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Para entender al portugués

O, dejen a Cristiano Ronaldo en paz
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Hace un par de años conocí a los profesores de Cristiano Ronaldo. Fui a preguntarles cómo se educaba a un niño que era un jugador extraordinario y si había sido cultivada esa arrogancia que muchos le ven. Durante años, la estrella del Real Madrid y de la selección portuguesa de fútbol me había parecido un petulante intragable. Pero en el verano de 2012 llevaba dos años viviendo en Lisboa y para entonces hacía tiempo que había dejado de colgarle ese rótulo fácil, tan propio de la llanura intelectual en que nos movemos los bipolares habitantes del planeta fútbol. Quizás porque ya entendía la lógica de la forma de ser portuguesa, esa manera tan propia de los pueblos marineros de alternar la serena melancolía con una áspera sinceridad. Y, claro, también porque yo tenía un amigo que lo conocía desde niño. Él y Cristiano no eran amigos: jugaban en equipos contrarios. Pero cuando llamé a CR7 de arrogante, vanidoso e incapaz de ayudar a la selección portuguesa —mientras comentábamos uno de los partidos de Portugal— mi amigo se ofendió como si le hubiera dicho que su madre era muy fea. Bigotuda. O que olía mal.

Mucha gente practica el deporte de odiar el peinado de Cristiano Ronaldo. Sus comerciales de champú. Esa sonrisita altanera de quien se cree objetivamente guapo. Su exhibición de músculos. Sus trágicos ademanes cuando pierde un gol. Su gesto de dueño del mundo cuando anota otro. Sus gestos de dolor cuando rueda por el césped. Adoran criticar su forma de vestir. Y detestaban verlo presumir de su novia-modelo-rusa en las redes sociales (y se alegraron cuando rompieron). Ahora que hasta los hinchas del Real Madrid le han perdido la paciencia y se laceran las gargantas dedicándole abucheos y silbatinas incluso tras marcar dos goles en un partido de Champions que salvan al equipo de una debacle mayúscula y definitiva, voy a decir un par de cosas.

Cristiano Ronaldo era un niño flaquito y mal peinado cuando llegó al Sporting de Lisboa. Nunca hacía poses o sonreía para las fotos. En esos tiempos se hizo amigo de Fábio Ferreira, un chico que había llegado a la escuela del Sporting desde el Algarve, al sur de Portugal. Hoy Fábio Ferreira trabaja como mesero en un restaurante de su tierra, pero conserva su amistad de la infancia. Su amigo, la estrella del fútbol mundial, lo llama para quedar a cenar con él y su familia cada vez que vuelve a su país. Y también lo invita a que lo visite en Madrid. Aurelio Pereira, un sesentón de ojos azules que ha descubierto a casi todos los talentos recientes del fútbol portugués —de Figo a Nani y de éste a CR7—, y Paulo Cardoso, un cuarentón con entradas ampliándole la frente que ahora se dedica a buscar jóvenes promesas para el Sporting, fueron los profesores de Cristiano Ronaldo. Yo hablé con ambos (en realidad con los tres, incluido Fábio Ferreira) y ninguno escondía su orgullo al decir que su compatriota no ponía un pie en Portugal sin pasar a visitarlos. El profesor Pereira me contó además que su expupilo lo suele invitar a quedarse en su casa en Madrid para conversar sobre fútbol y pedirle consejo. Y tanto Pereira como Cardoso recordaban que el niño Cristiano se dormía abrazado a una pelota de fútbol como si fuera su osito de peluche. Y que lloraba todos los días porque extrañaba a su mamá, quien se había quedado en Madeira, allá lejos, en esa isla frente a África. Doña Dolores Aveiro lavaba ropa ajena para darle de comer a los tres hijos que se habían quedado con ella, y también a su marido, que mal podía conservar un trabajo debido a sus frecuentes borracheras.

Cristiano Ronaldo era el más chico en la escuela del Sporting. Tenía once años y sus compañeros eran todos quinceañeros. Además, tenía los dientes chuecos y al principio casi no abría la boca porque estaba cansado de que se burlaran de su acento cerrado de isleño. Mi amigo, que jugaba en las divisiones menores del Benfica —el otro club histórico de Lisboa, con el que los del Sporting mantienen una relación similar a la del Barça con el Real Madrid—, también se burlaba de él cuando se encontraban en los torneos. Hoy dice que era para compensar la frustración que sentía al ver cómo ese chiquito medio desnutrido lo dejaba embobado —papando moscas, habría dicho mi abuela— cuando le robaba la pelota y salía disparado hacia el arco.

