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Nuestra amiga la escalera

Diario de un rodaje rural
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Hola de calor
Cuando la ola de calor esa de Madrid, este verano pasado, me fui a Ferrol a acuchillar a un cura con la izquierda. Yo no sé nada de cine pero me gustan las películas. 

Una vez conseguí vender un póster por internet a cambio de seis monedas de un euro, a un tipo, un Velasco Broca del Facebook, que acabó bajando al chino a por unos vodkas y pusimos músicas y nos hicimos amigos. 

He oído decir más de una vez que Velasco es el mejor director español vivo. Él está vivo y los otros están tuertos. Es de esa gente viva que se gradúa las gafas de sol. Sudaba tanto aquel verano que las patillas le hacían daño. 

Por aquel entonces Velasco urde un plan de remate para su cortometraje vivo más reciente. Se llama Nuestra amiga la Luna, lo ha empezado hace muchos meses en La India. Puede enseñarte la primera parte, es algo realmente brillante que no puedo explicar así sin cigarrillo. Rueda en dieciséis milímetros con elegancia, cosas con mucha Forma. A mí sus imágenes me recuerdan todas a un buen filete.

A Velasco le falta el desenlace. Maquina finales fenomenales, con caras que se caen, tipos a los que se les resbala la cara, dice “está todo aquí”, y se hace tic tic en la sien con un dedo de chorizo. Va reuniéndose con unos “que producen”, dice, los “productores” y creo que comen juntos todos en una mesa y el director les tiene que ir enamorando. Vi una foto de una mesa con comida en medio y ¿productores? que se asoman, es mi única referencia.

Pues con el pasar de los días, todos ellos de sudar, César engatusa a sus comensales con broches diversos, hasta mencionar una escena, que yo imagino dramática, de una chica intentando alcanzar a un velero, con un travesti dentro, entre otras cosas de los años veinte. Y como no hay barco sin orilla, nuestro amigo zarpa a Galicia en busca de una playa que estremezca lo suficiente.

Huele bien y no es ambientador
La localización, por lo que sé, es un proceso de caza, donde el olfato y la suerte te pueden arrastrar a un islote unido al suelo por una cuerda de siete metros, ¡mira, es hermosa esa ermita!, se llama Santa Comba.

Es misteriosa de verdad, recorta el perfil de un montículo entre olas, lleno de zarzas. La ermita se erige en honor a esta Comba que atraca un día en la isla su barca de piedra. Se le hacían antes allí mismo romerías y festejos, pero desde hace un tiempo resulta inaccesible a las personas que no trepan.

Al regreso de César, ya con pruebas sexis de que merece la pena el litoral, decide que a falta de barcas, buenos son puñales. Me pregunta un día, “Oye, ¿eres zurda?”. Yo me colé en este rodaje así de esta manera, parece que seremos dos actores y un estilete. Julián Génisson, que es un ilustre de hoy, hará de cura, y yo de chica afrancesada. Vamos a tener un encuentro violento en un acantilado salvaje.

Pronto recibo llamadas de un Iván de “producción”, dice. Yo pienso, claro, que estará comiendo. Me pide el número de la Seguridad Social. Este detalle protolaboral me fascina y me prepara a asistir entusiasmada a un rodaje de verdad. También me llama Rebeca proponiendo una cita para la prueba de vestuario. Impresionada por la logística, recuerdo haber intentado aprovechar para cortarme el pelo gratis, aunque un sombrero de época me va a estropear el plan. La prueba de vestuario se hace en casa de Rebeca, que es la que lleva lo que nosotros llevamos.

Hace  un rato que Julián y yo comprobamos que son las señas correctas. Julián llama al timbre. Descuelgan y alguien dice “hurrrmmmmpppfff” justo antes de colgar. ¿Tiene algo de amistoso este saludo? Nos han negado la entrada, y encajaremos eso fumando frente al portal.

Hay veces que uno mira al teléfono para que suene, y algo así nos pasó a nosotros con la puerta, que de repente se abre desde algún piso. Es importante saber que entre el saludo y esto han pasado un par de pitis, y nuestra distancia hace imposible empujar la puerta a tiempo. Así que seguimos haciendo lo mismo, pero un poco más raro.

