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La primavera de los juicios

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En abril de 1961, uno de los criminales más célebres de la Segunda Guerra Mundial, Adolf Eichmann, compareció ante un juzgado israelí por su participación en la Solución Final. The Great Holocaust Trial era el primer eslabón de una carrera de fondo que continúa cincuenta y cinco años más tarde, en Alemania, donde se siguen saldando las cuentas con el pasado. Tras siete décadas de un balance marcado por condenas poco frecuentes y sentencias más bien suaves, en la primavera de 2016 ha comenzado una nueva serie de procesos contra ex oficiales de las SS, en un intento de la justicia alemana de condenar hasta el último de los criminales de guerra del Tercer Reich. Pero la avanzada edad de los delincuentes sospechosos es el reto más grande al que se enfrenta la fiscalía: una docena de expedientes están abiertos, pero la mayoría de los involucrados –testigos y perpetradores– ha muerto ya. Acusados de ser cómplices en el asesinato de miles de deportados al campo de exterminio Auschwitz-Bikernau, estos podrían ser los últimos juicios donde víctimas y victimarios del Holocausto se sienten frente a frente.

Nonagenarios criminales

En octubre de 2015, un fiscal de 43 años asumió la jefatura de la Central de Investigación de Crímenes del Nazismo, una agencia gubernamental alemana creada en 1958 para procesar a los responsables de la masacre sistemática de civiles durante la Segunda Guerra Mundial. Jens Rommel, el abogado más joven en la historia de la Central en hacerse cargo de la oficina, entiende su presencia al frente de la institución como una muestra de esa voluntad política de garantizar la continuidad de los procesos a través de un relevo generacional. Su trabajo consiste a grandes rasgos en encontrar sospechosos vivos y una mínima prueba en su contra: rastros evidentes de sus labores en los campos de concentración, contribuciones concretas a crímenes concretos.

Pero los testigos y la documentación que demuestran que los acusados son efectivamente culpables son escasos. Con la caída del Muro de Berlín y el acceso a los archivos de los gobiernos comunistas de Europa del Este y en la extinta Unión Soviética, varios ex soldados alemanes de las SS aparecieron en el radar de los “cazadores de nazis”: los expedientes de Rommel se componen de archivos que no fueron destruidos al finalizar la guerra por las SS, más los registros que nunca se perdieron. Otro reto es establecer la responsabilidad real del acusado: ¿puede un adolescente discernir entre los hechos que tiene a la mano? A pesar de que en Alemania la edad mínima para asumir la responsabilidad de un crimen es a los 14, el objetivo de la Central es encontrar personas que fueran ya adultos –de 18 años de edad en adelante– en el momento de cometer los crímenes. Esto reduce drásticamente la cantidad de personas que podrían ser llevadas ante la justicia por sus actividades durante el nazismo. Aun así, Rommel y su equipo han logrado identificar al menos a cinco acusados por su nombre: determinaron que efectivamente siguen vivos, y entregaron sus expedientes a la fiscalía correspondiente para que inicie un proceso formal en su contra. El ministerio público es quien se encarga finalmente de confirmar si el acusado está en pleno dominio de sus facultades para enfrentar un juicio.

Esto resulta particularmente difícil cuando se trata de nonagenarios criminales: la mayoría de los ‘casos sólidos’ son de individuos que tenían entre 18 y 20 años cuando cometieron los crímenes, descartando automáticamente un proceso legal en su contra porque su salud es frágil. El jueves 7 de abril, el ex tropa de asalto de las SS Ernst Tremmel murió a los 93 años, días antes de comparecer ante un tribunal en los alrededores de Fráncfort por su complicidad como guardia en el asesinato de al menos 1.075 prisioneros deportados a Auschwitz.

