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Llamadas a Marte y Neptuno

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A las afueras del diminuto casco urbano del municipio de La Vega, en el Macizo Colombiano, Manolo se ocupa de mantener funcionando un acueducto que surte de agua todo el pueblo. Dos tanques modestos sostienen un flujo constante de 40 litros cada segundo de agua potable, que puede disminuir en veranos prolongados o cuando hay daños en la tubería, cuyo caso exige salir a buscar  averías aguas arriba, en alguna de las tres quebradas de abastecimiento. En una de esas revisiones, Manolo jura haber  visto un OVNI.

─Como una araña pero gorda y grande; zumbaba, arriba,  alta muy alta…y tenía luces.

La Vega está literalmente encerrada por montañas aparatosas. El bus en el que viajé desde Popayán hasta La Vega sorteó un camino de cuatro horas entre polvo y precipicios. El primero en recibirme fue él. Luce un pantalón oscuro, botas de caucho, una camisa clara con los botones abiertos y un rosario que amenaza con metérsele al ombligo.

─¿Manolo?

─¡Sí!

Salimos inmediatamente hasta su zona de trabajo, donde me presentó a su camarada Jorge, un sordomudo que en las calles es un solitario de esquina pero en el acueducto es quien manda a punta de gemidos y movimientos.  Llegué con una máscara de polvo y oliendo a terminal de transporte, de modo que intenté meter  la cara  en uno de los tanques pero Jorge  me lazó una mirada cortopunzante que me frenó al acto.

Según rumores escuchados en el pueblo, el último avistamiento del OVNI fue protagonizado por un grupo de jóvenes ambientalistas del pueblo. Iban en una caminata caída la tarde cerca de la laguna del Magdalena, donde nace el río más importante del país, cuando vieron una cosa que subía y daba pequeñas curvas, volaba a baja altura y también zumbaba.

 ─Como una  mosca gigante─ me dijo uno ellos.

El susto de los muchachos se complementó cuando un grupo de hombres del Batallón de Alta Montaña les impidió llegar hasta la laguna. Se imaginaron un complot ambientado por luces y compuertas que dejaban salir seres de otro mundo. Al día siguiente de mi llegada Manolo y yo salimos hacia los cerros del macizo siguiendo el hilo de ese encuentro.  Como años de monte lo han convertido en un brujo para ahorrar caminos llegamos a la cima sin mayor percance. A 3.000 metros sobre el nivel del mar, sacó de un maletín rosado su celular de cámara y un pedazo de panela envuelto en una bolsa,  la mordió y luego me la pasó.

─Tome esto, es bendito pa’ el frío.

Le di un mordisco y luego miré en 360 grados mientras mi compañero se echa en el suelo como a esperar ser abducido por un platillo volador. En la cima la mirada se me pierde en una inmensidad de montañas; toda Bélgica cabe en el macizo colombiano y sobra espacio. Semejante referente ecológico no sólo nutre el pequeño acueducto de La Vega, donde a esta hora Jorge trabaja en silencio, sino el 70% del país a través de los ríos Patía, Magdalena, Putumayo y Caquetá.

─¿Qué andará buscando un OVNI en semejante laberinto de montañas?─  digo mientras me tumbo en el suelo.

Manolo permanece en silencio. En el camino no vimos nada diferente a cultivos de coca y una que otra planta de hermosas amapolas. Bajo la oscuridad de la noche vimos cómo apareció la estela pálida de la Vía Láctea, que fue imposible contemplar sin percatarse de unas cuantas luces en movimiento que captaron la atención de mi compañero. Dice la Red de Vigilancia Espacial de los Estados Unidos que entre basura tecnológica y satélites hay unos 17.400 objetos orbitando alrededor de la tierra, unos con forma de lavadora doméstica y otros parecidos a un camarón con alas. Los rayos del sol los hacen parecer estrellas en movimiento, Manolo las contempla. A la madrugada emprendimos el camino de regreso con el sonido de los insectos y al ritmo de los pasos.

