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Paisajes mentales

Último viaje al Okura
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Sentado en el autobús que me llevará al aeropuerto, me preparo mentalmente para pasar un día entero sobrevolando Eurasia, de vuelta al Adolfo Suárez Madrid-Barajas. No quiero mirar aún por la ventana, porque sé que la próxima vez que lo haga el Hotel Okura habrá dejado de existir para mí, y detesto la simple idea de despedirme de Tokio y marcharme del Okura.

Quiero vivir en el Hotel Okura, hacer crawl en sus piscinas (abierta y climatizada), probarme su yukata de cortesía —«lado izquierdo sobre el derecho; al revés es para los muertos», me advierte V por WhatsApp— y embobarme viendo cómo sus ascensoristas se recogen la manga del kimono y, con un suave pero implacable gesto, me franquean el paso a la cabina: «Douzo o-hairi, kudasai (pase, por favor)».

El conductor arranca perezosamente y descorro el visillo. La encargada de equipaje me reconoce y saluda por última vez.

El Okura es un espacio imaginario. Lo es para mí desde que lo abandoné esa mañana de marzo y, desde septiembre de 2015, lo es para todos. Pronto quedará —tras apenas 50 años de servicio— aplastado por el inevitable Godzilla corporativo. Tokio está ávido de plusvalías, y ese apetito hace intolerable la generosidad del jardín de ginkgos, el majestuoso lobby, la piscina al aire libre, los bares y salones, los pasos subterráneos y esos eternos pasillos adornados por delicados ikebanas. Fui al Okura a visitar Tokio —no al revés— y, por el camino, me enamoré seriamente. ¿Cómo contener mi entusiasmo tardoadolescente?

El Okura como souvenir: un decálogo

  1. Japonismo. El Okura no tiene autor, sino autores. El edificio suele atribuirse a la pareja Yoshiro Taniguchi / Hideo Kosaka, pero es imposible obviar al ejército de artesanos que elaboraron sus interiores de poliedros luminosos, abstractos mosaicos y telas estampadas, una sobria y precisa encarnación del Edo mundano.
  2. Anacronismo light. Ese limbo estético pre-pop (flequillo negro bien peinado, gafas de carey, trajes gris slim-fit) refleja la condición de anomalía histórica del Okura: se terminó en 1962, cuando la arquitectura japonesa estaba ya hipnotizada por las megaestructuras y las posibilidades del salto tecnológico, pero en el hotel no hay rastro alguno de ese frenesí.
  3. El doble. Decimos el Okura, pero habría que puntualizar: son los Okura, desde que en 1973 se inaugurase el ala sur, conectada con el lobby mediante un cordón umbilical subterráneo. La calle que separa el Okura original y su copia —que sí se salvará de la piqueta— marca el límite, también, entre los distritos tokiotas de Toranomon y Roppongi.
  4. El futuro. El edificio original será sustituido por dos estructuras, una torre de unas 40 plantas y otra de 16, unidas por su base. Lo cierto es que las colinas de la capital comienzan a estar plagadas de esas piezas, a cual menos memorable.
  5. Causas. Resulta difícil creer que alguien se vaya a gastar varios cientos de millones de dólares en un nuevo Rolls porque el antiguo tiene los ceniceros repletos. Detrás de todo, como siempre, el dinero: la dirección del Okura quiere competir en un mercado (el del lujo) al que, con unas instalaciones obsoletas para ciertos estándares, no puede acceder en la actualidad.
  6. Palíndromos. El Okura se erigió para unos Juegos Olímpicos (1964) y desaparecerá a causa de unos Juegos Olímpicos (2020); Yoshio, el octogenario hijo de Yoshiro Taniguchi, forma parte del equipo que proyectará el nuevo hotel, y Taisei, la misma constructora que lo levantó hace medio siglo, será la encargada de demolerlo.
  7. Familias. Taisei fue creada, precisamente, por Kihachiro Okura a finales del siglo xix. Líder y fundador de uno de los mayores zaibatsu (monopolios industriales de origen familiar) de Japón, fue sucedido por Kishichiro Okura, quien abrió el primer establecimiento de su propia cadena —nuestro protagonista— justo al lado del museo de arte tradicional fundado por su padre, el Okura Shukokan.
  8. Karma. Su desaparición recuerda otras tropelías cometidas contra edificios modernos perfectamente funcionales, como el cercano Hotel Imperial de Tokio, de Frank Lloyd Wright, del que los Okura eran también accionistas. Al igual que éste —demolido, pero restituido de forma parcial en Nagoya, dentro de un museo de arquitectura al aire libre—, el Okura parece atisbar un futuro conservado en tecnoformol. Taniguchi habla de «renacimiento del lobby» en el nuevo edificio como si de una reencarnación se tratase.
  9. Preservación cuqui. Los intentos por salvar el Okura han sido tan insistentes como estériles. El 9 de julio de 2015, la sección japonesa del Docomomo envió una petición formal al dueño como penúltimo recurso y, antes de eso, la arquitecta japonesa Toshiko Mori y Tomas Maier, el dueño de Bottega Veneta, habían teatralizado en medios de todo el mundo su propia versión del oenegeismo cultural. Tyler Brûlé, director de Monocle, secundó la moción. La intención es lo que cuenta.
  10. Y fin. La propia página del Okura define la nueva operación con un eufemístico «reconstruction». Puedes quedarte sin saber qué hacer con tu nostalgia: si te diriges a cualquiera de los empleados y les preguntas sobre la demolición, se encogen de hombros, lamentan suavemente y pasan a otra cosa. Acaso el hotel no desaparezca mediante voladura, sino por disolución controlada.