Un par de semanas antes, el 14 de marzo, la corte de Neobrandenburgo pospuso indefinidamente el juicio contra Hubert Zafke, un agricultor de 95 años que entre agosto y septiembre de 1944 fue paramédico militar de las SS en Auschwitz, encargado de inyectar en las cámaras de gas Zyklon-B, un insecticida a base de cianuro que fue utilizado para asesinar presos. Mientras él estuvo al mando del ‘servicio médico’ del más infame de los campos de concentración nazis, 3.681 hombres, mujeres y niños judíos encontraron la muerte. En 1948, tras pasar cuatro años en prisión en Polonia por su membresía en las SS, Zafke se estableció en Mecklemburgo, una región en la zona de ocupación soviética que entre 1949 y 1990 se convertiría en la República Democrática Alemana (RDA). Se casó y procreó cuatro hijos en Gnevkow, al norte de Berlín, donde trabajó durante décadas manufacturando y vendiendo productos agrícolas­­– también pesticidas. La audiencia de marzo para determinar si Zafke, acusado de ser cómplice de esos casi 3.700 asesinatos, estaba en condiciones de ir a juicio, se suspendió cuando un médico externo al tribunal consideró que el acusado sufría de hipertensión y demencia– a pesar de que el anciano de 95 años vive solo y cuida de sí mismo.

Otros casos que implicaban a mujeres han sido descartados este año. Hilde Michnia, una ex guardia de 94 años que presuntamente forzó en 1945 a prisioneros de los campos de concentración Bergen-Belsen y Gross-Rosen a una marcha de evacuación –donde al menos 1.400 mujeres murieron–, no irá a juicio. Tampoco Helma M., una ex operadora de radio de 92 años acusada de ser cómplice del asesinato de 260.000 personas en Auschwitz. Si sus casos finalmente se celebraran, serían la primeras mujeres ex miembros de las SS en enfrentarse a la justicia alemana.

El único de los juicios de esta primavera que procede es el de Reinhold Hanning, un ex guardia de Auschwitz de 94 años acusado de facilitar el asesinato de 170.000 prisioneros entre mayo y junio de 1944. La fiscalía intenta que el testimonio de unos cuarenta supervivientes reconstruya la maquinaria mortal que operaba en el campo de concentración. Según esta lógica, cualquier persona que ayudara a su funcionamiento sería potencialmente culpable, aunque no estuviera directamente implicada en los asesinatos de judíos. Los médicos aseguran que Hanning es psicológicamente capaz de pasar dos horas al día en los juzgados de Detmold, una ciudad al oeste de Alemania. Durante la audiencia del pasado 29 de abril, Oskar Gröning debía declarar como testigo: el ex guardia de 94 años laboró con Hanning en el campo de concentración. Gröning fue apodado el ‘contador de Auschwitz’ porque estaba encargado de confiscarle a los prisioneros recién llegados sus objetos de valor. En el verano de 2015, fue sentenciado a cuatro años de prisión por su complicidad en el asesinato de 300.000 reos. El veredicto de Gröning se convirtió en la condena número 6.657 por crímenes de guerra durante el Tercer Reich en Alemania, de un total de 172.294 presuntos delincuentes investigados desde 1945. Pero el ‘contador de Auschwitz’ no compareció ante el tribunal. En cambio, Reinhold Hanning, declaró en Detmold su ‘arrepentimiento sincero’ por no prevenir el sufrimiento y la muerte de decenas de miles de prisioneros del campo de concentración. Desde su silla de ruedas y con la voz débil, dijo al micrófono que estaba “avergonzado de haber sido testigo de la injusticia y permitido que continuara sin tomar ninguna acción en su contra.” En una declaración de 22 páginas leída por su abogado, Hanning resumió su juventud, su tiempo en el frente oriental y cómo, tras ser herido en batalla, terminó en Auschwitz. “Nadie mencionaba nada durante los primeros días, pero si alguien –como yo– se quedaba durante algún tiempo, entonces se enteraba de qué estaba sucediendo. A la gente la disparaban, la gaseaban y la quemaban. Podía ver cómo trasladaban los cadáveres de un lugar a otro. Podía oler los cuerpos quemándose, sabía que estaban quemando cuerpos. He intentado toda mi vida olvidar esta época. Auschwitz fue una pesadilla.” Por primera vez desde que comenzó su juicio esta primavera, Hanning no miraba al suelo ni mantenía los labios en una mueca firme: aceptaba, al tiempo que pedía perdón, su complicidad y participación en la maquinaria del terror nazi. Si el tribunal de Detmold lo condena a 15 años de prisión, Hanning se convertiría en el ex guardia de Auschwitz sentenciado número 51, de un total de 6.500 miembros de la SS que trabajaron en el campo de concentración más grande del régimen. Antes, la fiscalía debía probar que un nazi era el responsable directo de matar a una víctima individual para ser condenado. La creencia popular decía que aquellos que laboraron para el Tercer Reich habían sido forzados a hacerlo, y por lo tanto no eran culpables de asesinato.

