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Para pasear por un cementerio

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Fotografías de Cristina Elena Pardo

La verdadera resurrección de la carne se da en la donación de los órganos. La idea es de Umbral y está equivocada, porque, como mucho, la donación puede ser una transmigración de la carne. Sin intervención divina, trompetas de por medio y sepulcros abiertos, a la carne sólo le aguarda la corrupción. La putrefacción requiere, como otras tantas cosas, un espacio que le sea propio. A los «lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo efectivamente localizables» los llamó Foucault heterotopías. El cementerio salió de la ciudad en el siglo XIX, cuando se creía que la muerte era una enfermedad. Antes se edificaba anejo a las iglesias y permitía, como sólo permiten los espacios sagrados, todas las gradaciones posibles. Lo sagrado, ya lo explicó Eliade, tiene un fuerte carácter topográfico. En una iglesia uno puede ser enterrado bajo el altar mayor, en un altar adyacente, bajo losa, bajo estatua orante, en tumba personal, familiar, o en una fosa. Pero el desprestigio de la creencia en la inmortalidad del alma insufló interés a la perpetuación de la memoria. Así, donde la fosa arrasaba cualquier rastro de individualidad, a partir del siglo XIX cada «uno tiene derecho a su pequeña caja para su pequeña descomposición personal». De cualquier modo, aunque las necrópolis ahora se construyan en los arrabales, siguen guardando una relación estrecha con la ciudad: cada casa tiene en el cementerio una parcela con unos familiares. El camposanto es «la otra ciudad».

Juan Rulfo puso a los muertos a hablar entre sí, como hablan los vecinos en un patio. «¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura grande.» Cuando leí Pedro Páramo, esa novela impresionante, pensé que era una idea enternecedora. Una vida bajo tierra, con los achaques de la muerte como los de la edad. «Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el sueño.» Supo Rulfo meter la cotidianidad para despachar el espanto que produce la muerte. «Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.»

Con esta idea me acerqué al Cementerio de la Almudena, que también se llama la Necrópolis del Este. Tengo la costumbre de visitar cementerios, y lo hago a la antigua usanza, con De profundis incluido. Llegué en metro, por la línea dos, y tuve que recorrer un trecho hacia una de las puertas. Separa una tapia el condominio de los muertos. Justo en esa entrada casi todas las tumbas tienen grabado «propiedad perpetua», porque el deseo de aferrarse y poseer no termina con la muerte. Muy cerca de la puerta unas tumbas cubiertas de musgo (me acerqué porque me pareció pintoresco) resultaron ser la de los soldados que liquidó Mateo Morral cuando pretendía cometer regicidio. Están reunidos en una fila, como en pase de revista. Si damos crédito a la idea de Rulfo de la conversación, es sensato que las familias se entierren juntas, en panteones o en parcelas. Están los apellidos en vertical, como divisas, sobre la planicie estirada de los cuerpos: Morcillo, Ugarte, Campos y Moterio, Alexandre Mero, Herrero, Crespo y Carreto, Larrañaga, Donato, Artimendi, Mayorga Manrique, de la Losa. Por mantener las costumbres, los frailes y las monjas tienen sus conventillos y se entierran en comandita. Prescinden, eso sí, de su nombre, porque el Dios en el que creen «ve en lo escondido».

Los cementerios tienen un servicio de limpieza, que barre las hojas, retira las coronas secas y, en general, adecenta las calles y las plazas. Sin embargo, hay parcelas de sepulcros levantados a los que no les vendría mal el repaso de un albañil. «Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan.» Aunque esta situación puede parecer tétrica, la losa medianamente levantada debe funcionar como un tornavoz, lo que es una solución ingeniosa para buscar discutidores nuevos.

La conversación de los muertos, si la hubiera, no se mantiene con los vivos. Aunque hay quien afirma con contumacia que existen pruebas de lo contrario, lo cierto es que los partidarios de las psicofonías no han logrado parecer solventes nunca. Hay, no obstante, una forma acreditada de comunicación, casi tan antigua como la coincidencia del enterramiento y la escritura, que es el epitafio. Sospecho que ha pasado de moda, y que sólo se reserva a personajes ilustres. En La Almudena no encontré ninguno (tampoco examiné todas, antes de que alguien me recrimine la incuria), sólo unas inscripciones cursis y acostumbradas, como «con cariño fraternal» o «descanse en paz». Edgar Lee Masters fue abogado y sin embargo poeta. Escribió Antología de Spoon River, unos poemas que ficcionan las últimas vindicaciones de unos muertos de un cementerio inventado. «Take note, ye prudent and pious souls, / Of the cross-currents in life / Which bring honor to the dead, who lived in shame.» Es una idea hermosa, que recuerda a la habilidad de Dante en la Comedia: «Cada uno se define para siempre en un solo instante de su vida, un momento en el que un hombre se encuentra para siempre consigo mismo». La cita es de Borges.

Con quien sí se puede charlar en los cementerios es con los transeúntes. Yo mismo tuve un encuentro con un señor que me preguntó, con la urbanidad que sólo es patrimonio de los españoles, que si para hacer turismo no estaba mejor en la Cibeles. Juro por Dios que estaba caminando por el asfalto, no columpiándome del crucifijo de un mausoleo. Tras un amigable intercambio de argumentos el señor se escurrió tras unos nichos. Como alma que lleva el diablo.