Mi pasión inútil por esta situación tan especial se debe a un cruce de mensajes con todos los elementos del lenguaje, completamente torcidos. No viene al caso para nada. No tarda mucho en llegar César, creo que sonriente, y hace tic tic en el piso que hace falta.

La casa de Rebeca es una buhardilla alfa, huele muy bien y no es ambientador. Probaremos sotanas y sombreros con mucho cuidado, que sólo hay una escena para conocer a los personajes.

Rebeca dice mucho Cornejo, “¡Este vestido es de Cornejo!”, “¡Este sombrero es de Cornejo!”, y asentimos pensando que es un árbol, un material, un animal, una persona. Va sacando ropas y ropas de un perchero en el salón. Tiene la voz muy suave y uno ojos muy grandes, puede mirarte fijamente y descubrir un hilo suelto.

Julián tiene una relación especial con su propia sotana, que ya ha hecho de cura muchas veces y quiere acabar con ella. La llevará, la suya, para no apuñalar la de Cornejo, su sotana mártir. La buena es acampanada y le queda tan bien que da un poco de miedo. También se hace con un sombrero y durante el rodaje, aunque no te des cuenta, un evangelio en el bolsillo.

Despachado el cura con esa eficacia, jugamos a las pelis fantaseando con intimidades de la chica, y la buena de Rebeca me prueba atuendos con los que fingimos que soy la madre del Che, con coche propio y ceniceros, volviendo al pueblo atufando a perfume francés. Se juzga con puntilla un anillo por aquí, un reloj por allá. Es importante el color porque, en blanco y negro, un rojo es algo oscurísimo.

Pienso que este cine que hace César es muy de pintor, en el tiempo, tanto cuidado en cada una de las capas.

Estilo y estilete
Sólo han pasado tres días desde que Rebeca me atusa los pelos del abrigo, y la mitad del equipo ya está en un pueblo minúsculo de la costa norte, que es muy brava pero nada que ver. Auguro fuertes lluvias, pero me invade una ilusión de excursión escolar.

El equipo de Santa Comba lo forman Luis como asistente de dirección, Emilio como director de fotografía, Mayte de asistente de foto  y Vicky como asistente de producción. Sé pocas cosas de estos títulos. También estoy al tanto de un señor Javier, un milagro que el islote hizo aparecer por allí con una escalera de aluminio.

Nosotros salimos de Madrid en una furgoneta llena de perchas, Ivan, Rebeca y yo, pasando por Vallecas para recoger a Gorka, técnico de efectos especiales. A Gorka y a sus garrafas de sangre falsa. A Iván le conozco porque últimamente me llama para decirme que no será posible que me corten el pelo. Falta Julián, que como actúa esa misma noche, llegará semimuerto a la mañana siguiente.

El viaje transcurre relajado, con Kiss fm de fondo. Dont Speak sonó tres veces. Algún silencio cómodo convierte al locutor en un montón de chistes malos, “Hey hey hey, don’t speak, no hables, ¿verdad?” Iván está cansadísimo; además de pedirle el número de la Seguridad Social a todo el mundo, organiza en la sombra cosas que ni me imagino, y a pocos kilómetros de nuestro destino le empieza a temblar la carretera. Así que paramos un rato, será el último pis antes de llegar al HOSTAL A COCHERA.

Al final del trayecto es medianoche, hace un frío húmedo de muiñeira, y nos saludamos con ganas, los que no estamos durmiendo. La puerta del hostal da a una carretera en curva todo lo sórdida que te quieras imaginar.

Nos dan las llaves, el hostal promete un servicio impecable con galardones en cómic sans, impresos a color y colgados por el pasillo. Una vez dentro, Gorka y Velasco estudian los detalles sangrientos. Se usará un estilete muy antiguo con aspecto de tesoro emocional. ¿Cómo acuchillar de mentira con una navaja de verdad? Cuando al fin cierro la puerta de mi cuarto, encuentro una cuartilla plastificada con un emoticono primitivo que pone “Estamos :)”. Mañana rodamos desde muy temprano.

Amanece en A Cochera y abajo hay café y magdalenas para todos. La cantina es un garito para ciclistas y yo llevo un gorro anacrónico de personaje, que asusta un poco al camarero. Julián acaba de llegar, semitransparente, así que estamos todos.

