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Lewis Carroll, el hombre y el mito

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Hace 150 años se publicó Alice’s Adventures in Wonderland. Desde su inmediato éxito la historia de su autor se dividió entre la vida real de Charles Dodgson y la del mito de Lewis Carroll, que acabaría por eclipsarle.

La historia de Dodgson comienza en 1832 en una familia inglesa, anglicana, conservadora y de clase media-alta. La tradición genealógica mandaba dedicarse a la iglesia o al ejército y casarse entre primos. Su padre era de la rama eclesiástica, de ideas fijas, severo y brillante matemático. Su madre, por lo poco que se sabe de su vida, desempeñó el rol que le asignaba su sociedad, ser la madre cariñosa de una extensa progenie. Milagro fue para su época que de los once, siete hijas y cuatro hijos, ninguno muriera. Charles Lutwidge Dodgson fue el primer varón; su padre tenía grandes esperanzas en él.

Desde pequeño demostró poseer un intelecto brillante, leía con voracidad y algunos de sus profesores escribieron a su padre destacando sus grandes capacidades de razonamiento e interacción social. Cuando ingresó en la escuela privada Rugby tuvo que defenderse con los puños en un entorno plagado de abusones. No era ninguna rata de biblioteca indefensa, pero aun así sufrió acoso, quizás incluso de tipo sexual, algo habitual en internados masculinos del siglo XIX. No hay pruebas, sólo vagos comentarios muy negativos del propio escritor. Sea como fuere, el joven Dodgson sobresalió en sus estudios con facilidad. Lo de ser aplicado y constante no era lo suyo: así como le apasionaban los temas, se aburría de ellos a la larga. Cuando tuvo que ponerse en serio para optar a lo más alto de la carrera académica en Oxford fracasó por su genio indisciplinado.

La vida académica le daba unos buenos ingresos, pero sus intereses estaban fuera. Quería ser escritor y amaba las artes. Londres era su escape del aburrimiento, donde pasaba días quedando con gente y yendo al teatro. Su sensibilidad por la belleza, que para él era algo divino, lo atrajo al incipiente arte de la fotografía, puesto que la habilidad para el dibujo no se contaba entre sus dotes. Era un fotógrafo excelente y solicitado por la alta sociedad. Aunque lo que más le gustaba era lo más difícil de obtener, el desnudo femenino.

Ciertos aspectos de la vida que llevaba atentaban contra la moral puritana victoriana que imperaba en la sociedad y en su casa. Cualquier descarrío era considerado una herejía para las “opiniones firmes” por las que se conocía a su padre. Eran frecuentes las salidas de estudiantes para ir a “recitar poemas al aire libre”, o sea, salir a ligar con chicas de clase baja. Entre los primeros poemas e historias cortas de corte cómico, a menudo satírico, que escribió Dodgson en esos años se cuentan varias andanzas juerguiles con lenguaje eufemístico. También compuso poemas románticos entre los que destaca Stolen Waters, que parece confesar una experiencia real llena de amargura y arrepentimiento. Aunque con una mente abierta a obras e ideas consideradas decadentes por la sociedad, Dodgson era por lo demás un hombre religioso y conservador. Sufrió mucho por las contradicciones  entre sus inquietudes y sus creencias.

En 1856 llegó un nuevo deán para ponerse al mando de su universidad Christ Church, Henry George Liddell, cuya esposa e hijos —Harry, Ina, Alice y Edith— entablaron una fuerte amistad con Dodgson. Fue como si éste llenara el vacío paterno del ajetreado señor Liddell. Las niñas fueron quienes más posaron ante su cámara. En 1862 les contó la primera versión del famoso cuento, que acabó desarrollando a petición de Alice. Para cuando tres años después ella recibió su regalo escrito e ilustrado por la mano de Dodgson, éste ya había cerrado un acuerdo con Macmillan, asumiendo los costes de publicación. Por fin tenía la obra que le haría rico y famoso.

