Contenido
Los píxels de Cézanne
La historia de la pintura se ha planteado reiteradas veces
la misma pregunta:
¡¿Cuántas cosas se pueden pintar?!
En la modernidad, el interrogante fue más bien el inverso:
¿hay algo que no se pueda pintar?
A principios del siglo XX
casi nadie se ha planteado (o plantado ante) esa pregunta
con tanta radicalidad
como Paul Cézanne…
Vuelvo a notarlo en toda su magnitud
mientras contemplo embelesado
esta pequeña obra maestra.
Mientras me quedo absorto en mis ideas,
intentando que ese cuadro me invada y cale cada vez más
profundo en mí,
debo reconocer que pienso asombrado:
¡No puedo imaginar cómo hizo Cézanne para pintarlo!
Es La Montagne Sainte-Victoire
(y, además, no la ha pintado por primera vez…).
Me resulta un verdadero misterio cómo habrá nacido esa pintura
en algún momento poco después de haber comenzado el siglo.
Con un lápiz y acuarelas y sobre el papel, desde ya,
pero eso no responde al interrogante de cómo era la mirada
de aquel hombre.
Y justamente eso es lo que se me hace tan inimaginable.
¡El cuadro es tan emocional y tan analítico a la vez!
Si intento ponerme en su lugar e imaginar
cómo estaba de pie (o sentado) elevando la mirada
hacia la montaña
y luego bajándola para volcarla en su acuarela,
lo que me relata el cuadro es (aparentemente) una paradoja:
el pintor ve (y nos enseña) algo que lo (con)mueve
profundamente,
pero al mismo tiempo lo disecciona.
¿Cómo pueden combinarse esos dos momentos?
Si digo: “lo conmueve profundamente”
es porque reconozco, con total claridad,
que esa pequeña hoja irradia una gran ternura.
Difícil volcar algo con tanto esmero,
con tanto cariño y con tanta circunspección
(y a la vez con tanto júbilo) al papel.
Cómo esos tonos claros de la tierra, abajo,
se encuentran con el azul del cielo, arriba,
en la liviandad y la ingravidez;
con qué gracia se ha palpado y captado la cresta de esa montaña,
con qué ímpetu y dignidad
se alza por sobre las primeras elevaciones,
y con cuánta precisión cabe en su marco…
Es algo que sólo puede abarcar un amante,
alguien que ama esa montaña con toda su alma,
que disfruta estar delante de ella más que cualquier otra cosa
en el mundo,
y que le rinde
a ese “ser” que ve
el mayor de los respetos.
Y si digo que al mismo tiempo la disecciona
no quiero decir que la montaña Sainte-Victoire
haga su aparición por debajo del bisturí
sino, más bien, que el pintor pinta el modo en que la mira,
es decir, que estudia ese proceso y lo separa en partes.
No, eso tampoco es del todo cierto.
Lo que se estudia en el cuadro
son las condiciones y requerimientos del acto de observar
la montaña Sainte-Victoire.
Y después de unos momentos de reflexión me retracto otra vez.
Este hombre deja al descubierto algo incluso más complejo:
el reflejo de las condiciones del acto de observar la montaña.
Con la misma fuerza con la que ama la montaña
que tiene delante suyo bajo la luz resplandeciente de ese sol,
con la misma voluntad con la que busca pintar también esa luz
(y no sólo lo que yace sobre las formas sino también
lo que se alza entre él y la montaña),
con la misma precisión con la que estudia sus ojos
como instrumento
y pinta cómo le transmiten ese macizo al corazón
y cómo lo elabora su espíritu,
Cézanne también quiere entender
cómo se conjugan todos esos elementos
para darle la capacidad de hacer lo que hace.
Quiere entender si acaso le incumbe el derecho
de ver, de pintar, de mostrar de ese modo
y de comprender cómo, finalmente,
la montaña está “contenida” y “atesorada”
en el papel y en la mirada del observador.
Y así es como vuelve a ensamblar
todas las partes que ha separado.
Eso, nada menos, es lo que abarca
Cézanne con un par de trazos de lápiz
y unas acuarelas de ligera carga.
¿Cómo pudo suceder?
Es algo que para mí sigue siendo incomprensible…
Quizás, puede ser, probablemente,
no haya cavilado
y se haya largado a pintar sin más.
Pero, de todos modos, después,
de una u otra manera,
todo lo que he descrito tuvo lugar.
Ocurrió en sus ojos, en su corazón, en su razón.
Si no, no estaría “ahí”.
