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La traducción de una foto
La foto que les endoso, de la que ahora soy el heredero y poseedor, a la espera de que la pille mi hermano, que es quien guarda estas cosas, hace tan solo unos días estaba colgada en la pared de un piso de la Rue Alexandre Dumas, París, en el que yo había pasado cientos de horas. Es una foto que precisa ser traducida.
Se trata de tres jóvenes de 17 años. Uno de ellos, con mi ADN. Eran miembros del mismo grupo de afinidad barcelonés. Dos de ellos lucen, más chulos que un ocho, el uniforme de la Columna Durruti. Un uniforme que, a su vez, requiere otra traducción.
Nació cerca de dónde estaba colgada la fotografía, en la misma ciudad, París, a finales de los 20, o a principios de los 30. Es el fruto –el único– de un encuentro entre Durruti, Ascaso y García Oliver con Néstor Majnó. Néstor Majnó requiere, a su vez, traducción. Brrrr.
Majnó era el Elvis del anarquismo planetario, la persona que, hasta la fecha, lo había llevado más lejos. Era el papá del majnovismo. Que les traduzco en un plis-plas. Consistía en llegar a un pueblo, en Ucrania, y colgar en la puerta de la iglesia una proclama anarquista. Bellísima. Se declaraba que la tierra no era del Estado, sino de quien la trabajaba, se establecían grandes y novedosas libertades, y se señalaba que el Estado no podía imponer nada a nadie. Defendieron eso frente a Bolcheviques y Blancos. A diferencia de esos grupos, no practicaron ejecuciones masivas, no proclamaron ningún Estado, no estaban apoyados por una minoría étnica concreta, y no optaron por el antisemitismo, ese llenapistas. Los majnovistas / el Ejército Negro / el Ejército Insurreccional Revolucionario de Ucrania, consiguió un Territorio Liberado –ese país se llamó así; mola–, en el que se aplicó lo que había dicho Kropotkin –amigote de Majnó y animador de la cosa–, y en el que se construyeron escuelas con lo que había dicho Ferrer i Guàrdia. Majnó aparece, de perfil, en La guardia blanca, de Bulgákov –a Bulgákov, al parecer, le iba ese rollo–. Y en chorrocientas películas propagandísticas bolcheviques de la época en las que se le representa como un tipo feo –era un guaperas–, borracho, con la pistola fácil y sediento de poder. Fue, snif, precisamente, lo contrario. Se unió a los bolcheviques, puntalmente, para combatir a los Blancos. Momento en el que se le dio para el pelo. Fue uno de los pocos supervivientes de las matanzas posteriores. Los anarquistas de Majnó, aquellos tipos que defendieron frente a los Bolcheviques la colectivización de campos y fábricas y la democracia directa, iban a caballo. Y –tachán-tachán– llevaban una guerrera de cuero. Lo que hablaron Ascaso, Durruti y García Oliver con Majnó, requiere también traducción.
Literalmente. En aquella entrevista hubo un serio problema lingüístico. Y físico. Majnó estaba seriamente herido de tuberculosis y le costaba hablar. Además, por entonces trabajaba en los férreos y agotadores turnos de la Renault. Aquel hombre debía estar hecho polvo. El ambiente general del encuentro tampoco debió haber sido brillante. En la casa de Majnó se intuyen que imperaría tristeza y depresión, aumentadas por el desequilibrio de su la hija, que hubiera sido aún mayor si hubiera conocido su futuro. Fue repatriada por Stalin en el 45, y condenada a trabajos forzados hasta los 50. Se sabe que en aquel encuentro se habló de que Majnó viniera a España, cuando en breve España saltara por los aires, a hacer lo que hacía en Ucrania. Majnó no pudo venir a España. Murió en 1934. Lo único que vino de él, lo único que salió de aquella entrevista, es esa cazadora y gorra de piel negra, que ven en la foto. Un homenaje visual a Majnó. Jamás he visto otra foto en la que se ve el uniforme de la Comuna Durruti con tanto detalle. Se ve, por ejemplo, el adorno de la gorra. Es una bala. No, no es muy lucido. Aquí es precisa otra traducción.