Pero todo cambió en 2011 con el veredicto contra Ivan ‘John’ Demnjanjuk, un soldado ucraniano convertido en prisionero de guerra y después en guardia del campo de concentración de Sobibor, en la Polonia ocupada por los nazis. El tribunal de Múnich lo sentenció a cinco años en prisión por su complicidad en el asesinato de 28.000 judíos holandeses. Fue la primera vez en la historia de los juicios en Alemania contra antiguos militares o colaboracionistas del Tercer Reich donde no existían testigos ni evidencias específicas contra un individuo en concreto: el hecho de que Demnjanjuk hubiera sido parte del organigrama laboral del campo de concentración fue suficiente para declararlo culpable. Desde entonces, no es necesario comprobar que el acusado efectivamente cometió un crimen, basta con demostrar que estuvo en el lugar y en el momento precisos: sin la participación de estos individuos, se entiende que el aparato de exterminio nazi no habría podido funcionar.

El caso de Demnjanjuk fue posible gracias al juicio en 2006 de Mounir el Motassadeq, encarcelado por complicidad en los atentados terroristas del 11 de septiembre. Éste continuó pagando el alquiler del líder de la Célula de Hamburgo, Mohammed Atta, mucho tiempo después de que el egipcio hubiera abandonado Alemania en dirección a los Estados Unidos. Querían aparentar así que Atta aún residía en Hamburgo. Diez años después, los procesos legales contra los nonagenarios criminales revelan el interminable esfuerzo de Alemania por reconocer los errores del pasado, además de su difícil y largo recorrido para lograrlo.

El principio de la legalidad

En 1813, Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach reformó el Código Criminal de Baviera para incluir una máxima jurídica que serviría de modelo legal para muchos países: Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege poneali– ‘ningún delito, ninguna pena sin ley previa’. En otras palabras, no existe un crimen ni por lo tanto puede haber un castigo, si en el momento en que el acto fue cometido no estaba estipulado como una transgresión. Esta sentencia se convirtió en un pilar del pensamiento continental europeo, incorporándose después como un principio básico del derecho penal internacional.

Como no existe la aplicación retroactiva de la ley criminal, es difícil que la fiscalía procese crímenes que ocurrieron en un pasado distante, sobre todo cuando la legitimidad de los actos cometidos es ambigua, y la situación atroz en la que fueron cometidos es sin precedentes. Los Juicios de Núremberg, los tribunales militares de los Aliados que procesaron a 23 líderes políticos, económicos y militares de la Alemania nazi, sentaron un nuevo precedente para extender la limitante de este estatuto.

De estos procesos judiciales nacieron los ‘Principios de Núremberg’, siete normas que determinan qué es exactamente lo que constituye un crimen de guerra, y que codifican los principios legales sobre los que se sostiene. Los principios estipulan que cualquier persona que cometa un acto considerado criminal para el derecho internacional vigente será legalmente responsable. De esta forma, podrá ser castigado independientemente de que la ley doméstica donde se cometió el crimen no penalice estos actos. En el caso de lo juicios contra antiguos nazis, los verdugos no quedarían automáticamente eximidos porque fungían como autoridades gubernamentales, o porque eran simples individuos actuando bajo las órdenes de un superior: en cualquier caso, son responsables bajo la ley internacional.

Desde entonces, el código penal alemán incluye tanto las leyes domésticas como internacionales. Bajo estos principios, en Alemania se han podido juzgar a criminales del régimen nazi, y también a oficiales de la extinta República Democrática Alemana (RDA) responsables por ejemplo de disparar contra sus propios ciudadanos cuando intentaban cruzar el Muro y huir hacia el oeste, y esto a pesar de que sus acciones podían haber estado permitidas e incluso ordenadas por la ley nacional. En este sentido, se abrió el camino para procesar a individuos como cómplices en crímenes aunque su participación en el delito no fuera directa. 

