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La quinta transformación

O las mutaciones del amor
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Si buscas en google “amor y aburrimiento”, las primeras entradas que aparecen pretenden proporcionar las claves o trucos para evitar que el aburrimiento mate poco a poco el amor erótico en las relaciones de pareja. Son entradas poco interesantes. Aburridas. Pero ya encontramos conexiones entre amor y aburrimiento.

Como apunta el británico Simon May en su recomendable Love, a History, no abundan los trabajos filosóficos contemporáneos sobre el amor aunque sea un asunto que inunde internet y las páginas de los libros de autoayuda, esos que también lee la gente que conoces. El amor interesó a pensadores de la talla de Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Rousseau, Spinoza o Schopenhauer, entre tantos, pero no atrae demasiado, parece ser, a los pensadores actuales. ¿Será culpa del aburrimiento?

El aburrimiento, en las sociedades avanzadas occidentales, anestesiadas y carentes de épica, se ha convertido en ese asesino cínico, paciente y silencioso capaz de entrar en cualquier lugar para quedarse y amargarnos la existencia. La relación entre amor y aburrimiento es tan fecunda como la que existe entre aburrimiento y cultura, química, sostenibilidad, fútbol o cumpleaños infantiles. Da para largo.

Porque, ¿es hoy aburrido el amor? Como fenómeno mediático y de consumo explotado hasta la saciedad, lo es. También como obligación vital. Junto a la felicidad y su colega de temporada, la Navidad, podrían formar el trío más peligroso de terroristas sentimentales, de proveedores incansables de vomitivos clichés y profundas depresiones.

El amor −sobre todo el romántico y, en menor medida, el de padres a hijos y el fraternal, desinteresado, amigable y buenrollista− está en todas partes, preparado para saltarnos a la yugular desde una pantalla, un estribillo o una conversación cualquiera. ¿Y quién, recordemos, estaba en todas partes? ¿Les suena? Nietzsche se preguntaba cómo era posible que hubieran pasado dos mil años y no hubiera aparecido un nuevo Dios. San Pablo, en la carta a los Corintios, nos dejaba una pista inquietante, la de que el amor nunca se acaba. Si el aburrimiento es un diablillo menor e intermitente, algo snob, para gente con la panza llena y los ojos cansados, el amor hoy es Dios.

“Amor” es un término, un concepto, una idea, y de los más escurridizos, debatidos y ruidosos. Para hacerse una idea de los escurridizo que es, basta con leer la definición del DRAE, que podría producir una apoplejía o un ataque de sopor al que pretenda comprenderla y que es, además, incompleta y muy discutible. Sabemos –aunque solemos olvidarlo− que las ideas nacen y evolucionan con el tiempo, en ocasiones más rápido que los diccionarios. Por poner otro ejemplo, un concepto como el del paisaje se considera un invento renacentista y con anterioridad la naturaleza sin domar sólo producía, al contemplarla, inquietud. Con permiso de la biología, de la psicología evolutiva y de los neurólogos, el amor, al igual que el paisaje, se podría ver como otro invento de la imaginación. Como dijo La Rochefoucauld en una de sus máximas: “Hay gente que jamás se habría enamorado si no hubiera oído a otros hablar de amor”. Cuando alguien nos habla con los ojos llorosos de que ha encontrado su “media naranja” y cree que esa persona y sólo esa nació para encontrarse precisamente con él o ella, suele ignorar que esa idea tan discutible proviene del mito relatado por Aristófanes en El banquete de Platón, el de los seres humanos divididos en dos mitades por Zeus en castigo por su arrogancia y condenados a buscar eternamente su otra mitad desgajada, la que les completaría de nuevo. Que lo ignore no impide que su sensación sea aprendida y prestada, experimentada y transmitida antes por muchos otros y durante siglos.