Aquellos tipos no tenían ni idea de uniformes. Ni de guerra. Ese joven de la foto, más chulo que un ocho, era la primera persona con mi ADN formado desde niño en el anarquismo, en escuelas con valores opuestos a la guerra. Iba a ser la primera persona con mi ADN en acceder a los estudios superiores. Pero se sorprendió un día defendiendo Barcelona de los malos. Luego se fue a Aragón, a hacer lo que Majnó. Después, fue uno de los 1200 faístas de la Durruti que fueron a defender Madrid. Cuando abandonó España, por piernas, aún le quedaban otros cinco años de guerra. Hizo todo eso como la persona que diseñó esa gorra. A ambos, en fin, les pareció lo más apropiado ir a la guerra con gorra. Las gorras no se inventaron, en fin, para la guerra. Ni siquiera cosiéndole una bala, una gorra pinta un pito en una guerra. Nadie sabía, en fin, lo que era una guerra. Max Nettlau dijo, mucho antes de esa guerra a la que la gente iba con gorra –antes, incluso, de lo de Majnó–, que el anarquismo tiene dos enemigos, y uno era la guerra. A Nettlau, por cierto, la Guerra Civil también le sorprendió en Barcelona, estudiando los documentos de la AIT en casa de los Urales. No les voy a traducir a Nettlau, o esto va a ser eterno Zzzzz.
Pero sigo con la traducción de la foto. La cogí hace unos días, en una casa vacía. Su único morador –el hijo del chico de la foto– había muerto. Fui al entierro. Fue enterrado con su padre, en el mismo cementerio, por cierto, en el que está Majnó. Nació en Francia, después de la IIWW. Era un tipo apasionado, gruñón, al que conocía desde que nací, pero al que, a su vez, apenas conocía. Venía cada verano. Cuando yo era pequeño me traía cochecitos metálicos. Por aquí no los había. O, al menos, no en mi barrio. Nunca supe de qué trabajaba. Iba con señoritas I+D. En su tiempo libre pilotaba aviones. Era un dandi. Con superpoderes. Podía hacer catas ciegas de ostras, y nunca fallaba en determinar su origen. No puedo decir mucho más. Y eso, a su vez, requiere una traducción. Es la última. De hecho, empecé a escribirme todo esto para traducirme algo importante. Un fracaso.
El exilio español de la República es, sin duda, el exilio más anecdótico de todo el dilatado pack de exilio español. La disciplina nace en 1812. Fue productiva. Una manera cruel de brillar. Los españoles que salieron, por primera vez, por piernas, no sólo salvaron su vida, sino un patrimonio intelectual, las dos únicas cosas por las que merece la pena exiliarse antes de tirarse por un barranco. El exilio en Inglaterra de Bartolomé José Gallardo es, en ese sentido, metafórico. Es el punto de partida del Hispanismo, el nacimiento, en el extranjero, de esa disciplina que, de no ser por extranjeros y exiliados, no hubiera podido existir y desarrollarse posteriormente. Lo que indica la importancia de los exilios en el XIX. Y su función: salvar vidas y culturas de un Estado que fue modulando un catolicismo mortal, que finalmente produjo un Holocausto, con todas las letras, en el siglo XX. El exilio de 1823 fue una reedición del primer gran exilio. Ese exilio, más los exilios que se van produciendo con cada revuelta o intentona de cambio hasta 1868, se mueven en esa tónica y aportan un nuevo ingrediente: el republicanismo. En el exilio nace la primera constitución republicana hispana, en 1832 a mano de Ramón Xauradó, fusilado por ello tras su exilio, en 1837. En el exilio se va fraguando una cultura y un republicanismo radical, en ocasiones vinculado a opciones libertarias federalistas, entendiendo el federalismo como una manera de quitar poder al Estado, de controlarlo, a través de su división infinita. La metáfora: en 1873 vuelve del exilio Fernando Garrido. Va acompañado del anarquista Élisée Reclus. Ambos van proclamado a su paso la República Federal en diversos municipios catalanes. El exilio de 1923 supuso un hervidero, el encuentro en París de diversas tradiciones radicales –socialismo, republicanismo, anarquismo, el incipiente independentismo catalán…– que quizás nunca hubieran tenido la oportunidad de dirigirse la palabra por aquí abajo. Pero el exilio del 39 es radicalmente diferente. Es eterno. Requiere ser traducido.