Uno de los casos que muestra más claramente la aplicación de estos principios, así como el balance jurídico de condenas poco frecuentes y sentencias más bien suaves, es el de los atletas dopados en la Alemania del Este. Más de 9.000 deportistas de la ex RDA cargan con las cicatrices físicas y mentales de años de abuso de medicamentos: sin saberlo, los deportistas eran víctimas de un programa diseñado y aprobado por el círculo de poder más alto del régimen comunista. Hasta 1989, las autoridades de la RDA suministraban esteroides, anfetaminas y hormonas de crecimiento humano a los atletas más prometedores para mejorar su rendimiento deportivo. Cada año, repartían aproximadamente dos millones de pastillas a sus gimnastas más destacados sin que éstos supieran qué estaban ingiriendo. Años después, muchos desarrollaron cáncer, quistes ováricos, problemas en el hígado, enfermedades del corazón, infertilidad. Otros tuvieron hijos con ceguera o sin extremidades.

Detrás de esta aparente locura reinaba la racionalidad: cada victoria del bloque comunista era una victoria ideológica. El régimen mostraba al mundo entero no sólo su superioridad política, sino también deportiva. Pero por cada campeón olímpico, había al menos 350 deportistas inválidos. Cuando cayó el Muro de Berlín, y la antigua RDA se fusionó con Alemania Occidental para refundar la República Federal de Alemania en 1990, los récords se hicieron públicos: a pesar de que el dopaje era una práctica utilizada por países de ambos lados de la Cortina de Hierro, en Alemania del Este era una política de Estado.

En el año 2000, Manfred Ewald, ex ministro y presidente del comité olímpico de la RDA, y Manfred Höppner, el médico deportivo número uno del régimen comunista, fueron hallados culpables de ser cómplices en el daño intencional a los cuerpos de miles de atletas, a pesar de no haber suministrado directamente las píldoras a los deportistas. Andreas Krieger dio a la corte su testimonio de cómo fue sistemáticamente dopado desde la adolescencia, llegando a cambiar su fisiología de mujer por una enteramente masculina. Después de que los años le dieran una apariencia eminentemente de hombre, en 1997 se sometió a una cirugía de cambio de sexo, lamentando que la decisión no fuera totalmente suya. En su opinión, este hecho fue influenciado por el suministro constante de hormonas durante su época como atleta. Ewald y Höppner recibieron tras el juicio libertad condicional. Lothar Kipke, un consultor de la asociación de nadadores de Alemania del Este, fue multado con algunos miles de euros y una sentencia de 15 meses en prisión, que también fue suspendida. Y en 2009, cinco ex instructores de la RDA, que ahora entrenaban a las estrellas de atletismo de la Alemania reunificada, confesaron haber participado en el programa ilegal de dopaje. Los cinco, lejos de ser vetados de la comunidad deportiva, mantuvieron sus empleos.       

A pesar de las sentencias poco satisfactorias, estos juicios tenían su raison d'être, ya que el dopaje estaba explícita y claramente sancionado por la ley en ambas Alemanias. Las sustancias para mejorar el rendimiento deportivo estaban prohibidas en la Alemania comunista, pero las autoridades deportivas sabían que si rechazaban ser parte de esta operación clandestina liderada por el Estado, se arriesgaban a perder sus privilegios– aunque también sabían que si se negaban a colaborar probablemente las represalias no irían tan lejos como para ser ejecutados. Estos argumentos se asemejan a los de aquellos involucrados en la maquinaria del terror del Tercer Reich: no aprobaban lo que hacían, sabían que estaba mal, pero también entendían su ‘tarea’ como un asunto de prestigio nacional, de superioridad estatal, y que participar en dicha maquinaria, ser un engranaje clave, era bueno para sus carreras.

El precedente legal más relacionado con los juicios contra ex oficiales nazis de esta primavera es el de la llamada Célula de Hamburgo, la organización radical islámica que planeó los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Desde entonces, cualquier acción que promueva la conclusión exitosa de un acto criminal, ayudando a los infractores principales a llevarla a cabo, es considerada como una contribución al crimen en sí, como lo determinó el tribunal de Hamburgo en su veredicto de 2006 contra Mounir el Motassadeq.