La localización queda a unos diez minutos en coche y arrancamos, conduce Vicky. Parece que Vicky lo vigila todo con la atención de una madre en el parque a la hora de la merienda. Si se pierde un zapato, o incluso una persona, ella lo encuentra, y cuando nos rugen las tripas llega con empanadas de bacalao.

Cuando llegamos, un viento romántico de siglo dieciocho nos da la bienvenida. Apreciamos el montículo desde el coche entre domingueros con perros. Alguien dice que con el mar rabudo, las olas le pasan por encima. Da mucho frío pensar en olas de quince metros. Esta foto está muy bien, vamos a meternos dentro.

Para subir a la ermita, tiene que estar baja la marea, que el mar cubre el acceso a la cuerda por la que se debe trepar un buen rato. Una traba fatal que habría hecho imposible continuar, de no ser por este Javier que es un poco gurú de las costas, y el hijo del presidente de la asociación de vecinos de Santa Comba. Javier, que es forestal por todas partes, trae consigo la escalera más larga que he visto en mi vida y nos acompañará durante todo el rodaje.

Silvia, no te vayas
Se tambalea, al subir, la escalera, lo prometo. Y abajo hay rocas puntiagudas, pero como Javier te está mirando colgado de ese pedrusco imposible, da un poco menos de miedo. Al llegar arriba saludo a Luis con  un buen tembleque en las piernas. Parece contento, con las manos en los bolsillos; Luis es el ayudante de dirección. El director está más cerca de la cámara que del escenario,mirando por ella o haciendo aspavientos muy interesantes, tan lejos que sólo se le intuye en la silueta de una boina, entonces se desdobla en Luis, y este te dirige de cerca, gracias a  un walkie-talkie de mafioso.

Enfilamos hacia la ermita, que es un camerino histórico sin luz artificial, con su altar de misa y sus barriles milenarios. Allí nos transformamos con los dientes castañeando. Rebeca ha traído hasta un liguero del año II. Noto que si Rebeca me atusa el pelo me puedo quedar dormida, y estoy segura de que a la sotana, en la percha, le pasa lo mismo. Alguien me explica entonces que los actores de verdad quizás sean gente algo nerviosa y su primer contacto al ganarse el pan pasa por vestuario y maquillaje, normalmente antes de que salga el sol. Un buen profesional apacigua de manera natural cualquier ego enervado con maneras relajantes propias del oficio. En cualquier caso, Rebeca es suave como una palmera.

En el peñasco de enfrente se adivina, hemos dicho, el trípode de la cámara, con Velasco, Emilio y Mayte. Ahora está muy lejos, pero si la tienes cerca las escuchas ronronear, es una Bolex.

Rodamos. Ay, madre:

Dentro de la ermita, a oscuras, Luis dice “¿Prevenidos?” antes de “¡Acción!” En realidad, estar prevenido se parece mucho a estar tenso.

Tengo que abrir la puerta y avanzar rápido pero no mucho, hasta una marca que han hecho con ramitas, me sigue el cura y discutimos con gestos.

Lo repetimos unas veces, por salirnos de plano, por correr tarde, por lo que fuese. Desde el walkie-talkie Velasco se manifiesta a través de Luis. “Le intenta besar y luego ella le empuja” Este es mi primer contacto con la interpretación; es muda, bueno, sorda, porque hablamos pero no se nos oye. Nos decimos cosas de enfadarse, recuerdo “¿Qué tiene Dios que no tenga yo?” “¡Pan con mantequilla!” Empujón. “Jabón lagarto” Huída: el cura corriendo a tropezones “¡Silvia, Silvia! ¡No te vayas a París, Silvia, por favor!” Vuela un sombrero “¡Corre más a la derecha!” “¡Me da miedo!” y así.

A lo lejos berrean directrices que traduce Luis casi al instante: “¡Buena, pero repetimos!”  será lo que oigamos más veces.

El walkie-talkie le está dando un algo de militar al asunto que tardaré unas horas en captar. Por ejemplo, antes de rodar una escena en el agua, al recordar que sólo he traído un par de zapatos, le pregunto  a Luis si le suena haber visto unos de sobra en cualquier sitio. Esto desata un cruce solemne de walkie-talkies. “¿Me recibes? Beatriz tiene frío en los pies. Preguntad a Rebeca si ha traído otros zapatos. Zapatos.”