Los profesores de Cristiano Ronaldo me contaron cómo resolvió el asunto de las burlas: aprendió a hacer chistes sobre sí mismo y sobre su forma de hablar, y pronto todos pasaron de reírse de él a reírse con él en el vestuario. Alguien que de prepúber tuvo que sobreponerse al escarnio de sus pares y cultivar el sofisticado arte de hacer humor sobre sí mismo, de alguien así, quiero decir, ¿se puede pensar que ya de adulto le importe lo más mínimo que se mofen de sus peinados o de qué mueca pone para las cámaras? Seguro que Cristiano Ronaldo se muere de la risa, como se volvió a burlar de sí mismo en un comercial de Nike, cuando lo hicieron ponerse una camiseta de niño y llegar tarde al campo con la tela a punto de reventar y el ombligo al aire.

Lo que aprendí de los profesores de Cristiano Ronaldo fue que, desde niño, era el que más trabajaba. Que tenía hambre de ganar. Que lo hacía para darle una mejor vida a su madre y que, cuando le avisaron de que le empezarían a pagar un sueldo —al principio casi nada—, lo primero que hizo fue llamar a doña Dolores para pedirle que dejara de lavar ropa de gente desconocida porque a partir de ese momento él se iba a hacer cargo de todo. Que ellos, sus profesores, tenían que ir a buscarlo al gimnasio muy tarde por la noche porque Cristiano se encerraba allí para practicar darle toques al balón con unas pesas que se ataba a los tobillos. Que era tan obsesivo, que quería ganar hasta cuando era hora de divertirse. Que se pasaba horas lanzando los dardos hasta llegar a darle al centro, siempre. Que igual era con el billar o el futbolín. Mejor. Mejor. Mejor que todos. Mejor que él mismo.

Y sí. Dice que es guapo. Dice que es el mejor jugador del mundo (aunque se emociona como nadie cuando le dan un premio que lo distingue como tal). Y, claro, los otros no se lo perdonan. Ahora quiero contarles algo que aprendí sobre los portugueses. Suelen ser, como yo los llamo, “literales”, a ver si me explico: si le preguntas a alguien cómo llegar a un museo que no está lejos de donde te encuentras en ese momento te puede responder “caminando”, o si quieres saber dónde está el metro, te puedes topar con una persona que te señala el suelo y te dice “ahí abajo”. Sí, sin reírse. Es un país donde la gente parece ignorar el arte del disimulo. En cuatro años, nunca conocí a un portugués que sufriese del mal de la falsa modestia. Si creen que son los mejores en algo, lo dicen. Son un poco exagerados, a veces. Tanto hacia el optimismo como hacia lo contrario. Y lo más imporante: no son —ya no, al menos— esa caricatura que imaginamos cuando oímos un fado. Se ríen mucho. No se visten de negro. Su alma ahora está más cerca de Pessoa que de Salazar.

Mi impresión es que la antipatía hacia Cristiano Ronaldo habla menos de él que de nosotros mismos. Habla de nuestra incapacidad para valorar el trabajo duro y sostenido, porque preferimos las historias de los talentosos pobres ganadores de la lotería de dios que las historias de gente perseverante que se deja el alma tratando de construir algo durante treinta años de trabajo. También habla de nuestro gusto por la falsa modestia, una variante en el fondo de la hipocresía: el elogio de la sonrisa tímida y las declaraciones discretas de quien, en privado, quisiera gritar como el personaje de Leonardo Di Caprio en Titanic: “Soy el dueño del mundo”. O el puto amo, como dijo una vez Íker Casillas.

Ahora parece que hubiera más razones para odiarlo. Por no cancelar la fiesta de su cumpleaños número treinta después de que el Real Madrid fuera goleado por el Atlético. Por resistirse a escuchar pasivamente los abucheos. Por no justificar los comportamientos ciclotímicos de quienes hasta ayer lo adoraban. Pisa el estadio y le llueven silbatinas. Como si el Real Madrid no hubiera conquistado sus últimos títulos sumando primero sus goles. Como si esta temporada no estuviese empeñado en batir —como siempre— sus ya extraordinarios récords. Como si no fuera el deportista que más horas trabaja, como ha calculado el Wall Street Journal: el que más juega, el primero en llegar y el último en irse del entrenamiento.

Dejen al chico tranquilo. Él es así: dice lo que piensa, trabaja como muy pocos, está obsesionado con ser el mejor y, como si eso no fuera suficiente, le ha tocado ser contemporáneo de un extraterrestre llamado Lionel Messi. Trolearlo en Twitter no empañará lo que es, lo que ha sido, lo que será. Dejen al portugués en paz.

 
La foto de portada es de ©Anish Morarji.
En la siguiente, posando con el fisiólogo noruego Jan Helgerud. Foto de ©Lars Petter Pettersen.