Provenientes de distintos países árabes, los miembros de la Célula de Hamburgo llegaron a Alemania entre 1992 y 1997. Motassadeq, de origen marroquí, tenía 19 años cuando llegó al país a estudiar un curso de alemán, y en 1995 se matriculó en la Universidad de Hamburgo para estudiar Ingeniería Eléctrica. Entre 1996 y 1998, Motassadeq trabajó como un empleado de limpieza en el aeropuerto de Hamburgo, y en el verano de 1998 como obrero en una fábrica de Volkswagen. Participaba directamente en la administración de la mezquita de Al-Quds, el punto focal de las actividades radicales de la célula, clausurada en agosto de 2010 porque se había convertido en una atracción para extremistas islámicos. La relación entre Motassadeq, Mohammed Atta y Marwan al-Shehhi nunca estuvo bajo la lupa de la duda. El marroquí vivía en el departamento de Atta –el líder de la Célula de Hamburgo– y tenía poder legal sobre una cuenta bancaria de al-Shehhi, quien supuestamente estrelló el segundo avión contra las Torres Gemelas. De acuerdo con la fiscalía alemana, Motassadeq era el tesorero del grupo islamista radical, encargado de manejar los fondos para cubrir costos de vivienda y estudios de al menos dos de los secuestradores: Motassadeq incitó y ayudó en los ataques del 11 de septiembre al continuar pagando el alquiler y la matrícula universitaria de Atta y al-Shehhi, mucho tiempo después de que se hubieran marchado a Estados Unidos. Querían dar la impresión que los terroristas aún vivían en Hamburgo. Motassadeq negó tener conocimiento preciso de los ataques del 11 de septiembre y dijo que en todo caso, había ayudado a sus amigos inconscientemente. La corte determinó que la evidencia apuntaba a que Motassadeq sabía del plan de secuestrar y estrellar aviones comerciales, independientemente de si estaba o no informado de la exactitud los blancos.

En enero de 2007, un tribunal de Hamburgo sentenció al amigo de los secuestradores de los vuelos comerciales del 11 de septiembre a 15 años de prisión por su complicidad en el asesinato de los 246 pasajeros a bordo. El veredicto contra Motassadeq permitió que los jueces alemanes abandonaran sus previas demandas de evidencias específicas en la perpetración de un crimen: ahora bastaban testigos que hubieran visto al acusado directamente involucrado en un acto criminal que lo implicara directamente. En la mayoría de los juicios contra ex oficiales nazis, esto era casi imposible de encontrar. Muchos habían purgado condenas en otros países, otros fueron incorporados al aparato estatal una vez que se desmanteló el Tercer Reich. En el espíritu de la reconciliación nacional, estos casos han pasado a un segundo plano: la sociedad alemana ha preferido enterrar el pasado y mirar hacia delante.

Mein Kampf, Mea Culpa

Durante siete décadas, el libro fundamental del antisemitismo nazi, Mein Kampf  (‘Mi lucha’), estuvo ausente de las estanterías alemanas. Su publicación fue impedida por el estado de Baviera, al sur del país, que tuvo en su poder los derechos de reimpresión de la obra hasta que venció su ‘propiedad’ el 31 de diciembre de 2015. Su reedición (crítica) del pasado enero, en dos volúmenes grises de 2.000 páginas y 3.500 comentarios académicos, a cargo del Instituto de Historia Contemporánea de Múnich, pretende aclarar la fantasmagoría alrededor de la tesis de Adolf Hitler, desenmascarar las medias verdades cargadas de efectos propagandísticos, e intentar combatir el poder de atracción que surge de lo prohibido. Cuando el Führer se suicidó en Berlín en 1945, su obra había vendido más de 10 millones de ejemplares y se había traducido a 16 idiomas. Tratando de deslindar a la población de los crímenes del terror nazi, se extendió el mito de que el libro fue más vendido que leído, pero el Holocausto funcionó porque la participación no fue exclusiva de la cúpula, sino que contó con el entusiasmo de la base.

La reedición de Mein Kampf encierra claves para entender mejor el pasado nazi y las tensiones islamófobas de la Europa contemporánea. Los prejuicios y el discurso de la nueva ultraderecha alimentan fantasmas del pasado, y la integración continental nunca había estado bajo tanto riesgo y presión como ahora. Guardando las proporciones, los estereotipos raciales propuestos en la obra de Hitler se mantienen hoy en el debate sobre la inmigración. La manera en que el Estado alemán juzga a los perpetradores de crímenes pirómanos contra albergues de refugiados podría reflejarse en la forma en que se procesa a ex criminales de las SS: tarde, sin mucho ímpetu, casi por obligación, con vergüenza. Alemania es un país hipersensible con su pasado y aún traumatizado con los efectos de dos grandes colapsos ideológicos en menos de cincuenta años: el del Tercer Reich y el de la República Democrática Alemana. Los (micro)memoriales al alcance del terror de estas ambiciones estatales abundan: desde series de televisión y un nuevo museo dedicado a ‘la capital de los espías’ durante la Guerra Fría, hasta el estreno en la última Berlinale de la primera película alemana que adapta el Diario de Anna Frank, pasando por máquinas expendedoras en el metro que lo mismo venden chocolates que el libro de la niña más conocida que vivió el Holocausto.

