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Nunca es tarde para dejar de morir

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“¿No se da deliberadamente un aire pequeñoburgués, como si le preocupase que la alegría de vivir lo alejase de su escritorio?. Con todo lo que él podría hacer… Lástima que tantas cavilaciones le hayan hecho perder tantas cosas” (Robert Walser, “El filósofo”)

Disculpe el lector una introducción personal. No me explico por egotismo, sino por un poso de honestidad. Escribo desde niño y ejerzo de editor desde que a los ocho años seleccioné entre trescientos cuentos de mi padre los cien que debían recogerse en un volumen. El problema de escritura me surge con el contenido (el fondo), cuando se trata de narrar una historia o plantear una tesis. Para el armazón de los relatos, adolezco de paciencia arquitectónica: no me decido a diseñar los pasajes, las transiciones, los nudos esenciales del texto. Por eso admiro (lo que es un pecado para una religión tan poco condenatoria como el budismo: “no admirarás”) a los escritores que sumergen al lector en sus tramas desde la primera línea y terminan cada capítulo dejándole impaciente por comenzar el siguiente.

En cuanto a elaborar tesis, me suele faltar acervo, y cada vez que inicio tal empresa (con gran esfuerzo) aterrizo en un jardín sin salida. Allí permanezco, en un recodo del laberinto, inmóvil.

Me declaro más dotado para el detalle, lo minúsculo sensible, las emociones íntimas.

“¿Y a mí qué me importa lo que este tipo opine de sí mismo?”, pensará con razón el lector, “¿quién se ha creído que es?”. Pero no me explico por egotismo, ya digo, sino por transparencia. Para dejar claro desde un principio que hablar de algo vivido o, sobre todo, sentido, es sencillamente “lo único que puedo hacer en este terreno”. Me reconforta en esta posición que un esteta como Roland Barthes equipare la importancia de fondo y forma, o el modo tan distante del canónico en que W. G. Sebald entrelaza realidad y ficción. Quien no se consuela es porque no quiere. Solía consolarme la edad provecta a la que triunfaron algunos genios… pero a medida que avanza el calendario, van llegando esas edades sin que el genio propio despegue…

De modo que me dejo arrastrar gustoso por ese concepto que elaboraron los investigadores del comportamiento, del “centrismo subjetivo”, según el cual “todo lo que ocurre alrededor es vivido por el sujeto como si se refiriera a él”. En esa línea, por necesidad o virtud, se encuentra la escritura “en primera persona o de primera persona”, que despliega ante el lector íntimos recovecos del autor, sabiamente camuflados (Proust) o premeditadamente explícitos (Karl Ove Knausgard). El llamado Nuevo Periodismo también hizo pasar a la realidad por el yo para, convertida en experiencia, relatarla de un modo vivencial, digerido (“Gaseosa de ácido eléctrico”, Tom Wolfe). Esa técnica iniciada en los sesenta permanece en escritores como Tao Lin, la última revelación neoyorquina cuyos editores emparentan con Easton Ellis o Douglas Coupland, sin olvidar al más fugaz y certero Jay McInerney. Una literatura de corrido, de la anécdota diaria vivida como porque sí, y que encierra cierto optimismo libre de todo compromiso, un gusto por contar los hechos con gracia, rapidez y poco artificio. Algo inaugurado por Laurence Sterne en Tristram Shandy de algún modo.

Los escritores, tarde o temprano, terminan hablando de sí mismos, de su vida. Y a veces crean así sus obras más emocionantes. Pienso en “Habla, memoria”, el más bello texto que conozco de Nabokov, o “El mundo de ayer”, de Stefan Zweig, una lúcida y humanitaria visión de un siglo deshumanizado. En España, Luis Landero ha producido su mejor obra desde su Premio Nacional con “El balcón en invierno” y Antonio Gala produjo su inmarcesible desde el título “Ahora hablaré de mí”, donde pudimos aprender, al fin,  todo sobre Troylo y “La Baltasara”.