Transcurre el día en esta dinámica paciente de sufridos preparativos técnicos y actuaciones. Somos esclavos de las mareas y la única forma de salir de allí a la luz del sol es antes de que vuelva a subir, a eso de las cinco de la tarde.

¿Por dónde íbamos?

“El motor de la cámara tira tomas de 23 segundos nada más. Es de cuerda.”

Un rollo de  película graba tres minutos, y cuando se acaba hay que cambiar el chasis de la máquina. Cada vez que ocurre esto, hay un rato para charlar con Luis sobre Mocedades o Jeanette, hasta que el walkie-talkie da una seña.

Los encargados de la foto, allá enfrente, son Emilio y Maite, han venido desde Barcelona en un tren sin cama. Cuando rodamos de cerca miden la distancia entre el hocico de la cámara y tu cuerpo. Maite también puede apuntarte con un fotómetro, cuando las nubes no andan molestando. Me empieza a impresionar el funcionamiento de un equipo complejo, y tanta implicación sincera al servicio de tres minutos de arte.

Devoramos rollos de película durante toda la mañana, parando para comer los bocatas ricos que trajo Vicky.

Se acerca el punctum de la jornada, la puñalada, el estilete, la sangre, todo lo gordo. Velasco dice “mojaditas” en vez de puñaladas y se me hace raro de oír, pero se le entiende. Tiene además, un tic de director que consiste en apoyar sus explicaciones de planos con un gesto de abrir los dedos girando la muñeca, mientras mira hacia arriba bajando mucho la cabeza. Dice que es por los ángulos, no sé.

La puñalada se convierte en una ristra de ellas. Las nubes fueron el peor enemigo de las mojaditas. A estas alturas ya sé que puede llevar una media hora tener todo a punto, pero cualquier capricho de la naturaleza es una amenaza. Núbeses, chásises o un encuadre retorcido. Además sólo es el principio, que después de la Acción, casi todo es accidente.

Una función delicadísima con variables de esparadrapo en el suelo a alcanzar, vista cansada, miedo a las alturas, baile sincronizado, cara de palito, estoy acuchillando blando, nube de nuevo, he roto ya las medias, has de pasar por aquí, es un matojo de zarzas.

El momento estrella es el sangrado. Todas las cartas se apuestan a una, gracias a un mecanismo que incluye tubos encubiertos, sangre de gominola, aire a presión y el falsear la muerte misma con el juego de manos correcto. Un tunning maestro que Gorka le ha hecho a un extintor, para controlar la presión del chorro que sale de la sotana. Acabamos esta tarea con un Pollock en el vestido, y se arregla con risas nerviosas y agua oxigenada.

Haluros de pánico
A partir de este momento todo es ocaso, vaya, además se está haciendo tarde. Velasco parece excitado con un abrevadero de por ahí, que según la leyenda es la barca de piedra en la que llega Santa Comba, suponemos que muy pequeña. Parece que la sangre en las manos en Julián le inspiran una toma extra del cura. Caerá de rodillas sobre el abrevadero. Podría lastimar, pero discurre un sistema amortiguador que consiste en un paquete de Pueblo pegado con cinta americana a su pierna. El pobre Julián, resignado, lleva tirándose al suelo desde las diez de la mañana.

Aunque tú no te des cuenta, la marea sube y baja, es el ciclo normal de las cosas, y cuando no queda más por hacer, estamos rodeados de agua. Habrá que esperar hasta las once de la noche para poder montar la escalera y cenar calentitos.

Con  unas cuantas horas por delante para fantasear con resbalones mortales y especular con el peligro de la maniobra, comemos quicos y jugamos a encadenar palabras. No se ve nada, igual pueden iluminarnos con los faros de un coche desde enfrente, pero también hay linternitas. Bajaremos cuando lo haga el mar, a las once, con la arena mojada sujetando la escalera.

“Al menos no llueve, eso sí sería peligroso” dice alguien. Yo empiezo a valorar muy en serio dormir en la ermita y ahorrarme la angustia extrema del vértigo a oscuras.

Gorka dice “es que lo peligroso no es la escalera, hay justo antes un recodo por el que si resbalas, caes inevitablemente a las rocas”.