Pero los años venideros estuvo atormentado por una gran culpa. Lo poco que queda de sus diarios en ese período son plegarias suplicando la redención sobre unos pecados no nombrados que han sido fuente de especulación. Para decepción de su padre no quiso ser ordenado sacerdote, lo cual era condición para formar parte de su universidad. No se consideraba digno de predicar. Logró, a pesar de eso, que hicieran una inexplicada excepción para que pudiera seguir impartiendo matemáticas.

Cuando su padre falleció en 1868, cayó en una depresión. A partir de entonces, tuvo que ejercer el papel de patriarca de la familia. Compró una casa en Guildford donde vivió con sus seis hermanas sin desposar y un ir y venir de familiares. En ciertos aspectos imitaba a su difunto padre, como si eso ayudara a superar sus pasados desencuentros. Siguió publicando obras diversas que fueron oscurecidas por la sombra de Alice’s Adventures in Wonderland, como su casi desconocida secuela o The Hunting of the Snark (La caza del Snark).

Dejó la docencia en 1881 y pasó a tener mucho tiempo libre y a desarrollar algunas excentricidades. Buscó en la compañía infantil la pureza, siguiendo el culto victoriano a los niños, como si rodeándose de ellos pudiera impregnarse de un aura de santidad. Y de hecho le funcionó para los seguidores del creciente mito en que se había convertido el gran Lewis Carroll. Pero en sus diarios se reflejó cierta impostura de este culto. Por muy brillantes que pudieran ser los niños, y sobre todo niñas con las que le gustaba relacionarse, sólo la compañía femenina adulta y plural le llenaba, fuera exclusivamente de forma intelectual o también afectiva. No podemos saber qué tipo de relación tenía con ellas, pero sus frecuentes vistas y estancias a solas con mujeres solteras y casadas generaban cotilleos, algo muy pernicioso en esa época y para una celebridad.

La historia de Dodgson acaba en 1898, pero la historia del mito de Lewis Carroll apenas acababa de empezar. A su muerte, su hermano Wilfred se encargó de quemar y subastar una gran cantidad de obras, documentos y posesiones. El resto quedó guardado en el archivo familiar, donde permaneció con celo durante setenta años. Sólo su sobrino Stuart Collingwood tuvo acceso a las cartas y al extenso diario personal para escribir la primera biografía de Dodgson, publicada el mismo año y titulada The Life and Letters of Lewis Carroll. Y, como su nombre indica, hablaba de Carroll, la encarnación de los cánones victorianos, obviaba sus aspectos incómodos que pudieran afectar a la reputación familiar y moldeaba la vida de Dodgson para adaptarla a la ya instaurada figura de San Carroll, casto, excéntrico, atraído por la inocencia infantil e inevitablemente simplificado hasta pulir su humanidad. Gran parte del libro trata sobre sus amistades con niñas y de cuánto le disgustaba el mundo de los adultos. Lo que no decía es que la mitad de estas “niñas” ya había pasado la pubertad. Contaba lo que la sociedad victoriana quería oír. La primera edición se agotó en un mes.

Enseguida saltaron a la palestra numerosas mujeres que afirmaban haber sido sus child-friends, aun cuando sólo habían coincidido con Carroll una vez, o les hubiera gustado. Otras decían haber inspirado alguna de sus obras. Las declaraciones de las que más tiempo compartieron con él se sumaban al coro que repetía los mismos axiomas y decían que se veían con él cuando eran menores de catorce años y que pasado ese límite él se distanciaba; aunque fuera mentira, era lo más conveniente para mantener su propia reputación. Era la oportunidad de rascar algo de inmortalidad a través del autor de una era. La historia contada por Isa Bowman en su libro The Story of Lewis Carroll. Told for Young People by the Real Alice in Wonderland (1899) sobre su cariñoso “tío” tendría una interpretación totalmente indecente si hubiera reconocido que la “niña pequeña” que pasaba vacaciones a solas con Dodgson en una casa cerca del mar era una quinceañera.

