, en vez de ponerlo en la palabra y el intelecto. En un lugar donde el medio de expresión privilegiado es la palabra hablada y, sobre todo, escrita, irrumpen el cuerpo y su movimiento. No como algo que ejercitar, no como músculo que cobija el alma, sino como vía de expresión y exposición. Nos falta lenguaje para describirlo: ni siquiera es que el cuerpo se ponga como vía para decir algo, sino que el propio cuerpo, que es tan nosotros como lo son nuestros pensamientos, nos expresa. Contra la tradición que privilegia el logos, diríamos que el cuerpo expresa tanto como la palabra. Si esto es así, cuántas cosas que no decían las palabras podrán exponer los cuerpos: los niños ya no son lo que eran y aparece algo nuevo de ellos.

Finalmente, la interrupción de la dinámica institucional tiene también que ver con romper con los ritmos y las obligaciones que suelen atravesarla. En Crisàlide in C no hay que seguir un currículo de contenidos, no habrá controles regulares ni un examen final, nada de pruebas PISA. Tenemos cinco meses y al final debemos mostrar una pieza de danza en el Mercat de les Flors. Es un tiempo acotado e incluso podríamos decir que escaso. Pero, aún así, es todo el tiempo del mundo. Lo es porque esos cinco meses no están marcados por continuas exigencias y evaluaciones: podemos disponer de ellos, podemos tomarnos nuestro tiempo. Quizá ése sea el secreto: esos pocos meses son nuestro tiempo. Así, porque lo consideramos necesario, dedicaremos muchas sesiones a trabajar el silencio, la concentración, el respeto. No nos veremos obligadas a pasar por encima de faltas esenciales. Que se oiga el silencio, que dure la quietud. Que no los distraiga un barullo más o menos soterrado ni una mano que se mueve o un pie que repiquetea el suelo. No avanzaremos hasta que nos parezca acertado hacerlo. Tampoco nos sentiremos encorsetadas por la necesidad del orden que suele acuciar a las instituciones. Si a veces hace falta una explosión de caos y de bullicio para que luego llegue el silencio, dejaremos lugar al caos.

Estos cambios que venimos describiendo abren una rendija en la institución. Y abrir esta rendija es más fácil cuando la institución está dispuesta a romperse un poco, cuando no hay un temor muy fuerte a la desintegración sino más bien un deseo de apertura, como ocurre con el Instituto Margarida Xirgu.

Cada niño y todos los niños. Tenemos la suerte de que el instituto es, en este caso, un contexto que favorece el proyecto. Entre otras cosas, nos ayudan los retazos de información que Anna nos va dando sobre sus alumnos. No son raras las situaciones personales y familiares difíciles, cuando no extremas: hay una chica que cambia de hogar con frecuencia y sufre un trastorno bipolar; un niño tiene a su padre en la cárcel; otro sufre una situación de maltrato de su padre hacia su madre; muchos acaban de aterrizar en España y apenas hablan el castellano; algunos han sido arrancados de su núcleo familiar para emigrar junto a algún pariente desconocido que consiguió el permiso de residencia; los diagnósticos de hiperactividad abundan; el absentismo escolar está a la orden del día. Estos detalles nos llegan como bofetadas. Otros son más sutiles: Santi no sabe estar quieto; Rufi es la líder del grupo; Alba es muy buena en el resto de asignaturas pero le cuesta trabajar con el cuerpo; Víctor y Bousselham, cuando se juntan, no pueden concentrarse; Erik parece ahora muy movido, pero para lo que son sus estándares habituales está increíblemente contenido. Intentamos conocer a los niños. Le pedimos una lista a Anna con sus fotos y sus nombres. Hay niños que no están en la lista, nombres que no están en el aula. Pero nos vamos haciendo una idea. Montse boicotea los encuentros, nunca sabemos de qué humor vendrá Rufi, Noman es el portador de la elegancia. Cuando al final repasemos esas listas, constataremos que, tarde que temprano, hemos conocido algo de cada uno de ellos. Habrá un recuerdo, un gesto o un momento que vincular a cada niño y todos los niños.