Lo hacen como si, cansados de que el oficio de narrar les hubiera forzado a mentir demasiado, atribuyendo cualidades de amigos y vecinos de carne y hueso a sus personajes ficticios, además de obligarles a elaborar mensajes con músculo intelectual sin descuidar forma y estilo, finalmente hartos de tanto artificio, se hubieran liberado de tan pesada máscara declarando el XXI como “el siglo de lo real”; y ahora se volcaran en rescatar esa realidad que se diluye entre la sobreinformación haciendo difícil saber dónde estamos parados, si en la guerra de Siria o en el ayuntamiento de Carmena.

 

El CMH (Cansancio Mental Humillante)

Escritores cansados de imaginar, ocupados en contar lo vivido, pueblan los anaqueles de librerías cansadas… ¿de una Sociedad Cansada?

De todos los Cansancios que en el mundo son, el Físico es el más simpático y prometedor. Lo encuentro hermoso, porque prefigura el descanso. Es un Cansancio unívoco que se experimenta ya como saboreando el ansiado antídoto que producirá un placer proporcional a lo sufrido: un sueño profundo, beber con extrema alegría el agua fresca y cristalina. Este Cansancio vitalista anima a seguir en el camino.

Los mentales son, en cambio, Cansancios mixtos más peligrosos. Sentimos Cansancio Mental mezclado con Humillación, o al mismo tiempo que la Frustración, o transido de Impotencia. A diferencia del Físico, los Cansancios Mentales son afanosos recaderos de muerte que conducen al abismo.

Un Cansancio Mental Provocado por Factores Externos y, además, humillante, es el que produce dedicarse a tareas impuestas y carentes de interés para su víctima. Onerosas rutinas que se plantan con la impunidad de lo incontestable en el horario apacible del mortal como a la chita callando, multiplicándole quehaceres, funciones y exigencias que nunca escogió. Así van conquistando millones de segundos de cada vida.

Hasta matar un poco.

Tareas que fueron profesiones y alimentaban a gente especializada devoran ya el tiempo de cualquiera, se tragan horas y más horas como víboras-vidas paralelas, consumen nuestra limitada dosis de energía. Son servidumbres que actúan, en realidad, como parásitos y proxenetas, como quienes viven del chantaje y los ladrones en general.

No es mal ejemplo la obligación que el Estado tuvo a bien imponer al designarnos amanuenses de nuestras propias cuentas, gestores y fedatarios forzosos de nuestro rastro contable, cuando ideó aquel diabólico Impuesto del Valor Añadido (¿pensó en “El Capital”?, ¿adoptaría con aquella decisión el Estado, como al descuido, un concepto marxista?) y la necesidad de su gestión personal y su declaración.

Tales faenas de cuadrar planillos, recordar y registrar lo que se cobró, de quién, cuánto y cuándo, se implantaron como una urdimbre de espionaje entre ciudadanos, una delación recíproca que le hace el trabajo al Estado facilitándole la comprobación, con tan solo cruzar declaraciones, de si los súbditos le “sisan” de algún modo. Como en una especie de interrogatorio simultáneo, en salas contiguas, con secuelas manipulables… “Tu colega (léase el tuteo en tono agresivo y degradante) ha cantado que sí estabas aquel sábado de agosto en el baile, y que tu semblante escondía oscuras maquinaciones. No te molestes en negarlo…”

En una estela orwelliana, quién más, quién menos, hubo de organizar una pequeña gestoría doméstica “sin saber el oficio y sin vocación”.

El acumulado de carpetas, excels variados y otras joyas de la creatividad humana fue una rendición. Y el día que aceptamos archivar gastos e ingresos también empezamos a quitarle el pan a alguien. Una marchita madre, tal vez, que en horas extra de “hacer declaraciones” redondeaba su sueldo de hambre y llevaba pan a unas bocas pequeñas, torcidas y lastimosas. Quién sabe.