No es un exilio más. Es una condena a muerte. Es la muerte de lo que salvaron los anteriores exilios. Es la desaparición de, en ocasiones, dos siglos de tradición. En los 70 vuelven pocos supervivientes. Y en mal estado. ¿Quién fue el más importante? ¿Zambrano? ¿Qué aportó esa mujer vieja, a punto de morir, con su vuelta? ¿De qué tuvo tiempo? ¿Qué moduló? ¿Qué le dejaron modular? Nada. La obra del exilio jamás volvió. No llega el teatro, no llega la poesía, la reformulación de la novela española, que ya se esperaba en los 30 y que se produjo en el exilio –Sénder, Barea– es ya irrelevante. Existe otra tradición en el interior, paralela y más conocida y determinante, que arranca con Cela. El ensayo apenas rasca algo por aquí abajo –¿qué llega? ¿Solo, y tardíamente, Américo Castro?–. Las editoriales del exilio no vuelven. No vuelve Ruedo Ibérico. No vuelven sus fondos, sus puntos de vista, su comunidad, sus posibles lectores. El exilio anarquista, francés, sólo tienen tiempo de volver para suicidarse. El exilio republicano radical, en Méjico, no vuelve, o lo hace para no entender nada.
Jamás tantos seres vivos y, todo lo contrario, tantos cadáveres, sirvieron para tan poco. O, peor y mejor dicho: jamás fue tan duradero y, por ello, efectivo, un programa de exterminio de personas e ideas.
Ese exilio es la lenta agonía de tradiciones y lógicas exterminadas. Con todas las letras. Es una ausencia, una broma pesada, en la literatura, en la cultura o en la política que, por ejemplo, es incapaz de formular la ruptura, la libertad, los derechos, incluso ahora, cuando todo un Régimen se desmorona.
Es un exilio fatal. Que requiere traducción. Traducción: 76 años después de producirse, si descuelgas una foto en otro país y la traes de vuelta, la estás trayendo a un país en el que es preciso traducirla.
Imágenes:
Portada: foto familiar de Guillem Martínez
1 Néstor Majnó
2 Buenaventura Durruti durante la Guerra Civil Española
3 María Zambrano
La traducción de una foto
La foto que les endoso, de la que ahora soy el heredero y poseedor, a la espera de que la pille mi hermano, que es quien guarda estas cosas, hace tan solo unos días estaba colgada en la pared de un piso de la Rue Alexandre Dumas, París, en el que yo había pasado cientos de horas. Es una foto que precisa ser traducida.
Se trata de tres jóvenes de 17 años. Uno de ellos, con mi ADN. Eran miembros del mismo grupo de afinidad barcelonés. Dos de ellos lucen, más chulos que un ocho, el uniforme de la Columna Durruti. Un uniforme que, a su vez, requiere otra traducción.
Nació cerca de dónde estaba colgada la fotografía, en la misma ciudad, París, a finales de los 20, o a principios de los 30. Es el fruto –el único– de un encuentro entre Durruti, Ascaso y García Oliver con Néstor Majnó. Néstor Majnó requiere, a su vez, traducción. Brrrr.
Majnó era el Elvis del anarquismo planetario, la persona que, hasta la fecha, lo había llevado más lejos. Era el papá del majnovismo. Que les traduzco en un plis-plas. Consistía en llegar a un pueblo, en Ucrania, y colgar en la puerta de la iglesia una proclama anarquista. Bellísima. Se declaraba que la tierra no era del Estado, sino de quien la trabajaba, se establecían grandes y novedosas libertades, y se señalaba que el Estado no podía imponer nada a nadie. Defendieron eso frente a Bolcheviques y Blancos. A diferencia de esos grupos, no practicaron ejecuciones masivas, no proclamaron ningún Estado, no estaban apoyados por una minoría étnica concreta, y no optaron por el antisemitismo, ese llenapistas. Los majnovistas / el Ejército Negro / el Ejército Insurreccional Revolucionario de Ucrania, consiguió un Territorio Liberado –ese país se llamó así; mola–, en el que se aplicó lo que había dicho Kropotkin –amigote de Majnó y animador de la cosa–, y en el que se construyeron escuelas con lo que había dicho Ferrer i Guàrdia. Majnó aparece, de perfil, en La guardia blanca, de Bulgákov –a Bulgákov, al parecer, le iba ese rollo–. Y en chorrocientas películas propagandísticas bolcheviques de la época en las que se le representa como un tipo feo –era un guaperas–, borracho, con la pistola fácil y sediento de poder. Fue, snif, precisamente, lo contrario. Se unió a los bolcheviques, puntalmente, para combatir a los Blancos. Momento en el que se le dio para el pelo. Fue uno de los pocos supervivientes de las matanzas posteriores. Los anarquistas de Majnó, aquellos tipos que defendieron frente a los Bolcheviques la colectivización de campos y fábricas y la democracia directa, iban a caballo. Y –tachán-tachán– llevaban una guerrera de cuero. Lo que hablaron Ascaso, Durruti y García Oliver con Majnó, requiere también traducción.