De la piel adentro

En agosto, las chicharras toman con su zumbido electrónico las colinas de Toranomon y Roppongi, al sur del Palacio Imperial. La ciudad se me parece, aquí, a un fruto de piel gruesa: áspera y compacta en las proximidades de las grandes avenidas —con la aglomeración de torres de oficinas y volúmenes mínimos en Sotobori o Sakurada Dori—, y jugosa a medida que subo/sudo las cuestas y se esponja la densidad inicial. Abundan los jardines y las pequeñas embajadas —la de España queda muy cerca— especialmente en las zonas altas, donde se asienta el Okura. Se muestra, en una primera impresión, oscuro y rotundo; una «Y» de diez plantas que se va enterrando en la pendiente del jardín hasta quedar reducida a seis pisos en la entrada principal. Sin embargo, lo que se antojaba un volumen pragmático pronto queda matizado por el maquillaje ornamental. Es esa máscara lo que explica (al menos, en parte) mi fascinación por este edificio: los forjados se subrayan en el aguamarina del cobre oxidado, las marquesinas se realzan en dorados patrones triangulares y su piel negra se tatúa con una traza clara que recuerda a las tradicionales fachadas cerámicas que aquí se llaman Namako (‘pepino de mar’, una delicia culinaria habitual en la cocina asiática). Chistopher Dresser, un diseñador industrial del siglo xix ligado al movimiento Arts & Crafts, defendía que la verdadera ornamentación tenía un origen «puramente mental». De ser así, el Okura es un panorama de nuestra consciencia; como un recuerdo desconcertantemente nítido, sus masas y vacíos se cualifican por el exquisito tratamiento de sus superficies y la atención desmedida hacia el detalle.

Se trata, tan sólo, del principio. Lo mejor del Okura es, en realidad, su permanente sensación de duermevela, sus interiores en flotación. Incluso después de un par de estancias, en un asfixiante agosto tokiota y en los albores de primavera, a punto de hanami —el tiempo aquí nunca es normal—, soy incapaz de decidir si estoy en un hotel occidental con toques japoneses o en un hotel oriental occidentalizado. Cada día cambio de opinión, inclinando mis preferencias hacia el lado local. Quizá sea esa ambigüedad lo que ponga mi asombro en guardia permanente. El Okura te saluda sin preámbulos. Nada, ni las 14 horas de viaje, ni la húmeda bofetada del clima asiático, te prepara para la impronta del lobby, esa síntesis casi absurda —tan absurda como todo lo que se parece demasiado a sí mismo— del estoicismo nipón. Penetrar en él es ser asaltado por un inacabable (aunque educado) desfile de imágenes: una rocalla con ikebana, paneles de madera oscura sobre los que se confunden los recepcionistas, un adecuado reloj mundial vintage (marca Seiko), letras doradas sobre paneles negros y, al fondo, el salón, ese salón. Sin duda, la fotografía más repetida del Okura durante los últimos meses: una doble altura iluminada por líneas de dodecaedros luminescentes y rematada por un quinteto de grandes ventanales. Los huecos del lobby del Okura encarnan a la perfección mi propia idea del edificio: lo importante no es el qué (se mira, en este caso), sino el cómo (se hace). Cada paño pasa de la transparencia total en su parte inferior (un paisaje mínimo, del que apenas vemos un pequeño seto) a las sombras: el vidrio queda pronto recubierto por un panel shōji —esas pantallas blancas de papel— y éste se refugia, a su vez, bajo una filigrana de madera, una celosía de triángulos a contraluz que abstraen una hoja de cáñamo (asanoha-mon). Uno se queda absorto en ese horizonte interior, al alcance de la mano, y Tokio vuelve a ser, de repente, una ciudad lejana.