Esto no es bailar. Vamos conociendo la idiosincrasia de cada niño y de los grupos que forman, y ellos nos van conociendo a nosotras. Al principio, la tónica general es de escepticismo y extrañamiento: ¿eso es danza, eso es música? Aunque ya desde el primer día hay quien se muestra entusiasmado: Miguel Ángel se mueve como una bestia salvaje y prudente que encontrará su lugar en la coreografía final. Pero en las primeras sesiones, habitualmente, Constanza ofrece más pautas, baila ella, entrega propuestas y movimientos para que los niños los imiten y cambien. En definitiva, les ofrece algo a lo que agarrarse y a la vez carga contra sus prejuicios sobre lo que es bailar. No se trata de crear solos y desde el vacío; tampoco se trata de crear algo que encaje con las formas fijas que solemos asociar al baile, sea éste el ballet o el reguetón, ni con los cuerpos especializados, cuando no deformados, que corren por nuestro imaginario. Bailar es experimentar, atreverse a probar nuevos movimientos, encontrar la belleza de aquellos que siempre han sido nuestros, jugar con el cuerpo, tomarse en serio, esforzarse, concentrarse, ensayar, mirar a los ojos de los compañeros, mirarse a uno mismo. Que un movimiento sea baile no depende de su estilización ni de que coincida con unos cánones. El movimiento más sutil, el más cotidiano, propio o alocado serán danza si se hacen con el rigor y la seriedad necesarios.

La danza será también eso para los niños. Y no porque nuestras sesiones hayan venido acompañadas de un discurso retórico sobre el significado de la danza. Lo será desde la experiencia de ver bailar a Constanza y de seguir su mirada estética, que descubre lo interesante y lo bello donde parecía no haber nada que valiera la pena. Los niños se ven bailar a sí mismos y a los demás y, a medida que cambia su mirada, cambia aquello que son capaces de hacer.

Tras cierto escepticismo inicial y varias sesiones de trabajo, siempre hay un momento en que la coreografía toma consistencia y hay una implicación colectiva y la sensación compartida de hacer algo digno y valioso; una vez se ha alcanzado este momento, suele seguirlo una etapa de resistencia, cierto desencanto que probablemente enmascare el miedo que da tomarse en serio lo que uno hace; finalmente, en la última fase, hay una energía, concentración y organización que permiten acabar la coreografía y que su puesta en escena sea exitosa.

Todos somos responsables. Esta llamada a la concentración es una interpelación a cada niño, a su responsabilidad. Tú, y tú, y tú, y tú. Cada uno es responsable de sí mismo y, en consecuencia, responsable de todos los demás. Lo que hace cada uno tiene un efecto sobre el grupo. Hacemos un esfuerzo constante por que los niños no se disuelvan en su conjunto. Es un ejercicio de rescate. Y si es un ejercicio de rescate, el salvavidas es la mirada. Mírame, escúchame. No solemos mirarnos a los ojos: ni los niños, ni nosotras, ni vosotros. Mirarse a los ojos es poderoso y puede ser aterrador. Interrumpe simulacros y pantomimas sociales. La coreografía y los ensayos incluyen la mirada. Entonces avanzáis y os miráis a los ojos. Os separáis mirándoos a los ojos.

Le explicas algo a un niño, le corriges, lo animas, lo amonestas y él mira al suelo mientras parece escucharte. ¿Pero es posible escuchar sin mirar? Te estoy hablando a ti. Mírame a los ojos. Hay una honestidad en el mirarse a los ojos, una transparencia de uno mismo, un reconocimiento del otro. El cuerpo lo siente como el cosquilleo de lo común.

Respetaos, cuidaos, quereos. Constanza repite a menudo este mandato de aire divino. El trabajo que hacemos es corporal, es creativo, es artístico, contemporáneo: hay una exposición brutal. Son niños adolescentes, cambiantes, en transición entre la infancia y la edad adulta. Su cuerpo les es algo extraño, también les son extraños la creación, la improvisación, la noción de arte que manejamos. Cualquier paso es arriesgado, sobre todo al principio. La vergüenza y el miedo al ridículo pueden expresarse como burla de los demás. Si uno se cae, el grupo se reirá. Si uno propone una pirueta, el grupo se reirá. La primera reacción siempre será una risa defensiva. Hay un hilo entre el miedo, la burla, la vergüenza, el respeto, la confianza. Pasan los días y los niños proyectan menos sus temores. Ya no necesitan reírse de los demás para aliviar su angustia. Se sienten arropados por el respeto que nace en el grupo.