Literalmente. En aquella entrevista hubo un serio problema lingüístico. Y físico. Majnó estaba seriamente herido de tuberculosis y le costaba hablar. Además, por entonces trabajaba en los férreos y agotadores turnos de la Renault. Aquel hombre debía estar hecho polvo. El ambiente general del encuentro tampoco debió haber sido brillante. En la casa de Majnó se intuyen que imperaría tristeza y depresión, aumentadas por el desequilibrio de su la hija, que hubiera sido aún mayor si hubiera conocido su futuro. Fue repatriada por Stalin en el 45, y condenada a trabajos forzados hasta los 50. Se sabe que en aquel encuentro se habló de que Majnó viniera a España, cuando en breve España saltara por los aires, a hacer lo que hacía en Ucrania. Majnó no pudo venir a España. Murió en 1934. Lo único que vino de él, lo único que salió de aquella entrevista, es esa cazadora y gorra de piel negra, que ven en la foto. Un homenaje visual a Majnó. Jamás he visto otra foto en la que se ve el uniforme de la Comuna Durruti con tanto detalle. Se ve, por ejemplo, el adorno de la gorra. Es una bala. No, no es muy lucido. Aquí es precisa otra traducción.
Aquellos tipos no tenían ni idea de uniformes. Ni de guerra. Ese joven de la foto, más chulo que un ocho, era la primera persona con mi ADN formado desde niño en el anarquismo, en escuelas con valores opuestos a la guerra. Iba a ser la primera persona con mi ADN en acceder a los estudios superiores. Pero se sorprendió un día defendiendo Barcelona de los malos. Luego se fue a Aragón, a hacer lo que Majnó. Después, fue uno de los 1200 faístas de la Durruti que fueron a defender Madrid. Cuando abandonó España, por piernas, aún le quedaban otros cinco años de guerra. Hizo todo eso como la persona que diseñó esa gorra. A ambos, en fin, les pareció lo más apropiado ir a la guerra con gorra. Las gorras no se inventaron, en fin, para la guerra. Ni siquiera cosiéndole una bala, una gorra pinta un pito en una guerra. Nadie sabía, en fin, lo que era una guerra. Max Nettlau dijo, mucho antes de esa guerra a la que la gente iba con gorra –antes, incluso, de lo de Majnó–, que el anarquismo tiene dos enemigos, y uno era la guerra. A Nettlau, por cierto, la Guerra Civil también le sorprendió en Barcelona, estudiando los documentos de la AIT en casa de los Urales. No les voy a traducir a Nettlau, o esto va a ser eterno Zzzzz.
Pero sigo con la traducción de la foto. La cogí hace unos días, en una casa vacía. Su único morador –el hijo del chico de la foto– había muerto. Fui al entierro. Fue enterrado con su padre, en el mismo cementerio, por cierto, en el que está Majnó. Nació en Francia, después de la IIWW. Era un tipo apasionado, gruñón, al que conocía desde que nací, pero al que, a su vez, apenas conocía. Venía cada verano. Cuando yo era pequeño me traía cochecitos metálicos. Por aquí no los había. O, al menos, no en mi barrio. Nunca supe de qué trabajaba. Iba con señoritas I+D. En su tiempo libre pilotaba aviones. Era un dandi. Con superpoderes. Podía hacer catas ciegas de ostras, y nunca fallaba en determinar su origen. No puedo decir mucho más. Y eso, a su vez, requiere una traducción. Es la última. De hecho, empecé a escribirme todo esto para traducirme algo importante. Un fracaso.