¿Realmente está ahí o yo le estoy insuflando mi propia poesía?
¡¿Cien años después?!
¿Cómo es que hubo por entonces
(¿y cómo es que hay alguien hoy?)
que pueda “desarmar” su objeto de ese modo
y al mismo tiempo hacerlo brillar de una forma tan desgarradora?
Tal vez sólo me sorprenda el momento histórico.
Cien años después de Cézanne
cualquiera puede desarmar lo que ve,
hasta el más mínimo átomo (o, si prefiere, píxel)
y luego volver a ensamblarlo.
La fotografía digital domina ese arte (o nos permite dominarlo
a nosotros),
sea voluntaria o involuntariamente,
consciente o inconscientemente.
Nos hemos acostumbrado tanto a ese acto
que ya lo damos por sentado.
Quizás lo que resulte inconcebible
de la pequeña Montagne Sainte-Victoire
sea sólo que lo que hoy puede hacer cualquiera,
tecnología digital mediante,
fue hecho en aquel entonces y por primera vez
por alguien que no tenía más que un lápiz
y un par de acuarelas,
y que sintió un estremecimiento por lo que hacía
que a nosotros, los contemporáneos,
se nos ha vuelto imposible.
Desde esta perspectiva,
la contemplación de la pequeña acuarela de 1900
es un modo de examinar algo
que ha quedado rotundamente perdido
(o de observar un “acostumbramiento” cultural
de dimensiones históricas).
La foto de portada es de Donata Wenders, 2013.
Este artículo fue publicado por primera vez en el catálogo de la exposición Les archives du rêve, dessins du Musée d’Orsay – Cartre blanche à Werner Spies, en versión en francés por Lydie Échasseriaud, editado por Werner Spies, Musée d’Orsay, París/Ed. Hazan, Malakoff, 2014. Primera edición en alemán en Das Archiv der Träume. Meisterwerke aus dem Musée d’Orsay [El archivo de los sueños. Obras maestras del Musée d’Orsay], editado por Werner Spies. Catálogo para la exposición Degas, Cézanne, Seurat, Albertina, Viena, Editorial Sieveking, Múnich, 2015.
Esta versión forma parte del libro de Wim Wenders Los píxels de Cézanne y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas (Caja Negra Editora, 2016).
Los píxels de Cézanne
La historia de la pintura se ha planteado reiteradas veces
la misma pregunta:
¡¿Cuántas cosas se pueden pintar?!
En la modernidad, el interrogante fue más bien el inverso:
¿hay algo que no se pueda pintar?
A principios del siglo XX
casi nadie se ha planteado (o plantado ante) esa pregunta
con tanta radicalidad
como Paul Cézanne…
Vuelvo a notarlo en toda su magnitud
mientras contemplo embelesado
esta pequeña obra maestra.
Mientras me quedo absorto en mis ideas,
intentando que ese cuadro me invada y cale cada vez más
profundo en mí,
debo reconocer que pienso asombrado:
¡No puedo imaginar cómo hizo Cézanne para pintarlo!
Es La Montagne Sainte-Victoire
(y, además, no la ha pintado por primera vez…).
Me resulta un verdadero misterio cómo habrá nacido esa pintura
en algún momento poco después de haber comenzado el siglo.
Con un lápiz y acuarelas y sobre el papel, desde ya,
pero eso no responde al interrogante de cómo era la mirada
de aquel hombre.
Y justamente eso es lo que se me hace tan inimaginable.
¡El cuadro es tan emocional y tan analítico a la vez!
Si intento ponerme en su lugar e imaginar
cómo estaba de pie (o sentado) elevando la mirada
hacia la montaña
y luego bajándola para volcarla en su acuarela,
lo que me relata el cuadro es (aparentemente) una paradoja:
el pintor ve (y nos enseña) algo que lo (con)mueve
profundamente,
pero al mismo tiempo lo disecciona.
¿Cómo pueden combinarse esos dos momentos?
Si digo: “lo conmueve profundamente”
es porque reconozco, con total claridad,
que esa pequeña hoja irradia una gran ternura.
Difícil volcar algo con tanto esmero,
con tanto cariño y con tanta circunspección
(y a la vez con tanto júbilo) al papel.
Cómo esos tonos claros de la tierra, abajo,
se encuentran con el azul del cielo, arriba,
en la liviandad y la ingravidez;
con qué gracia se ha palpado y captado la cresta de esa montaña,
con qué ímpetu y dignidad
se alza por sobre las primeras elevaciones,
y con cuánta precisión cabe en su marco…
Es algo que sólo puede abarcar un amante,
alguien que ama esa montaña con toda su alma,
que disfruta estar delante de ella más que cualquier otra cosa
en el mundo,
y que le rinde
a ese “ser” que ve
el mayor de los respetos.
