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La pasión por lo imposible

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Terry Eagleton, en Esperanza sin optimismo (Taurus, 2016), distingue entre el optimismo del que ve la botella medio llena por temperamento, un rasgo de irracionalidad como otro, y la auténtica esperanza. Que es más meritoria, porque no depende del temperamento personal y puede educarse. Y supone, a diferencia del simple optimismo, un compromiso exigente con la realidad. Porque, si las cosas van a salir bien de una forma o de otra, ¿qué necesidad hay de esforzarse? Este es el dilema que el marxismo nunca consiguió superar: a la vez que propugnaba la existencia de leyes históricas inexorables por las que el mundo caminaba hacia la superación del capitalismo, invitaba a la militancia a batirse por destruir la opresión humana. De esta manera se reconocía, implícitamente, que el futuro no estaba escrito y que la Historia, por sí sola, no traería el paraíso socialista si los revolucionarios no aceleraban su advenimiento. La esperanza, por tanto, dependía del valor y del acierto en la lucha, no de una promesa que se cumpliría tanto de una forma como de otra.

El compromiso político, por desgracia, podía basarse en un voluntarismo patológico, esa suerte de “astigmatismo moral” del que habla Eagleton. Por esta deformación epistémica, el individuo falsifica los hechos para que se adecuen a sus deseos. Es lo que en la cultura anglosajona se denomina “wishful thinking” (pensamiento ilusorio). Pero, ¿cómo distinguir entre una perspectiva ilusoria y otra simplemente complicada pero factible? En el momento del asalto al cuartel de Moncada nada hacía suponer que Fidel Castro entraría en La Habana al frente de los barbudos de Sierra Maestra. Cuando los Beatles tocaban en el club Cavern de Mathew Street, seguramente ni en sus sueños más salvajes imaginaron que iban a convertirse en un icono del siglo XX. Aunque, por desgracia, que ellos lo consiguieran no significa que lo vayamos a conseguir usted o yo por más que nos esforcemos en sacar de una guitarra algo más que ruido.

Aunque la definición de esperanza implica un cierto nivel de posibilismo, porque nadie en su sano juicio aguardaría, por ejemplo, a que llegaran patos azules desde el planeta Urano, en la práctica no es tan fácil delimitar las cosas. Dicen que la esperanza es la pasión por lo posible… ¿No será lo contrario? Es precisamente en los momentos oscuros cuando necesitamos una fuerza que nos impulse a desafiar una realidad inaceptable. Pero, para eso, hay que mirar cara a cara a esa situación sombría o tenebrosa. Y eso es lo que el optimista —los Cándidos de los que se burló Voltaire con tanta gracia— suele evitar. Porque siempre encuentra motivos para minusvalorar el alcance de la catástrofe y, por tanto, conspira contra los cambios que nos ayudarían a salir del pozo. No en vano Walter Benjamin estaba convencido de que ningún proyecto de cambio político podía ser viable sin una refutación de la fe ciega en el futuro. Tenía razón, por su supuesto. Porque, en el fondo, Marx y Felipe II no resultan tan distintos. El primero creía que la Historia le daría la razón, el segundo que Dios miraría por su causa. En ambos casos, la confianza absoluta degenera en credulidad que nos hace descuidar, en favor de la metafísica, las decisiones prácticas que nos permitirían cambiar de verdad el mundo.

Tal vez por el vínculo entre conservadurismo y optimismo, en Estados Unidos el denominado “pensamiento positivo” se ha convertido en una especie de religión. Ser negativo, en cambio, se aproxima de un modo peligroso a la herejía, puesto que el mito nacional, el sueño americano, se basa en la seguridad de que cualquiera puede llegar a lo más alto sin que importe su punto de partida. Pero, una vez más, la complejidad de lo real supera los discursos teóricos, por críticos que estos sean. Eagleton acusa a los optimistas, no sin fundamento, de minusvalorar los obstáculos que se encuentran en el camino. Lo malo es que de la exactitud de este reproche sólo podemos darnos cuenta a posteriori, si es que nos toca lidiar con el fracaso. En cambio, el éxito puede exigir algo más que realismo porque también se construye con algo tan intangible como la fe. Imaginemos, por un instante, que Winston Churchill hubiera explicado a sus conciudadanos con toda exactitud cuál era la situación de Gran Bretaña en 1940. Seguramente, la objetividad sólo habría producido una vergonzosa desbandada.

Churchill prometía una realidad inmediata desagradable —su famoso “sangre, sudor y lágrimas”— a cambio de la victoria, de la promesa de que su país no se sumiría en la oscuridad del totalitarismo. Si ese trato nos parece razonable es porque sabemos que, efectivamente, la guerra la ganó quién la tenía que ganar. Pero, en otros casos, el sacrificio ahora por el paraíso más tarde no ha pasado de ser una monumental estafa, en la que millones de personas han entregado su vida en vano. No tenemos, por desgracia, ninguna regla fija para distinguir la vía estrecha pero transitable del camino hacia el precipicio. Podemos mirar hacia atrás, pero lo cierto es que con ejemplos se demuestra lo que se quiere. Los guerrilleros de los años setenta podían creer que iban a emular a Fidel Castro y al Che Guevara, pero eso no evitó que se lanzaran a un suicidio colectivo. A la hora de la verdad, ninguna recetario puede sustituir el discernimiento personal acerca de una situación concreta. Y eso implica que no hay más remedio que arriesgarse.

Parecería, en principio, que debemos poner el listón bajo para no salir defraudados, pero nada grande se ha hecho sin una esperanza en apariencia ilusoria. Porque el ser humano es Homo sapiens y a la vez Homo demens, como bien nos recuerda Edgar Morin. Por eso, pretender que nos conformemos con la prosaica realidad es, paradójicamente, una pretensión irreal, una locura disfrazada de diosa razón.

Psicólogos de vía estrecha nos dicen que hay que vivir el presente y no obsesionarnos con el futuro, pero es precisamente la fe en el futuro lo que hace que el presente resulte tolerable. Si hay progreso es, a fin de cuentas, porque la esperanza acaba triunfando sobre la experiencia. Esa victoria, como decía Samuel Johnson, es la que hace posible que la gente se case. En nuestros tiempos “positivistas”, para despreciar algo le colgamos el sambenito de “ficción”, como si ciertas ficciones no fueran terapéuticas ni escondieran un relato profundo sobre nosotros mismos. ¿No posee la esperanza estas virtudes? Que nos haga perseguir un proyecto realizable o una quimera importa menos que el hecho de que nos mantenga vivos. Porque no sólo necesitamos tres comidas al día y un techo: queremos ir hacia algún lado. Vivir, no sobrevivir. La espera, por ello, no es una maldición que nos desvía hacia regiones donde nunca pondremos el pie, sino la felicidad misma. Johnson lo vio con claridad al darse cuenta de que no debemos darnos por vencidos aunque siempre nos toque morder el polvo de la derrota.

La naturaleza humana es compleja. Necesitamos la esperanza, pero también aprender a diferenciar la que nos mueve hacia un futuro mejor de la que nos arrastra hacia un horizonte dañino. Porque la utopía, en más ocasiones de las que nos gustaría admitir, también se materializa en el infierno. No queda otro remedio, pues, que aprender a vivir con nuestras contradicciones.

 

Jennifer Allora y Guillermo Calzadilla, Hope Hippo, 2005. Fotografía de Giorgio Boata. © Lisson Gallery.