El exilio español de la República es, sin duda, el exilio más anecdótico de todo el dilatado pack de exilio español. La disciplina nace en 1812. Fue productiva. Una manera cruel de brillar. Los españoles que salieron, por primera vez, por piernas, no sólo salvaron su vida, sino un patrimonio intelectual, las dos únicas cosas por las que merece la pena exiliarse antes de tirarse por un barranco. El exilio en Inglaterra de Bartolomé José Gallardo es, en ese sentido, metafórico. Es el punto de partida del Hispanismo, el nacimiento, en el extranjero, de esa disciplina que, de no ser por extranjeros y exiliados, no hubiera podido existir y desarrollarse posteriormente. Lo que indica la importancia de los exilios en el XIX. Y su función: salvar vidas y culturas de un Estado que fue modulando un catolicismo mortal, que finalmente produjo un Holocausto, con todas las letras, en el siglo XX. El exilio de 1823 fue una reedición del primer gran exilio. Ese exilio, más los exilios que se van produciendo con cada revuelta o intentona de cambio hasta 1868, se mueven en esa tónica y aportan un nuevo ingrediente: el republicanismo. En el exilio nace la primera constitución republicana hispana, en 1832 a mano de Ramón Xauradó, fusilado por ello tras su exilio, en 1837. En el exilio se va fraguando una cultura y un republicanismo radical, en ocasiones vinculado a opciones libertarias federalistas, entendiendo el federalismo como una manera de quitar poder al Estado, de controlarlo, a través de su división infinita. La metáfora: en 1873 vuelve del exilio Fernando Garrido. Va acompañado del anarquista Élisée Reclus. Ambos van proclamado a su paso la República Federal en diversos municipios catalanes. El exilio de 1923 supuso un hervidero, el encuentro en París de diversas tradiciones radicales –socialismo, republicanismo, anarquismo, el incipiente independentismo catalán…– que quizás nunca hubieran tenido la oportunidad de dirigirse la palabra por aquí abajo. Pero el exilio del 39 es radicalmente diferente. Es eterno. Requiere ser traducido.
No es un exilio más. Es una condena a muerte. Es la muerte de lo que salvaron los anteriores exilios. Es la desaparición de, en ocasiones, dos siglos de tradición. En los 70 vuelven pocos supervivientes. Y en mal estado. ¿Quién fue el más importante? ¿Zambrano? ¿Qué aportó esa mujer vieja, a punto de morir, con su vuelta? ¿De qué tuvo tiempo? ¿Qué moduló? ¿Qué le dejaron modular? Nada. La obra del exilio jamás volvió. No llega el teatro, no llega la poesía, la reformulación de la novela española, que ya se esperaba en los 30 y que se produjo en el exilio –Sénder, Barea– es ya irrelevante. Existe otra tradición en el interior, paralela y más conocida y determinante, que arranca con Cela. El ensayo apenas rasca algo por aquí abajo –¿qué llega? ¿Solo, y tardíamente, Américo Castro?–. Las editoriales del exilio no vuelven. No vuelve Ruedo Ibérico. No vuelven sus fondos, sus puntos de vista, su comunidad, sus posibles lectores. El exilio anarquista, francés, sólo tienen tiempo de volver para suicidarse. El exilio republicano radical, en Méjico, no vuelve, o lo hace para no entender nada.
Jamás tantos seres vivos y, todo lo contrario, tantos cadáveres, sirvieron para tan poco. O, peor y mejor dicho: jamás fue tan duradero y, por ello, efectivo, un programa de exterminio de personas e ideas.
Ese exilio es la lenta agonía de tradiciones y lógicas exterminadas. Con todas las letras. Es una ausencia, una broma pesada, en la literatura, en la cultura o en la política que, por ejemplo, es incapaz de formular la ruptura, la libertad, los derechos, incluso ahora, cuando todo un Régimen se desmorona.
Es un exilio fatal. Que requiere traducción. Traducción: 76 años después de producirse, si descuelgas una foto en otro país y la traes de vuelta, la estás trayendo a un país en el que es preciso traducirla.
Imágenes:
Portada: foto familiar de Guillem Martínez
1 Néstor Majnó
2 Buenaventura Durruti durante la Guerra Civil Española
3 María Zambrano