Los alemanes han debatido y se han angustiado durante décadas sobre la mejor manera de honrar la memoria de las víctimas del régimen nazi. A mediados de los noventas, el artista berlinés Günther Demnig comenzó a trabajar para cambiar la forma en que se recuerda públicamente la Shoah en Alemania. Conocidas como Stolperstein, o ‘piedras de traspié’, el artista de casi 70 años intenta conmemorar, piedra tras piedra, a las millones de muertos del régimen nazi. Cada uno de los ladrillos de latón que él mismo ‘planta’ en las aceras de Berlín y otras ciudades del país, está inscrito con el nombre y los detalles de cómo falleció la persona que vivía en el edificio departamental más próximo. Con la ayuda de un martillo, una pala, dos aprendices y la colaboración de residentes locales, escuelas, grupos religiosos y seculares, Demnig ha colocado más de 30,000 Stolpersteine a lo largo de Alemania. Su manera de recordar el Holocausto es ‘tropezando’ con estas piedras: de repente ahí están, junto a una puerta, a la altura de los pies, frente a uno.

En un ensayo de 1945, el psicoanalista suizo Carl Gustav Jung introdujo el concepto de la ‘culpa colectiva alemana’ como un fenómeno psicológico para definir el sentimiento de responsabilidad individual de los germanos por las acciones de su nación, al tolerar, ignorar o albergar las atrocidades del nazismo, aun cuando no participaran activamente en estos actos. Hannah Arendt argumentaba lo contrario. En un libro basado en sus crónicas para The New Yorker sobre el juicio contra Adolf Eichmann, el arquitecto de la Solución Final­, la filósofa alemana decía que bajo el manto de una culpa colectiva, “los individuos culpables se escondían en el sinsentido de su fachada, la moralidad era reducida a una reticencia a juzgar y una aceptación de las condiciones como complejos problemas políticos”. Para quienes escogieron la responsabilidad política y se unieron a los nazis, “fue fácil adaptarse a la piedra angular de la nueva ley: ‘matarás’”. En 1964, pronunció la conferencia ‘La responsabilidad personal bajo una dictadura’, desarrollando esta misma idea: “en el momento preciso de su colapso, la moralidad quedó expuesta en su significado original, en costumbres, un conjunto de hábitos que podría ser fácilmente intercambiable, como los modales, dependiendo de las circunstancias”.

Al finalizar la guerra, las fuerzas de ocupación promovieron la vergüenza y la culpa en una campaña de ‘publicidad’ donde los afiches mostraban imágenes de los campos de concentración marcadas con la frase Diese Schandtaten: Eure Schuld!, ‘Estas atrocidades (son): ¡culpa suya!’. Casi 70 años después, en el verano de 2013, el Centro Simón Wiesenthal de Israel lanzó la Operación Última Oportunidad, una campaña en las calles alemanas de Berlín, Hamburgo y Colonia ofreciendo recompensas de hasta €25.000 por información que llevara a la captura de criminales de guerra nazis que aún no hubieran sido juzgados. Spät, aber nicht zu spät, ‘Tarde, pero no tan tarde’, fue entonces el lema, acompañado por imágenes de campos de concentración en el trasfondo. En Alemania, el recuerdo se promueve como un acto de responsabilidad (individual) incesante.

 

En portada, el cazador de nazis Thomas Walther en la corte de Neobrandenburgo (*).

De arriba abajo, abogado de la defensa de Hubert Zafke en Neobrandenburgo (*); el campo de concentración de Ravensbruck (*); atletas olímpicas de Alemania Oriental; Mounir el Motassedeq a la salida de la corte en Hamburgo; una máquina expendedora en Berlín con, entre otros productos, el Diario de Anna Frank (*); monumento al Holocausto en Berlín (*).

(*): Fotografía del autor del artículo.