Y si digo que al mismo tiempo la disecciona
no quiero decir que la montaña Sainte-Victoire
haga su aparición por debajo del bisturí
sino, más bien, que el pintor pinta el modo en que la mira,
es decir, que estudia ese proceso y lo separa en partes.
No, eso tampoco es del todo cierto.
Lo que se estudia en el cuadro
son las condiciones y requerimientos del acto de observar
la montaña Sainte-Victoire.
Y después de unos momentos de reflexión me retracto otra vez.
Este hombre deja al descubierto algo incluso más complejo:
el reflejo de las condiciones del acto de observar la montaña.
Con la misma fuerza con la que ama la montaña
que tiene delante suyo bajo la luz resplandeciente de ese sol,
con la misma voluntad con la que busca pintar también esa luz
(y no sólo lo que yace sobre las formas sino también
lo que se alza entre él y la montaña),
con la misma precisión con la que estudia sus ojos
como instrumento
y pinta cómo le transmiten ese macizo al corazón
y cómo lo elabora su espíritu,
Cézanne también quiere entender
cómo se conjugan todos esos elementos
para darle la capacidad de hacer lo que hace.
Quiere entender si acaso le incumbe el derecho
de ver, de pintar, de mostrar de ese modo
y de comprender cómo, finalmente,
la montaña está “contenida” y “atesorada”
en el papel y en la mirada del observador.
Y así es como vuelve a ensamblar
todas las partes que ha separado.
Eso, nada menos, es lo que abarca
Cézanne con un par de trazos de lápiz
y unas acuarelas de ligera carga.
¿Cómo pudo suceder?
Es algo que para mí sigue siendo incomprensible…
Quizás, puede ser, probablemente,
no haya cavilado
y se haya largado a pintar sin más.
Pero, de todos modos, después,
de una u otra manera,
todo lo que he descrito tuvo lugar.
Ocurrió en sus ojos, en su corazón, en su razón.
Si no, no estaría “ahí”.
¿Realmente está ahí o yo le estoy insuflando mi propia poesía?
¡¿Cien años después?!
¿Cómo es que hubo por entonces
(¿y cómo es que hay alguien hoy?)
que pueda “desarmar” su objeto de ese modo
y al mismo tiempo hacerlo brillar de una forma tan desgarradora?
Tal vez sólo me sorprenda el momento histórico.
Cien años después de Cézanne
cualquiera puede desarmar lo que ve,
hasta el más mínimo átomo (o, si prefiere, píxel)
y luego volver a ensamblarlo.
La fotografía digital domina ese arte (o nos permite dominarlo
a nosotros),
sea voluntaria o involuntariamente,
consciente o inconscientemente.
Nos hemos acostumbrado tanto a ese acto
que ya lo damos por sentado.
Quizás lo que resulte inconcebible
de la pequeña Montagne Sainte-Victoire
sea sólo que lo que hoy puede hacer cualquiera,
tecnología digital mediante,
fue hecho en aquel entonces y por primera vez
por alguien que no tenía más que un lápiz
y un par de acuarelas,
y que sintió un estremecimiento por lo que hacía
que a nosotros, los contemporáneos,
se nos ha vuelto imposible.
Desde esta perspectiva,
la contemplación de la pequeña acuarela de 1900
es un modo de examinar algo
que ha quedado rotundamente perdido
(o de observar un “acostumbramiento” cultural
de dimensiones históricas).
La foto de portada es de Donata Wenders, 2013.
Este artículo fue publicado por primera vez en el catálogo de la exposición Les archives du rêve, dessins du Musée d’Orsay – Cartre blanche à Werner Spies, en versión en francés por Lydie Échasseriaud, editado por Werner Spies, Musée d’Orsay, París/Ed. Hazan, Malakoff, 2014. Primera edición en alemán en Das Archiv der Träume. Meisterwerke aus dem Musée d’Orsay [El archivo de los sueños. Obras maestras del Musée d’Orsay], editado por Werner Spies. Catálogo para la exposición Degas, Cézanne, Seurat, Albertina, Viena, Editorial Sieveking, Múnich, 2015.
Esta versión forma parte del libro de Wim Wenders Los píxels de Cézanne y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas (Caja Negra Editora, 2016).