Si hacemos un recorrido apresurado e incompleto por la historia del amor, ayudados por Simon May y John Armstrong –autor de Conditions of Love, the Philosopy of Intimacy−, el amor se origina por la lujuria –un comienzo prometedor− y ha sufrido cuatro transformaciones fundamentales. Entre el Deuteronomio y San Agustín, pasando por Platón, durante más de mil años y hasta la mitad del siglo V, el amor se convierte en la suprema virtud. Entre los siglos IV y el XVI, con Bernard de Clairveaux, Santo Tomás de Aquino y Lutero, los seres humanos obtienen poder –literalmente, divino− para amar. Al ser el amor un regalo de la Gracia Divina, los seres humanos pueden participar de la divinidad mediante el amor. Entre los siglos XI y XVII se afianza la idea de que un solo ser humano –y la Naturaleza en un sentido más amplio− atesora el Bien y puede ser objeto del amor que antes sólo se reservaba a Dios. La frontera entre lo terrenal y lo divino se difumina. Entre el siglo XVIII y la actualidad, comenzando con Rousseau, el amante se completa mediante el amor, que se convierte en la experiencia total. El amor se enamora de sí mismo.

Todavía vivimos en la cuarta transformación. Al menos en Occidente, la divinización del amor es una de las características principales de nuestra época. Antes era un camino para llegar a Dios. Ahora ha tomado el poder. Es, sin la menor duda, la religión con más fieles, aquello que todavía puede dar sentido a nuestras vidas y vencer el sufrimiento, el último defensor frente a la desesperación. Los “ismos” y el Progreso y la Razón y las utopías y todos los ídolos que han pretendido usurpar el lugar de Dios no han logrado cumplir sus ilimitadas promesas. En la autopista de la Historia, el amor les ha adelantado con pasmosa facilidad y sin pagar demasiadas multas. Ateos y creyentes, realistas y espirituales, cínicos y románticos, triunfadores y fracasados, científicos y futbolistas, todos desean dejar tras de sí al morir, más que dinero y poder –que es a lo que, con independencia de sus creencias, se dedican muchos con mayor insistencia−, amor. La inmensa mayoría está más de acuerdo de lo que cree en que el amor es el único camino hacia un borroso y personal Más Allá, el billete hacia una especie de estupenda inmortalidad que ya casi nadie sabe o puede definir ni ubicar porque carecemos de la capacidad o de la inocencia para imaginarnos el Paraíso. Descreídos, desencantados y desconfiados, nos conformamos con describir a su hermano antipático, el Infierno, al que todos conocemos de un modo u otro desde la guardería.

El amor podría haber muerto de éxito, como los barrios bellos de las ciudades bellas, infestados de turistas y convertidos en fotocopias incoloras e inodoras los unos de los otros, pero no. Para que nos hagamos una idea de su fortaleza, es, para colmo, políticamente correcto. Pura alquimia. Si el amor roza la mierda, la convierte en oro. Por él hay gente que lo perdona todo, y la moral y la ética se arrodillan a su paso o miran a otro lado. Su capacidad de adaptación parece la del propio mercado capitalista.

Todo y todos son dignos y susceptibles de ser amados, y el amor todo lo inunda. Amamos a personas, objetos, conceptos, tendencias, animales, lo que se nos ponga por delante. Amamos a las avispas, las series de televisión, la quinoa, los coches eléctricos, a Hitler y a Mandela, la coprofilia, los váteres, Albania y Albany, las flores, los terroristas, los masajes, las ranas, los suegros y las madrastras, los cruceros, el mar, el sexo tántrico y la grasa. Asesinos en serie como los estranguladores de Hillside –cuyos monstruosos y sádicos crímenes conmocionaron los EEUU en los años setenta− reciben el amor de mujeres y llegan a casarse mientras están en prisión. Alguien podría decir que un mundo en el que se puede amar todo, ya no ama nada. Pero daría igual que lo dijese. Criticar al amor en público solo se le ocurre al despechado, al amargado o al payaso, es decir, a gente que ya está apartada de los demás. Viene a ser aún más arriesgado que criticar un producto cultural de éxito: en lugar de proponer un debate, provocas rechazo y desconfianza.