De vuelta al pueblo en un cibercafé donde el internet llega por ratos, encontramos varios casos de avistamientos de OVNIS virales en las redes. Hace poco un grupo de supuestos arqueólogos subieron a YouTube el video de una cosa en forma de pastel de cumpleaños  aterrizando en el desierto del Sahara que tuvo más de tres mil visitas en un día. Materiales como ese llegan hasta los confines del planeta y alimentan los imaginarios populares de gente como Manolo.

***

El 24 de marzo a las 7 de la mañana llegó a La Vega una camioneta 4x4 que transportaba una comisión de “ingenieros” que captaron la atención a Manolo. Se detuvieron a comer y él  les oyó decir: “la sonda ya está instalada, falta conseguir la fuente de agua” seguido de un lenguaje propio de ingenieros: las mordazas, sondas, taladros y otros términos que no tendría por qué entender un campesino que se desempeña como fontanero.

─Esa vez los ingenieros y el conductor se comieron cada uno tres empanadas y una taza de chocolate con queso─ dice en tono revelador.  

Luego de eso él regresó directo a su acueducto y se puso a mirar el agua correr de un tanque a otro y las piedras blancas que él mismo puso en el fondo del desarenador.  Ha oído decir que las multinacionales mineras quieren entrar a La Vega y la idea le pone los pies sobre la tierra. Sin embargo, me encomendó preguntar a los agentes de policía que se atrincheran a un lado del río Pancitará si habían visto algo extraño en el aire. Al igual que yo, sólo habían visto absolutamente nada, salvo un par de gallinazos volando. El más confiado me contó que estaban habituados a encontrarse animales raros en el monte y a escuchar sonidos en la noche; tiene 24 años y sí cree en los extraterrestres. A unos metros de los agentes está Manolo, que me espera en su moto. No le gustan la combinación de armas y uniformes porque en estos lugares lo más seguro ha sido tratar de evitar simpatía con cualquier actor armado.

De ahí bajamos en moto a sesenta kilómetros por hora, sobre la carretera principal por donde antes pasaron Simón Bolívar, Laureano Gómez y hasta el mismo bandido Sangre Negra ─debió ser una trocha entonces─. Llegamos hasta la casa del “profe” Daniel, que da la impresión de ser el sabio del pueblo. Es autor de varios libros sobre el macizo, algunos inéditos que confía en ver publicados.

Cuenta este hombre que en los tiempos de la Nueva Granada salían miles de onzas de oro desde las minas de Almaguer hasta Popayán, tanto que ese pueblo fue nominado a ser la capital del Reino que entonces incluía parte de Ecuador y Venezuela.

─De ahí que al macizo también se le diga El Nudo de Almaguer─ dice Daniel.

Aún las minas coloniales dan oro, la veta atraviesa las cordilleras en ondulaciones como una serpiente dorada enterrada bajo los Andes.  Los últimos tres gobiernos entregaron bajo títulos a multinacionales una parte considerable de ese animal metálico. Lo que para Daniel es una desgracia que llena de incertidumbre más de catorce mil kilómetros cuadrados, para el Ministro de Minas es una esperanza equivalente al ocho por ciento en el producto interno bruto.  

─Profe, ¿usted cree en los platillos voladores? ─ interrumpió Manolo.

─¡No! ─, contestó mientras bajaba la pantalla de su computador portátil.  

La casa de Daniel está hecha de madera y no se puede caminar por ella en silencio. Sobre un escritorio hay un trozo de roca con destellos de cobre y cuarzo, típico de las minas de oro. Fue traído desde los socavones de Almaguer. Una minúscula muestra de minerales que hoy son objeto de análisis para 14 títulos mineros que hay en la zona. Al igual que Daniel, son muchos los que no están conformes con la minería en el macizo. Antes de salir de su casa, el profe saca su cámara digital y me muestra las fotos del rio Río Sambingo. Luce como si un Boeing de la segunda guerra mundial hubiera soltado decenas de bombas dejando una estela de cráteres del tamaño de una casa. El río desapareció y según los informes de la Corporación Autónoma Regional del Cauca ─la autoridad ambiental─ se trataba de minería ilegal. En la zona dicen que en la extracción estaban involucrados miembros del ELN y del Ejército Nacional cuyas diferencias ideológicas sólo las podría disipar un negocio de 3.000 millones de pesos mensuales, como contó la revista Semana a principios de este año. Para la gente de La Vega ese es el rostro de la fiebre del oro que se apoderó de país unos años para acá.