Cada relato aportaba exageraciones e invenciones. En 1932, en medio de la fiebre del centenario del nacimiento del autor, H. L. Reed sacó una biografía que llevaba la imagen plasmada por Collingwood hasta la hipérbole. Ante la negativa de la familia Dodgson a ofrecer declaraciones o facilitar documentos, Reed inventó y tergiversó anécdotas para dibujar un hombre con doble personalidad, el ermitaño profesor Dodgson y su álter ego de jovialidad infantil Lewis Carroll.

Entonces llegaron los freudianos. En Alice in Wonderland Psycho-Analysed (1933), Anthony Goldschmidt da el pistoletazo para el cuadro psiquiátrico. ¿Un hombre excéntrico con doble personalidad y obsesionado con las niñas? El contexto había cambiado mucho, ahora eso era a todas luces un enfermo, y entonces ya tenía nombre: pedófilo.

Nadie podía contrastar los datos, todos se basaban en autores que a su vez se cimentaban en una imagen falaz; se iba generando una fundamentación aparentemente creíble. Tras sucesivos y rebuscados psicoanálisis llegó la biografía de Florence Becker Lennon, The Life of Lewis Carroll, que intentó conciliar la tradición apologética y la freudiana. A pesar de pretender abordar el tema con más rigor, la falta de fuentes directas la llevó a reforzar la imagen de un pedófilo, aunque reprimido, virgen y con complejo de Peter Pan, y cimentó la centralidad de Alice como musa y amor platónico. El siguiente biógrafo, Alexander L. Taylor (The White Knight), estaba convencido de que Dodgson estaba profundamente enamorado de la niña, que llegó a pedir su mano, que por eso la familia le pidió que se distanciara y que nunca lo llegó a superar.

Como reacción a los freudianos, una corriente de apologistas se afanaron en devolverle al mito su versión más inocente y casta. Para aparentar que no ocultaba nada, la familia Dodgson encomendó en 1953 a R. L. Green, un ferviente carrolliano, la edición del diario personal de Dodgson, pero no le permitieron consultarlo sino que le pasaron una versión mecanografiada conveniente y severamente censurada.

Con una nueva generación de guardianes del patrimonio Dodgson, en 1969, el diario y demás documentos personales supervivientes fueron vendidos a la British Library. Eran las pruebas de que Dodgson no era infantil ni ermitaño, que no sólo le interesaban las niñas sino que mantuvo una extensa red de amistades y una vida compleja. No contenían ninguna declaración de amor por Alice, como todos daban por hecho, apenas se la mencionaba e incluso hay un comentario en el que Dodgson observa que “ha crecido, y no para bien”. Cuatro volúmenes “perdidos” y siete páginas arrancadas poco después de la muerte del autor concernientes a períodos controvertidos de su vida son el misterio que queda sin resolver.

Un mito de setenta años no cae así como así. Pasaron décadas y se sucedieron nuevos trabajos biográficos y una reedición del diario a partir —ahora sí— de los volúmenes originales. La imagen mitificada de Carroll estaba tan establecida que cuando estos autores observaban las incongruencias tendían a interpretar las pruebas a su favor. En 1995 Morton N. Cohen escribió la primera biografía que mostraba un ser humano creíble. Desenterró su faceta social, pero a la hora de abordar su vida sentimental cayó en la repetición de su obsesión por las niñas y su amor por Alice Liddell.

No fue hasta 1999 que Karoline Leach desenmarañó la gran bola de “hechos” y “certezas” sobre las cuales se había derramado tanta literatura con su libro In the Shadow of the Dreamchild. A New Understanding of Lewis Carroll. No es de extrañar que a los eruditos del tema en su momento, habiendo quedado en evidencia, les sentase mal. Hubo hasta una llamada a la quema de tal herético libro. Su herejía fue limitarse a estudiar detenidamente y con rigor las fuentes disponibles de primera mano.

Todavía hoy, cuando se cumplen 150 años del clásico de Carroll, el mito persiste en sus aspectos esenciales, arraigado como está en el imaginario colectivo. Ya va siendo hora de extirparlo.

 
1. Lewis Carroll, circa 1856-1860. © National Portrait Gallery, London.
2. Cupid (1866), de Julia Margaret Cameron, un ejemplo típico de la fotografía de desnudo infantil victoriana.