El bostezo que produce en ocasiones la idea del amor puede tener que ver con la pérdida de la transgresión, que no sólo ha muerto en el rock y en el arte. Hablo sobre todo del amor romántico o erótico, porque el de la amistad, el de Aristóteles y Montaigne, sereno, sabio, reconfortante, estimulante y razonable, el que se basa en una seducción continuada, recíproca y que no promete sexo, no obsesiona ni desquicia a nuestra sociedad. De hecho, en cierto modo la amistad sigue siendo tan éticamente transgresora como la compasión cristiana, como limpiarle el trasero a un anciano enfermo porque sí y nada más. Y respecto al amor maduro, el longevo, el que ya pocas veces sobrevive al romántico en nuestra sociedad, ese que tiene que ver con la aceptación del otro y el cariño y la compañía y el respeto, ese amor plácido muchos lo consideran acomodaticio, incompleto y cobarde.

Una de las propuestas de Dennis de Rougemont, el autor suizo del célebre Amor en Occidente, es que la pasión se alimenta de obstáculos que debemos salvar. Persecución, combate y conquista reviven la llama. Se recrean desafíos para poder desear intensamente, con interés, y se destierran los sentimientos de los periodos serenos por tibios. Si en Ovidio la caza amorosa era un juego cruel y delicioso, aquí el motor del enamoramiento es el dolor, que hace consciente la pasión: se ama el sufrimiento y el hacer sufrir. El mito del amor romántico fue transgresor, había que romper muchas cadenas, y un buen ejemplo lo dieron Tristán e Isolda, cuya leyenda analizó Rougemont con profundidad. Pero, ¿qué es transgresor hoy? ¿Qué obstáculos terribles deben superar los amantes en nuestras sociedades más o menos liberales? El adulterio y el divorcio, las relaciones interraciales, homosexuales o de personas pertenecientes a clases sociales diferentes son completamente normales. Se podría decir que en la mayor parte del mundo ese tipo de relaciones continúan siendo transgresoras y en muchos casos muy peligrosas, pero eso no impide que aquí haya una sensación de déjà vu. Del mismo modo, que 50 sombras de Grey escandalice y parezca una novela muy picante y muy loca a muchas personas, nos hace olvidar que explota un erotismo blando y anticuado, un cúmulo de clichés para mojigatos.

Rougemont considera que el mito original del amor romántico está agotado y enuncia sus contradicciones en una sociedad donde la limitación voluntaria −el autocontrol− repugna tanto como el compromiso, la promesa de futuro. Pretender vivir mediante el amor una aventura eterna es imposible por la propia contradicción de los términos. Las pasiones, precisamente por ser intensas, tienen fecha de caducidad.

De un modo u otro, pensadores o profanos, todos tratan de definir, a veces sin querer, ese amor “verdadero”, el puro, el fetén, el que nos salvará, ese que no encontrarás en Tinder ni en Ashley Madison. Fuera quedan los amores destructivos, los no correspondidos, los platónicos, los perversos, los amores ciegos, los castrantes, los celosos y los espejismos, los que no lo son. Porque otro problema del amor es que −entre tanta soledad y tanto aburrimiento− se desea –y teme al la vez− tanto que llegue que en muchas ocasiones se ve donde no lo hay.

Los anglosajones disponen de un término, “infatuation”, que se refiere al caso en el que creamos una fantasía sobre nosotros mismos a través del otro, y que termina en profunda decepción. Pero un fenómeno contemporáneo derivado de la dictadura del amor es aquel en el que, más que enamorarnos de un individuo en particular, nos enamoramos de la experiencia de enamorarnos. Deseamos experimentar el amor, pero sólo contamos nosotros en relación con ese amor. El otro no cuenta. El otro, de hecho, es quien puede traicionar nuestra idea del amor perfecto, ese que merecemos. En realidad, no es más que un villano, y el tiempo nos dará la razón.