Al menos no llueve, eso SÍ sería peligroso, vuelvo a escuchar mientras reconozco un crujido que no es de quico en diente. ¡Oh, telefonillo raro, has abierto el grifo, justo al llegar el coche!

Ha roto a lloviznar justo a las once, y ya podemos bajar, al infierno, a la muerte, al calor de una ración de ensaladilla, nadie lo sabe.

Vamos de tres en tres, con una linterna y la pendiente es sinuosa e invisible. Cuando llego a la escalera, se me oscurecen las ideas y hasta que Javier no insinúa que su hija de cinco años tiene más coraje que yo, no consigo hacerme a la idea. Aquí viene una situación vergonzosa de arnés, en la que no me voy a parar, porque ya lo he dicho todo. Pasé mal. Viví en hotel.

Cenamos amando la vida, de postre hubo delicias de orujo, que es un flan con forma de teta, y en la tele había una chatarra visual que nos sacaba un montón de brillo.

Me quedo dormida pensando en que ya no me queda un solo calcetín seco.            

Ver y perceber, si hay suerte comer
¡Hey! Hoy hay churros para desayunar y antes de montar en el coche, paso por la habitación de Rebeca para vestirme de ¡Silvia, Silvia! y perder las llaves de mi habitación. Para mi sorpresa, tendré que  bajar la pendiente mortal y sinuosa corriendo nivel liebre. La repetimos cinco veces. Corriendo con susto, corriendo con más clase, agarrándome el vestido, agarrándome menos el vestido, con una mano. Siempre me encuentro con Javier panchísimo, al final de la cuesta, y me dice, “Ahora con la pata coja”. Javier sale en el plano. Su presencia es fundamental para que no me invada el pánico. Así que hay que grabar también el paisaje vacío para trucar después la escena. Agazapados detrás de un seto, Javier nos cuenta que han descubierto unos castros milenarios por aquí cerca, pero siempre suena el walkie-talkie en lo más interesante.

Mientras filman a Julián en la playa haciendo algo, llega un amigo de Javier con una furgoneta llena de unos pocos quilos de percebes. Están riquísimos crudos, son gorditos, sabrosos y baratos. Hay un niño pequeño jugando con la balanza mientras su padre nos cuenta aventuras mariñeiras. Me asomo a la colina y puedo ver de lejos el perfil del cura leyendo con el viento zascándole el dobladillo. Pronuncia las erres con fuerza, de los percebes “están rrrrrrrrriquísimos!”, dice. Llega Vicky con empanadas, todas son de bacalao.

Hace un frío bastante grave y lo siguiente que tengo que hacer es correr hacia el mar con un vestido de risa, caerme con pasión y hacer un agujero en la arena con el agua hasta la cintura. Cada golpe de viento son muchos pinchazos de tenedor. Basta, no fue para tanto, pero puedo decir que llegué a mi casa descalza, y empezó en ese momento. Con esto quiero decir que ahora cuando veo una película pienso en el actor como si fuera un muñeco.

Se hará un plano detalle que dura años en el que mientras sube la marea no puedo perder la posición. Me indigno un poco cuando veo que Velasco se lía un cigarrillo, insensible a la posibilidad de dejar abrigarme un poco, pero en estas viene una ola que le gusta, y empezamos a rodar de nuevo. Hay que cavar un agujero con muchas ganas, hay agua por todas partes, es imposible de conseguir, pero sólo cuenta el ímpetu. Esto es  lo último que rodaremos. Cuando dicen ‘¡Buena!’ tengo tanto frío que aprovecho para pegarme el baño de Atlántico que me perdí este verano.

Me dirijo al zambullir con la dignidad dudosa de Norma Duval. La marea está tan baja que habría que avanzar kilómetros para mojarse el ombligo. Hay que acabar con esto, hago un salto de rana, y me estampo contra el suelo, en pro de la escena. Dame la mantita, hemos acabado.

 

En portada, dos fotos de Luis López Carrasco; de arriba abajo, foto de la autora del artículo elige el vestuario con Rebeca Durán; otra foto del rodaje, también de Luis López Carrasco; Julián Génisson sube la escalera amiga; un momento del rodaje, grabado por Rebeca Durán Estrada; recreación del gesto descrito en el párrafo anterior; el equipo del rodaje.