Me hago rápidamente a la vida en el Okura. Lo deseo, incluso, pese a que las habitaciones muestren ya cierto desgaste y, a menos que haya suerte y me asignen un piso alto, las vistas no puedan competir con las de otros hoteles de la capital. Eso es lo de menos: se viene aquí (a la ciudad, y también al país) a mirar hacia adentro. El Hotel Okura es una especie de Tokio redux y merece el callejeo, aunque tenga que esforzarme para pillarle desprevenido, sin posar. Cada vez que salgo a uno de sus (eternos) pasillos o abro una puerta —tras la que me encuentro, sin previo aviso, desde un minúsculo habitáculo para la ceremonia del té a un exagerado salón de banquetes— me doy de bruces con un ordenanza siempre dispuesto. El personal es silencioso y, pese a su omnipresencia, posee un talento especial para saber cuándo y cómo dirigirse a ti. Tanto orden me crispa un poco, la verdad, pero al cabo de los días tramo un contraataque sutil: observo que, si me detengo mucho rato en un sitio y muestro un interés exagerado, casi me es posible oler el pánico a que yo —o cualquiera— haya podido encontrar algún inexistente defecto que rompa el encanto, el retrato ideal del Okura. Soy, definitivamente, una mala persona.

Ronda de noche

Check out: mañana me marcho y creo que daré una última vuelta para despedirme. Paso por la habitación, bien entrada la noche. Recojo los origamis de las almohadas —tortuga y cisne, que meto en un libro; no me atrevo a robar las yukatas— y bajo de nuevo al lobby. Entro al Orchid Bar, un tanto sugestionado por su cartel de granito negro con elegantes letras doradas. Mientras busco asiento, reparo en una alacena a la entrada. Una considerable cantidad de licores se acumula en los estantes. «Yes, sir. They are private bottles», indica el camarero. En todas se ha marcado el nivel y la fecha: hasta aquí llegaron las aguas. Algunas llevan escrito en una tira negra de dymo el nombre de su dueño; otras, un simple número, en caso de que el cliente no muestre el orgullo minifundista de Mr. Kozuki, quien se ha hecho grabar una tira de cuero para la ocasión.

Bloody Mary. Bebo lento, rodeado del cigarrillo de los hombres de negocios. Salgo, ya de madrugada, y deambulo. La moqueta se traga mis pasos y las luces iluminan débilmente los pasillos y los escaparates del pasaje comercial. Me detengo delante del ascensor y se me ocurre que debería mirar por última vez las luces de Tokio. Entro torpemente y pulso el botón pero, cuando las puertas se abren arriba, en el piso 11, la oscuridad es total. Debe ser la planta de restaurantes, y parece que han cerrado hace rato. Ayudado por el móvil, me sumerjo en el corredor hasta que me topo con una ventana y puedo ver, a lo lejos, el blip de las balizas rojas en los rascacielos de Ginza, y quizá muy al fondo el Skytree de Asakusa. Me quedo allí, de pie y en silencio, y no me atrevo a moverme hasta que, pasados unos minutos, una linterna se abre paso hacia mí. «Are you lost, sir

Todo lo contrario.

 

Las fotografías son de los autores del artículo.