***

Cuando Manolo bajó del monte la tarde que vio el OVNI, le contó a Jorge su experiencia emulando un actor de cine mudo, y no contento, agarró su moto y bajó al pueblo y refirió la versión de una araña voladora que en su ombligo tenía algo parecido a un ojo. La última revisión técnica, como lo llama él a cuando una manguera se desconecta, comenzó a las tres de la tarde y terminó de reparar el daño a las cinco. A medida que se hacía oscuro caminaba más rápido: sentía que algo estaba observándolo. Me es imposible escucharlo y no pensar que se imaginó presa de algún experimento extraterrestre. 

─La próxima vez  llevo la escopeta─ dijo.

***

Cada tanto un grupo campesinos de La Vega se reúnen para compartir preocupaciones y conocimientos. Leider es uno de sus líderes y enseña a sus vecinos a preparar abonos orgánicos mientras les habla de minería y política. No les ha llegado el rumor de un objeto volador sobre el cielo de La Vega y son los que más se oponen a la llegada de multinacionales. En las pasadas elecciones apoyaron un candidato a la Alcaldía y contra todo pronóstico ganaron las elecciones y ahora quieren declarar La Vega como territorio libre de minería.

La búsqueda de objetos voladores ha sido exhaustiva para Manolo. Al tercer día nos sentamos en los andenes de la plaza cuando de nuevo hizo su aparición la camioneta 4x4 con los ingenieros. Al parecer todos los días lo hacen. Algunos provienen de México, pero estos son bogotanos.  Manolo me clavó el codo en las costillas para alertarme; pararon y se sentaron cerca con la naturalidad de la rutina. El remolque de la camioneta tenía una caja metálica del tamaño de un mueble. La señora que les sirve el desayudo dice que trabajan en zonas de difícil acceso y usan extraños aparatos de antena.  Uno de ellos dice que se dedican a la prospección minera con técnicas de teledetección aérea y visión panóptica.

 ─¿Ustedes han visto algo raro volando por acá? ─ preguntó Manolo.

Uno de ellos sonrió con malicia juvenil pero no dijo nada, luego subieron a su 4x4 y se marcharon. Los líderes campesinos creen que los hombres trabajan para la AngloGold Ashanti S.A., que tiene una de sus oficinas en el edificio Cusezar en la calle 116 con la 7 en la ciudad de Bogotá, donde pequeñas plantas ornamentales compaginan con su elegante logo institucional. Según la oficina de comunicación, la empresa espera aumentar su competitividad con inversión en nuevas tecnologías. Para ese fin han surgido empresas en el mundo como GHM Consultores, conformada por expertos chilenos que investigan en la utilización de aparatos voladores para la caracterización geológica de yacimientos y otros servicios de bajo costo. Hace poco Frank Anton, director de los proyectos aéreos de la multinacional Siemens, insinuó que en breve el mundo verá naves eléctricas que podrán transportar hasta 150 pasajeros sin el uso de combustibles.

El espectro de objetos voladores identificados por un campesino colombiano incluye helicópteros de guerra y aviones comerciales, pero no el nuevo modelo Aeryon Scout, con forma de araña, que ha sido todo un éxito en las ferias mundiales de innovación por su utilidad en distintos campos de la economía, como aseguró Anton. Mientras Manolo y Jorge sigan dosificando cloro y removiendo hojarasca en su pequeño acueducto, harán todo para que la gente del pueblo no se quede sin agua un solo día. Ellos, así como los empleados de la empresa minera en Bogotá, han decorado su pequeño sitio de trabajo con objetos curiosos. Dos teléfonos viejos reciclados de la calle yacen al lado de un aviso burlón que dice: Llamadas a Marte y Neptuno.  

En portada, fotografía de Marcela Salazar.

Las otras fotos, respectivamente una vista de la laguna del Magdalena, las cimas del macizo colombiano de donde mana el 70 % del agua de Colombia y campesinos del Proceso Campesino y Popular de La Vega-PCPV trabajando en La Vega, son obra de Giorgio Sabaudo.