Cierto que “Especialización es igual a muerte”, en la máxima que hizo célebre a Agustín García Calvo, pero uno debería elegir sus especialidades, por activa o por pasiva, ya sean rentables o derrochadoras. La Humillación no nace de un menosprecio a la profesión de Gestor, sino de la imposición universal de serlo.

Y a la profesión de Gestor que el Estado extendió a todo ciudadano, se le fueron añadiendo más y más profesiones indeseadas que sumaron Cansancios y continuaron restando horas hábiles a las vidas libres. Algunas, adheridas a la necesidad de comunicarse, o simplemente imprescindibles para cualquier intento de ganarse el sustento. Que cada cual elija la actividad que realiza más a disgusto y le robe tiempo para sí mismo. Solo dejo una pista: Yo no quiero “ser” informático. Cuando pude escoger esa carrera, no lo hice.

¿No imaginábamos otras labores a las que dedicar las horas de este día que se acorta vertiginosamente, cuando creímos ver nuestro futuro dibujado en las nubes?

 

Cansancio y moralidad

Como previne al explicar los límites de mi escritura, el Cansancio del que podría hablar con más auctoritas es el más impúdico, íntimo e intransferible. Se manifiesta como una carga desoladora, un cuervo admonitorio de que el fin ha llegado, de que ya se lleva dentro, de que el lado estimulante de la vida desertó.

Se trata del Cansancio de Uno Mismo, nacido de la impotencia, la ausencia de refugio, la invasión de una manera de pensar improductiva sin otro futuro que seguir hundiendo en un fango hostil su huella circular, cada vez más profunda, como el asno en una noria infernal; la convicción de que solo una fuerza desconocida podría, tal vez, desatar esa esclavitud. Un Cansancio sin retorno que se presenta como Definitivo, enraizado en el desánimo completo, la incapacidad de crear, de reír, de apreciar la belleza de las cosas y la variedad de las gentes. La oclusión de toda curiosidad estética e intelectual.

Frente a Cansancios provocados por elementos externos cabe una reacción, una rebeldía. Pero la desafección de uno mismo lleva al abandono y, en último término, al suicidio. Lo dramático de este Cansancio Íntimo, indisociable de quien lo padece, el matiz que nos impide contemplarlo desde fuera, aislarlo, jugar con él o sublimarlo como instrumento estético en una narración gótica o una bella pintura atormentada, es su completa interiorización. El Cansado encuentra en el Cansancio su zona de confort.

Solo la inteligencia podría reaccionar aquí. El mínimo resto de sentido común que aun las más perdidas almas conservan, podría levantarse para aplicar la razón y la lógica.

Se le debería revelar por un instante, al sufriente Cansado, el absurdo de su esfuerzo activo por preservar la negrura, lo abyecto de un afán que busca y alimenta el abandono de la vida que ya experimenta, intensificando los tormentos que a la muerte física atribuimos en la cultura occidental.

Esa es la posibilidad, y ése el deber: una decisión moral para la que es preciso encontrar fuerzas. Cuando la energía positiva se transforma en autodestrucción activa, uno debería aún acceder a un atisbo de lucidez y emplear en levantarse la medida equivalente de determinación que usó para el hundimiento.

Y tomar alguna decisión al estilo del protagonista del relato “Satori”, de Fermín Labarga…

“Cuando se hubo deshecho del bagaje cultural que había destrozado una de sus vidas, se sentó frente a la pared del saloncito con la espalda recta, la nuca estirada y el mentón contraído. La mano izquierda suavemente apoyada sobre la derecha, en el regazo.

Los ojos semicerrados, dirigidos a un punto imaginario.

Mil pensamientos urgentes hervían en su mente.

Le invadía el miedo.  

Poco a poco, su respiración pausada comenzó a causar efecto.  

Observó cómo el cuerpo se aquietaba y las ideas iban perdiendo vigor hasta desvanecerse. Una a una.

Muy lentamente.

Cogió aire. Lo soltó.

Volvió a hacerlo. Una y otra vez.

El tiempo se detuvo.

Sólo le rozó un último pensamiento: “Nunca es tarde para dejar de morir”.