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La opacidad, Han, la opacidad

Un acercamiento al pensamiento de Byung-chul Han
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La filosofía y el éxito

La idea, por consiguiente, de que hay algo así como una transparencia esencial en ese mundo económico y de que (…) hay (…) un punto donde el conjunto es completamente transparente a una suerte de mirada
M. Foucault, Nacimiento de la biopolítica

Nacido en Corea del Sur en 1959 y rápidamente integrado en la cultura alemana, donde se forjó como pensador, Byung-Chul Han es uno de esos pocos oxímoros presentados bajo la denominación “filósofo célebre”, aunque luego haremos unas acotaciones a este respecto. Han está siendo traducido a numerosas lenguas tras la publicación de casi una veintena de pequeños libros que constituyen una alternativa al pensamiento alemán dominante, según dicen los expertos en el campo, desde una perspectiva accesible para casi todos los públicos. En España, la editorial Herder ha publicado un puñado de esos libros, también con no poco éxito.

 

 

De estos títulos, si tuviera que recomendar uno solo, sería el que hizo célebre a Han, La sociedad del cansancio (2010), quizá por ser el más digresivo y leve de todos, donde se pueden encontrar algunos pensamientos interesantes y algunas encantadoras muestras de inocencia: “correr no constituye ningún modo de andar, sino un caminar de manera acelerada” (p. 36). Aunque las ideas más aceradas se encuentran, como veremos, en Psicopolítica, como cuando Han compara la atención actual hacia el Big Data con la que otras épocas tuvieron hacia la estadística.

De estos libros se deduce que para Han la sociedad actual se encuentra presa dentro de aparentes libertades, y sus reglas laten, opacas, dentro de la transparencia que se presenta como modelo. Los poderes utilizan técnicas inmunológicas (aquí sigue Han las tesis de Esposito en Inmunitas) para presentar aquello que combaten como un enemigo natural del que la sociedad debe defenderse como un virus. El individuo se entrega a la persuasión digital, a la cultura de la imagen, comenzando por la suya, y “cada uno es el panóptico de sí mismo” (Psicopolítica, p. 63). Han tiene una obsesión contra Internet y la virtualidad, de la que presenta su lado negativo sin atisbar nunca aspectos positivos, como pueden ser la expresión internáutica de la resistencia a los males que él mismo denuncia, presente en el ciberactivismo y la lucha por los derechos sociales y humanos que ha encontrado en la red su ámbito natural de actuación, a la vista del creciente control sobre “la calle” como antiguo lugar de activismo. Y ello a pesar de que también el control sobre Internet crece a cada instante (lo expone Han y lo ratifica con casuística documentada Frédéric Martel en su reciente y recomendable ensayo Smart, publicado por Taurus), si bien no faltan de momento medios y formas de burlar esa presión, incluso en los países donde el control estatal sobre la red es más implacable.

Han parte de un error conceptual que ya fuera explicado por el filósofo José Luis Molinuevo: establecer el dualismo virtual/real como plataforma de partida del análisis. Comentando el ensayo de Manuel Castells Redes de indignación y de esperanza (2012), un libro centrado en los temas que Han no desarrolla y que debiera haber desarrollado, Molinuevo apunta que el gran acierto de Castells es señalar “la unidad del espacio digital y espacio físico en los nuevos espacios públicos que se están creando, lejos ya de los dualismos virtual/real"1. Como decimos, esta otra forma de mirar la virtualidad es invisible para Han, quien diserta, desde una perspectiva parcial y trunca, sobre la psicopolítica digital (el control de los ciudadanos a través del Big Data, partiendo del concepto de Psychopolitik de Alexandra Rau), la sociedad del cansancio, la introducción del rendimiento económico como modelo personal (luego volveremos a este relevante asunto, a mi juicio la descripción más afortunada de Han), las nuevas esclavitudes sociopolíticas y la desvaloración de las relaciones personales y afectivas.

