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Leopoldo María Panero no estaba loco

Un recuerdo (y una propuesta) en el aniversario de la muerte del poeta
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En sintonía con Epiménides —cretense que dijo sinceramente que todos los cretenses mienten cuando hablan— Leopoldo acostumbraba a dejarte claro, cada vez que salía del psiquiátrico, que no estaba loco. Si lo decía en serio, sus cuatro décadas de confinamiento entre Mondragón y Las Palmas suponían un gravísimo error colectivo. Si hablaba en broma, su sentido del humor estaba a la altura de su visión de sí mismo como ángel defenestrado, lo que hablaba doblemente de su lucidez. Si sentías que el enunciado alentaba otro significado, tenías toda la eternidad para pensar qué rayos había querido decir. Esas sensaciones te dejaban los encuentros con Panero.

Leopoldo María Panero Blanc —de cuya muerte se cumplen ahora dos años: propongo cuanto antes que el 5 de marzo sea el Día Mundial del Loco— planteaba a quien quisiera acercársele el reto seductor de un cara a cara con la alienación. Pocos resistían la prueba: la posibilidad ridículamente romántica del artista maldito, esa visión que tanto gusta del poeta bohemio y soñador en su mundo de letras, se desmoronaba ante su soliloquio incomprensible, el abismo infinito alojado en su mirada, su grandeza impenetrable y su negrura. Todo el mundo quería ver a Leopoldo, pero no muy de cerca. El chasco llegaba casi siempre. Aparecía Panero en un festival, una feria del libro o un congreso poético y alguien acababa llorando, con una profunda desilusión o dando un portazo después culpar a otra persona —normalmente a su acompañante, cuya responsabilidad necesitaba el poeta para poder viajar— de sacarle, como si fuera un oso borracho.

Qué injusto. A Leopoldo le encantaba salir, y aunque no se le daba bien dar las gracias, todo el que lo trató sabe hasta qué punto apreciaba darse una vuelta por ahí. De los numerosos malentendidos que cultivó su figura, uno de ellos fue el del manipulado. ¡Ja! Alguien tan inteligente como él nunca hubiera permitido tal cosa. Era el hombre al que todo se le consentía, el que comía a la carta, el que cobraba en efectivo, sin demora y sin factura. Conozco a mucha gente que le quiso y se desvivió por él, y a poca o ninguna que se aprovechara malamente de su persona u obra. Él sí te sableaba a ti: con Leopoldo convenía abordar el tema material de inmediato y darle la vuelta al bolsillo para demostrar que ese día no podrías financiar el tabaco (fumaba un cartón diario, con tanta prisa que algunos cigarrillos acababan directamente al cenicero antes de ser encendidos) o las coca-colas (entre 20 y 30 al día), o bien pactar a las claras: “Leopoldo, llevo 20 euros encima, ¿cómo los administramos?”. Preso de su compulsión, podía ser egoísta y desconsiderado. Contaba con un olfato que le permitía intuir quien se sentía intimidado por su presencia, y hacerle sufrir. Una actitud aduladora justificaba la más fina tiranía. Entraba en una librería y hacía que alguien que le miraba raro terminara regalándole sus propios libros (le encantaba releer su propia Poesía completa, edición Visor). Pero qué tipo divertido era Panero. Qué genial tocapelotas.

Se enteraba de cuál era tu habitación en el hotel y a las 7 de la mañana se las había ingeniado para que le abrieras y ya estaba sentado en tu cama fumando. Tenía un especial gusto por generar situaciones embarazosas y una fina habilidad para identificar lo que no tenía que pasar e ir a por ello. Driblaba cualquier cordón de seguridad, se escabullía y rompía todo protocolo, apareciendo antes de tiempo en el escenario de un gran teatro donde se le rendía homenaje pidiéndote que le llevaras a mear. Su filia escénica era notable. El público le aclamaba, ¡maestro!, y él decía: Esto es una puta mierda, iros todos a la puta mierda. Panero, la estrella del rock.

Cuando recibía el cariño de sus amigos era un hombre tierno, tímido y encantador. Sensible a la belleza, se cuadraba y enmudecía ante una mujer bonita. Nada le gustaba más que hacer reír contando chistes. Como él se quedó en una época antigua —el Rey Juan Carlos (para él, el Padre Cucharón), ETA, Felipe González— en su repertorio abundaban los de mariquitas y guardias civiles. En qué se parece. Se abre el telón. Jaimito. El perro Mistetas. Los chistes de locos, su gran especialidad, se mezclaban con las historias cotidianas de los orates con los que él convivía.

De todo ello siempre volvía al mismo lugar: la literatura, para la cual vivía y a través de la cual se expresaba. Todo lo comunicaba a través de citas: Poe, Mallarmé, Pound: Leopoldo María Panero. Su lectura era, como todo lo demás, compulsiva. Hace diez años le pregunté si había leído a Roberto Bolaño, quien le había otorgado un papel secundario en 2.666. Al día siguiente, el libro (1.125 páginas) estaba leído. Sabía perfectamente quién era y cómo se le veía. Y se gustaba. Adoraba una cámara; le entristecía si no le entrevistabas. Su exhibicionismo no tenía límites; le encantaba hablar de sí mismo y de su leyenda: sus padres y hermanos —los sobrevivió a todos—, sus libros y sus películas —estos le han sobrevivido a él—, sus aventuras sexuales y adicciones.

A Panero le hubiera divertido verse plagiado en la versión más reciente y despeluchada de Houellebecq, claro imitador del poeta de Astorga en su fisionomía, si no en toda su dimensión transgresora, en todo su papel de pulverizador de tabúes. Por eso, entre tantas cosas, era clave la figura de Leopoldo. El loco es al fin y al cabo el bufón, el que quien puede decirle al Rey y su corte lo que a nadie más se le consiente. Insisto en lo del Día Internacional del Loco. Hubo algo así en el siglo IX, en Grecia, cuando los paganos se disfrazaban de ciervos el primer día del año. Y en la Francia medieval: era la fiesta de los subdiáconos y de los locos, que entraban enmascarados y travestidos en las iglesias y allí mismo jugaban a los dados y comían carne sobre el borde mismo del altar, durante el oficio. Considérese un día para el loco, el pirado, el chalado, que tanta falta hace en estos tiempos y al que tanto extrañamos desde hace dos años. Hay hasta un Día del Inodoro, de la Hamaca o del Número Pi. Un día para Leopoldo María Panero, que no recibió el Nobel que tanto le obsesionaba; qué nos cuesta. A él le hubiera gustado algo así. Aunque decía —y lo decía muy en serio— que no estaba loco.

 
Fotos y vídeo: Leopoldo María Panero en la calle Triana de Las Palmas de Gran Canaria (abril, 2013)