Una comunidad. El grupo se va haciendo comunidad alrededor de la obra que crea: comparten algo valioso, todas se arriesgan, saldrán a un escenario y se expondrán juntos, expondrán lo que han hecho juntos. Contar con el apoyo del grupo, saberse un grupo de personas que se respetan, aumenta su confianza en sí mismos y en los demás. La seguridad de uno es a menudo la seguridad de que uno puede contar con sus compañeros. Un niño, Santi, lo expresó de un modo bello y exacto, refiriéndose al momento en que todos los chicos formaban un corro con las manos entrelazadas. Tal vez no sabía muy bien el alcance metafórico de su hallazgo, pero no por eso deja de ser revelador. "Descubrí el lugar por donde nos cogemos de las manos." Descubrimos la parte que une, la que vincula.

La singularidad. Los jueves, los niños tienen Educación Física. A partir de marzo, le pedimos a María, la profesora de esa asignatura, que nos deje coger a uno o varios alumnos  durante sus clases. Ella, muy amable, nos dice que sí y, de este modo, facilita enormemente nuestra tarea. Necesitamos espacios de mayor intimidad con los niños. Estos espacios dan una textura distinta a las relaciones, proporcionan una atmósfera más acogedora y relajada para la creación, permiten afinar los movimientos, trabajar más precisamente algunos aspectos.

Y es sobre todo en estos espacios, aunque también en las sesiones grupales, donde emerge la singularidad. Se trata de que cada niño encuentre algo que le es propio, y que eso propio encuentre su lugar en la coreografía. Algunos niños imaginan y crean un movimiento nuevo. Otros redescubren o reformulan uno que suelen practicar. Constanza rescata gestos de algunos niños.

Así, singular será cuando Erik, que al principio del proceso no podía concentrarse, sale al escenario y después de permanecer en su centro en absoluta quietud corre como un torbellino de un extremo a otro, se tira al suelo y salta y corre y corre. Singular será cuando Abir, con su profunda timidez, se sitúe en el foco de luz que ilumina una esquina, mire al público y haga el gesto de girarse atrás para ver si hay alguien una y otra vez. Pero la singularidad encuentra su expresión en toda la pieza, no únicamente en los solos. Trabajamos con muchos movimientos de imitación que no buscan la identidad. Así, cuando salen Lubna y Nayeli  a hacer su dúo, aunque hacen los mismos gestos, cada una se mueve de una manera propia, en una danza que pretende resaltar la diferencia que resiste a la repetición. Y lo mismo ocurre cuando los niños siguen los movimientos de otra niña, Naidelis: se incorporan uno a uno al escenario y cada uno trae algo propio.

Cada niño encuentra así su lugar en el proyecto y en la pieza. Cuando les preguntamos sobre ello, nos sorprende que formulen en palabras aquello que sólo hemos trabajando desde la danza: que, como dice Miguel Ángel, todos somos esenciales. Aunque claro, siempre hay una gradación, y algún niño no se siente importante.

Lo posible y lo inesperado. A medida que avanzan los meses, se ensancha el horizonte de lo posible. Incorporan el vínculo que hay entre el deseo, el esfuerzo, y aquello que pueden lograr. Muchos se implican en el proceso de creación e interpretación desde la idea de excelencia artística: ya no se trata de hacer algo que les viene impuesto o de cumplir las expectativas que podemos tener nosotras, sino de conseguir algo que ellos valoren como bello, como digno. Los cambios que van ocurriendo durante el tiempo que trabajamos juntos, cristalizan en el día de la muestra. Que vayamos al Mercat de les Flors no es un hecho indiferente: la seriedad y el prestigio del lugar corroboran la seriedad y exigencia de meses de creación y ensayos. Hay luces, músicos, vestuario, hay camerinos, hay que saludar y hay un público que aplaude, entre el que se cuentan muchos familiares de los niños.

Después, el silencio, la vuelta a casa exhaustos. La mirada que se vuelve atrás y piensa el paisaje creado. Kevin, uno de los niños, le pone palabras: "La pieza de danza me transmite la realidad. En ella nadie hace una misma cosa, todos lo hacemos diferente. Esto indica que nadie es igual, que todos destacamos en algo".

Eso es nuestro paisaje: lugar abierto, siempre móvil, del que respondemos.