Aunque luego veremos otros, el mayor defecto de Byung-Chul Han es que su pensamiento parece ya leído; será porque llevo veinte años recorriendo ensayos sobre estos temas, pero casi todas las ideas tocadas por Han fueron ya tratadas hasta la saciedad por otros pensadores, años, lustros o incluso décadas antes que él. Es increíble que Han presente como adecuada para pensar nuestra sociedad audiovisual una metáfora, la de la caverna platónica, que estaba ya casi agotada en el año 2000. También desde 2002 sabemos, vía Jonathan Safran Foer, que Todo está iluminado. Sus reflexiones en La sociedad del cansancio sobre Nietzsche y la creatividad del aburrimiento ya podían encontrarse en Rüdiger Safranski2. Las que elabora sobre la figura del Bartleby de Melville nos suenan a las que realizaron en su momento Deleuze, Agamben o José Luis Pardo (recogidas aquí), aunque Han arguya que su lectura es patológica y no metafísica. La identificación foucaultiana entre la Red y el panóptico de Bentham, que Han desarrolla en Psicopolítica y En el enjambre, ya estaba en el ensayo de Andoni Alonso e Iñaki Arzoz La nueva ciudad de Dios (2002); la idea de sociedad transparente es rastreable también en Foucault y en Gianni Vattimo. La posibilidad de anticipar nuestros gustos y actos mediante la “web précognitif” del Big Data ya estaba en La société de l’anticipation (2011) de Eric Sadin. Lo que Han llama “desinteriorización” en Psicopolítica (p. 22) se parece bastante a la extimidad descrita por Paula Sibilia en La intimidad como espectáculo (2008). Cuando leemos en su ensayo En el enjambre (2013) que la sobreabundancia de imágenes provoca que sean “privadas de su verdad3 nos parece estar oyendo al Jacques Rancière que, años antes, había escrito: “si ya sólo existen imágenes, ya no existe el ‘otro’ de la imagen. Y si ya no existe el otro de la imagen, la noción misma de imagen pierde su contenido, ya no hay imagen"4. Sus pensamientos en La sociedad transparente sobre la falta de atención actual nos recuerdan a los que recogíamos en “La era de la no atención” en Pangea (2006), donde citábamos textos de los años 90 de Negroponte, Gustavo Matías, D. F. Wallace, Gabriel Zaid o Francis Pisani. Byung-Chul Han llega doce, catorce, veinte años después, a repetir las metáforas de otros. Todo nos sueña a ya visto, a ya pensado, no pocas veces mejor y de forma más argumentada.

Entonces, ¿a qué se debe este éxito de público y mediático de Han? Creo la razón se apoya en tres factores entrelazados: 1) sus libros son brevísimos y fáciles de leer, parecen hechos para quienes no leen filosofía; 2) si es cierto, y creo que lo es, que “la teoría representa una forma de conocimiento narrativa” (Psicopolítica, p. 105; hubiera sido más elegante traducir “una forma narrativa de conocimiento”), la narrativa de Han es tipo best-seller, su trasposición a la novela serían los libros de Paolo Coelho; 3) sus lectores creen que, después de leer 100 páginas de Han, se han puesto al día en cuestiones filosóficas, como quien lee a Thomas Piketty para poder decir algo sobre economía o a Houellebecq pensando que está a la última en literatura; es decir, para estar en la conversación. Quizá ha sido excesivo comparar a Han con Paolo Coelho, pero sí es hacedero el parangón con “pseudofilósofos amenos”, como Baudrillard o Bourriaud, por ejemplo.

 

Las dudosas argumentaciones

La transparencia, dios, la transparencia
Juan Ramón Jiménez

Otra de las grandes tachas que cabe señalar a los opúsculos de Han es la excesiva dependencia de los textos de los que trae causa; textos que, además, son a veces problemáticos de por sí, como los de Baudrillard, otro pensador grosero, falaz y sobrevalorado (mea culpa, también a mí me engañaron un tiempo sus oropeles de neón) al que Han amplifica, amplificando también los errores o las obviedades baudrillardianas, como la aplicación de la metáfora pornográfica a cualquier cosa (cuando vivimos en el tiempo en que la pornografía es, en realidad, cada vez más ella misma y más visible como tal): “el porno no solo aniquila el eros, sino también el sexo (…) Hace imposible experimentar el placer” (Han, La sociedad de la transparencia, p. 29). ¿Cómo puede alguien hacer, a estas alturas, aseveraciones de ese tipo? ¿Cómo puede pensarse que la pornografía se reduce sólo al porno hecho por “actores” (p. 50)? Para colmo, extrapola a los demás su modelo de entendimiento de lo sexual, pues cualquier otra cosa es ¡¡“alienación”!! (Ibídem). En fin, teniendo de referente continuo a alguien como Baudrillard, xenófobo y reaccionario, para quien el Sida era una reacción de la especie contra la promiscuidad (Le transparence du mal), poco más se puede esperar.