Por mucho que el amor siga siendo un ideal fundamental en nuestras vidas, por mucho que sigamos considerando que sólo el amor puede validar nuestra existencia, no deseamos transformarnos con el otro, juntos, sino que exigimos que el otro nos lo de todo sin pedir nada a cambio. En realidad el otro sólo es el objeto aparente de nuestro narcisista amor, el molde de un esclavo. Es un espejo que siempre nos va a devolver una imagen distorsionada de nosotros o, más bien, de lo que pretendemos ser sin lograrlo. Su personalidad da igual, sólo sirve como receptáculo y campo de pruebas de nuestros sentimientos. No tenemos que aprender de él ni por él, y él ya tiene que saberlo todo de nosotros para poder servirnos. Tiene que llegar para que nuestro inmaduro sueño se cumpla de inmediato y para siempre. No hay que escalar juntos ninguna cima porque nosotros ya estamos allí. Mirando hacia abajo y esperando que el otro la escale si pretende cogernos de la mano. Después, si se esfuerza y llega junto a nosotros, como es imposible que colme nuestras exigencias, esas exigencias de un amor perfecto en el que sólo cabemos nosotros mismos y la idea preconcebida que tengamos del amor, ya nos ocuparemos –más temprano que tarde− de tirarlo montaña abajo para que se despeñe. Y seguiremos allí arriba, esperando a que otro escale, porque somos maravillosos y nos lo merecemos. A este pseudoamor podríamos llamarlo amor ensimismado.

¿Es, entonces, aburrido el amor? No conozco a nadie que haya sido asaetado por Cupido y lo recuerde como algo aburrido. Si hablamos de la experiencia “verdadera”, no de un fenómeno ni de un sucedáneo, el enamoramiento es probablemente la droga más satisfactoria y el antídoto contra el tedio, la soledad y la desesperación más efectivo que se pueda encontrar. Por eso –y porque no lo elegimos, y por la desagradable resaca que deja al esfumarse− da tanto miedo. En cuanto la química comienza a funcionar en nuestros cerebros, se alcanza una intimidad enorme en muy poco tiempo. Compartimos lo que consideramos es nuestra esencia, nuestro “verdadero yo”, oculto y desconocido para los demás, libre de nuestras obsesiones y defectos. Nos reconocemos y sentimos halagados. El mundo entero se convierte en nuestro hogar. Nos sentimos de acuerdo con la realidad, no enfrentados a ella. Nuestra imaginación trabaja para ocultar los defectos y potenciar las virtudes del otro. Experimentamos el cuerpo, la carne y la piel con una intensidad que nos hace considerarnos sólidos y poderosos. Estamos “aquí” y ”ahora”, viviendo cada instante. Nos consideramos inmortales e indestructibles. Según Armstrong, amaremos a quien nos proporcione estas sensaciones, independientemente de sus cualidades, y el amor morirá cuando desaparezcan.

Da igual. En realidad nadie sabe qué es el amor, y lo que para unos es aburrido y está muy visto, para los otros sigue siendo fascinante. Para unos es una locura transitoria que nos puede llenar de hipotecas e hijos no deseados; para otros, aquello que nos acerca a Dios. Quizá una pregunta interesante sea cuál será la quinta transformación del amor. No me refiero a algo aparentemente rompedor como lo que propone la película Her: que alguien se enamore de un sistema operativo. La gente lleva tiempo enamorándose de muñecas hinchables y en cierto sentido un sistema operativo puede resultar mucho más estimulante. Quizá en la época del ruido y la sobreinformación el amor se repliegue en sí mismo y se convierta en un preciado secreto, en algo íntimo y delicado. No lo sé. Sólo sé que en google no vamos a encontrar la respuesta. Al buscar “el futuro del amor”, sólo encontraremos anuncios de tarot.

 

En portada, Shiva, siempre solícito con su otra mitad, acuarela del siglo XVII extraida de un volumen ilustrado del poema Rasamanjari, depositado en el Museo de San Diego.

De arriba abajo, tres gracias descabezadas, fotografiadas por Peter Roan; historias educativas para niños de los años sesenta; pintada con enmienda, en Glasgow, fotografiada por Duncan C; anuncio de una abogada de Kansas; maniquíes desnudos en un escaparate, por Nico Oved