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No se gana pero se goza

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Vivo en una ciudad universitaria de Estados Unidos en la que se generan y se discuten algunas de las ideas de la izquierda más influyentes en estos tiempos. A la universidad de Cornell, en la que curso un doctorado en literatura, vienen a dar charlas pensadores como Žižek y Toni Negri, y se organizan conferencias sobre la biopolítica, las identidades queer, las prácticas disidentes de formas de vida alternativa, los nuevos rumbos del marxismo y del comunismo. Cornell, en la ciudad de Ithaca, estado de Nueva York, es un reducto liberal en el que casi todo el mundo está a favor del matrimonio homosexual, del vegetarianismo y de los derechos de las minorías. Cornell también es parte de la Ivy League, un circuito de universidades privadas de élite entre las que se incluyen Harvard, Princeton y Yale, y que se caracteriza por ofrecer los salarios más altos y las becas más competitivas del mundo académico, y por establecer sistemas rígidos de jerarquía y de prestigio. Siempre me ha llamado la atención la desconexión aparentemente irreconciliable entre la teoría y la práctica en la academia: ¿Cómo se entiende que Derrida hubiera escrito en El animal que luego estoy si(gui)endo un alegato tan brillante contra la indiferencia humana ante el sufrimiento de los animales y, sin embargo, que él mismo no hubiera renunciado a sus hábitos carnívoros? ¿Por qué estudiamos comunidades alternativas que interpelan las jerarquías tradicionales pero no cuestionamos la relación vertical entre alumno y profesor? ¿Con qué autoridad critico el capitalismo en mi tesis si formo parte de un sistema productivo de exitismo, competitividad y autoexplotación que cada semestre conduce a muchos estudiantes al colapso nervioso y, en algunos casos, al suicidio?

Traigo a colación estas inquietudes porque el sábado pasado, en un barrio del extrarradio de Madrid, tuve la ocasión de asistir a la fiesta de una comunidad de personas que, en vez de quedarse en la mera crítica al sistema capitalista, han decidido bajarse del carro del trabajo asalariado y del consumo. Son jóvenes: tienen menos de treinta años. Han estudiado: la mayoría cursó Filosofía en la universidad. Muchos se conocieron acampando en la Puerta del Sol durante la rebelión del 15-M. Viven en edificios okupados y se dedican a ensayar formas de vida alternativa a partir de la autogestión y la experiencia comunitaria. Su centro de actividades es Vaciador 34, una nave industrial que antiguamente servía de establecimiento para afilar cuchillos. Entre todos los miembros del colectivo se encargaron de acondicionar el lugar con sus propias manos, utilizando materiales que les regalaban o que reciclaban de la calle. Las fiestas son, en parte, la manera en la que se sustentan, aunque también cultivan sus propios alimentos, producen cerveza y ofrecen cenadores, talleres de cocina y de escritura. Fue una de sus fiestas la que me condujo el sábado hasta Carabanchel, un distrito con una alta tasa de inmigrantes latinoamericanos y europeos del Este que se mantiene (todavía) alejado del circuito indie y turístico de Madrid.

Vaciador 34 está derruido por fuera y no hay nadie en la puerta que controle el ingreso. Tuve que preguntar si allí era la fiesta a un grupo de chicos que llegaba, y todos subimos al segundo piso en un enorme ascensor industrial. Arriba, un pequeño letrero anunciaba el espíritu del lugar: “No se gana pero se goza”. Junto a la puerta me encontré con E., a quien conocí en su vida anterior, cuando trabajaba en una glamurosa revista de moda y vivía en un apartamento en el centro de la ciudad con su esposo, V., y su hija de ocho años. Los amigos en común me habían contado cómo E. y V. conocieron hace un tiempo a M., una miembro del colectivo, y se casaron con ella. E. y V. renunciaron a sus trabajos y a la clase media y se mudaron a otra nave industrial, en este caso ya reformada, en la que esperan cultivar un huerto junto a M., que está esperando un hijo de esta relación de a tres. Me habían dicho que eran felices. E. y yo nos abrazamos, y ella me contó que desde que dejó el trabajo en la revista tiene menos preocupaciones y más tiempo para las cosas que importan. No es que se dedique por completo al dolce far niente, aunque el colectivo reivindica el derecho al ocio: ahora E. y V. tienen que ingeniárselas para reparar cualquier desperfecto en su nueva casa, pero se han liberado de la presión de trabajar con horario para mantener un estilo de vida. Le pregunté a E. cuál era el precio de la entrada, y me dijo que, al igual que el resto de las actividades que se hacen en Vaciador, la entrada era libre: cada quien aportaba el dinero que quería o el que podía. Si están pensando, como lo pensé yo, que este sistema favorece a los que se quieren pasar de listos, están equivocados: el dinero que recaudan les alcanza para pagar los 500 euros del alquiler y cubrir los gastos básicos.

A diferencia del aspecto abandonado de la fachada, el interior del edificio es muy acogedor: V. me contó que los chicos de Vaciador se encargaron de todo, desde colocar el parquet que cubre el suelo hasta construir el estudio de sonido donde guardan una veintena de instrumentos musicales de uso colectivo, incluyendo dos pianos de pared. Esa noche no vi que algunas personas se dedicaran exclusivamente a atender la fiesta mientras los otros se divertían: se rotaban la responsabilidad de servir los tragos (que tampoco tenían un precio fijo) o de ir a buscar más cajas de cerveza, de manera que todos pudieran participar de la fiesta. M., embarazada de cuatro o cinco meses, pasó al escenario junto a su grupo punk, Miguel Ángel Mainstream (M.A.M.), y desde allí arremetió contra la policía y contra el sistema con rabia y con una voz afónica y susurrante. Fue una fiesta tranquila: la gente llevaba sus botellas y vasos vacíos hasta la barra, algunos conversaban en la antesala, otros bailaban en la pista, la hija de E. y V. (y ahora también de M.) iba de aquí para allá recibiendo abrazos y charlando con todo el mundo. Una especie de algarabía controlada que confiaba en la capacidad de las personas para gobernarse a sí mismas en libertad, sin necesidad de un ente organizador o censor.

Hubo un tiempo en que se pensó que los jóvenes españoles eran apáticos, desinteresados ante la crisis que vivía el país. El 15-M lo cambió todo y produjo una reconfiguración del panorama. De allí salieron los jóvenes de Vaciador y los de Podemos, los de Ahora Madrid y también los de muchos otros proyectos culturales y sociales “visibilizados” a partir del colapso económico. Algunos como Vaciador no ansían ninguna cuota de poder ni miran a las instituciones del Estado como fuentes de cambio; han optado por crear su propia comunidad en los márgenes del sistema mientras sus redes se van ampliando: hay quienes hablan incluso de irse a vivir al campo. Los otros han entrado en el juego político en busca de cambios concretos en el aparato institucional, y si bien los resultados son hasta ahora esperanzadores, será interesante ver cómo logran mantenerse coherentes dentro de la lógica democrática occidental, con sus componendas y sus turbias tentaciones. Yo, que crecí en los cínicos años noventa escuchando las consignas sobre el fin de las utopías, no puedo menos que alegrarme al comprobar que ha renacido el impulso utópico y que hay jóvenes como los de Vaciador 34, dispuestos no sólo a analizar los cambios sociales, sino sobre todo a convertir sus propias vidas en un ejemplo de aquello en lo que creen.