Este discutible uso de las citas por Han está ligado a su feble argumentación, que a ratos es muy problemática. Pondremos varios ejemplos: en La sociedad del cansancio se repite hasta tres veces que algunos síndromes mentales como el discutido TDAH o el SDO (síndrome de desgaste ocupacional) son consecuencia de un “exceso de positividad”, pero no se da ningún argumento, ni clínico, ni psicológico, ni filosófico, ni psiquiátrico, para justificar tal aseveración. Tampoco hay referencias etológicas que avalen su delirante declaración de que “el multitasking está ampliamente extendido entre los animales salvajes” (La sociedad del cansancio, p. 33), sobre la que prefiero no extenderme. En La sociedad de la transparencia defiende Han que nuestra memoria ya no es estratigráfica, como en tiempos de Freud. ¿En qué se basa el pensador para decir eso? ¿Estudios neurocientíficos sobre la memoria, artículos académicos de psicosociología, siquiera algo de fenomenología post-husserliana? No: sólo se apoya en una cita residual de Paul Virilio (p. 64), otro pensador con filos discutibles. Y no crean que la famélica base teórica le ahorra dogmatismo al pensador alemán: nuestra mente “hoy no puede recordar ni olvidar”, dice a continuación, olvidando que estamos en la era más exitosa de la autobiografía, las memorias, los biopics, los museos, las bibliotecas digitales y analógicas, la memoria histórica, los parques temáticos y las reconstrucciones arqueológicas y paleográficas; nunca como hoy se ha cuidado y multiplicado tanto la memoria.

Siguiendo con las dudas que genera el sistema argumentativo de Han y su relación con las citas de sostén, es también reseñable cómo se apoya en sus fuentes sólo cuando le interesa, olvidando cuidadosamente los momentos en que sus fuentes piensan de modo diferente a él; da la impresión de que todos los pensadores recientes, ya sean de primera (Agamben) o de segunda (Baudrillard) le dan la razón, por el único motivo de que ha escogido sólo las frases de soporte que le convenían. Por ejemplo, Han cita a Eva Illouz cuando le viene bien, pero cuando Illouz podría contradecir sus tesis (por ejemplo la de que “la representación teatral cede el puesto a la exposición pornográfica”, La sociedad de la transparencia, p. 68), ahorra toda la brillante demostración que Illouz lleva a cabo en Cold Intimacies (2007), apoyada en encuestas y trabajo de campo y no en citas residuales, que apunta justo en la dirección contraria. No es que haga falta que Han rebata –en el dudoso caso de que pudiera– la exhaustiva investigación de Illouz, porque no es el fin de su ensayo, pero al menos lo correcto sería apuntar que hay notables pensadores en contra de su tesis. Pensadores que sí cita en aquellas frases que dan pábulo a sus ideas. En otros casos echamos de menos referencias que pudieran haber sido más interesantes: es extraño cómo han reflexiona sobre la vida activa y la pulsión del rendimiento personal y no cita, al menos, las novelas de Ayn Rand, no por razones literarias, sino porque son la lectura de cabecera de los ejecutivos estadounidenses, especialmente los de Silicon Valley y ciudades-startups similares5, que son los arquitectos de la sociedad ultracapitalista en que vivimos.

 

Aspectos positivos

No todo es malo en estos libros, por supuesto, también hay momentos interesantes: Han reflexiona bien sobre el narcisismo, por ejemplo; o sabe ofrecer un tenebroso y perspicaz retrato sobre el modo en que los poderes utilizarán nuestro “inconsciente digital” (Psicopolítica, p. 95) para adelantarse a nuestros deseos. También nos demuestra con lucidez en La sociedad de la transparencia que fue Rousseau quien hizo, en Julie o la nueva Eloísa, la primera descripción de la “sociedad de control” que luego formulara Deleuze (p. 85). Creo que su mayor acierto es la descripción del yo “como proyecto” que rige el imaginario contemporáneo en Psicopolítica y En el enjambre. Adentrémonos un poco en este sugestivo asunto.

Han, que en La sociedad del cansancio (2010) ya se hacía eco de la idea del sujeto como empresa, comienza Psicopolítica (2014) explicando que

Este es el destino del sujeto, que literalmente significa “estar sometido”. Hoy creemos que no somos un sujeto sometido, sino un proyecto libre que constantemente se replantea y reinventa. Este tránsito del sujeto al proyecto va acompañado de la sensación de libertad. Pues bien, el propio proyecto se muestra como una figura de coacción, incluso como una forma eficiente de subjetivación y de sometimiento. El yo como proyecto, que cree haberse liberado de las coacciones externas y de las coerciones ajenas, se somete a coacciones internas y a coerciones propias en forma de una coacción al rendimiento y la optimización.6

Sobre el impulso del rendimiento, que Han ya abordase en La sociedad del cansancio, el sujeto actual se pone a sí mismo el límite perpetuo de la máxima productividad (es peligroso adoptar esta generalidad que roza el dogmatismo, pero lo hacemos de forma pedagógica, aclarando que hay numerosas excepciones). La sociedad tiende a que el sujeto tienda a autolimitarse mediante la carencia de limitaciones productivas; es decir, le pone por delante la zanahoria del rendimiento ilimitado como forma de coacción libremente elegida, motivo por el cual no puede quejarse ni considerarla limitadora. El resultado es que el sujeto se maquiniza, se convierte en un proceso productivo, en un agente mecánico en buena parte deshumanizado; la alienación que Marx denunciaba en el XIX se transforma hábilmente en auto-alienación, en la entrega de sí que uno hace de modo desinteresado al capital, pensando que lo hace como proyecto subjetivo, personal, como modo de vida cuando es un modo productivo. Como decía Néstor García Canclini, “La posibilidad de que existan sujetos y sean reconocidos es cada vez más limitada a campos imaginarios: el cine, las telenovelas, las biografías de divos y deportistas"7; Mario Perniola parece responderle: “Para encontrar al individuo hay que remontarse al siglo XVIII, cuando aquél estaba arraigado en una mentalidad mercantil que precisamente entonces se hallaba en su apogeo”8. En cierta forma, como se ha estudiado por Gurevich, Blumenberg, Julia Walker y otros, el fantasma del sujeto cartesiano nació en Europa de la unión del racionalismo con la actividad de los pequeños comerciantes, la circulación de bienes entre las ciudades, la navegación de las mercancías por el Mediterráneo, la aparición de la letra de cambio y, en consecuencia, del sujeto económicamente autodeterminado. Eso ya lo sabíamos; lo curioso es que aquella voluntad “emprendedora”, por utilizar el más sacro de los términos actuales, hondamente individualista, regresa ahora con el proyecto del rendimiento personal, cerrando una suerte de ciclo histórico, en la que el sujeto, como dirían el Jean-Paul Sartre de La trascendencia del ego (1934) o el sociólogo Jesús Ibáñez, ha devenido objeto, al reificarse o cosificarse mediante la acumulación de cosas, según ha explicado el antropólogo James Clifford:

La idea de que la identidad es una especie de riqueza (de objetos, conocimiento, recuerdos, experiencia) seguramente no es universal (…) En Occidente, sin embargo, la recolección ha sido desde hace mucho tiempo una estrategia para el despliegue de un sujeto, una cultura y una autenticidad posesivos.9

El resultado, como dice con acierto Han, es que “la libertad del poder hacer genera incluso más coacciones que el disciplinario deber” (Psicopolítica, p. 12). Mientras las horas de explotación obrera en el XIX tenían un límite, aquellas terribles 12, 14 ó 16 horas diarias en penosas condiciones, el sujeto actual, gracias sobre todo a las posibilidades de comercio electrónico y a la continua circulación financiera y bursátil, puede trabajar para sí y ser “empresario de sí mismo” (op. cit., p. 13, sobre la idea de Foucault del homo aeconomicus como “correlato de gubernamentalidad”10). Un empresario de sí que puede explotarse las 24 horas del día; incluso puede ganar dinero mientras duerme, pues sus productos o servicios se venden “solos”, Internet mediante. Extremando su razonamiento dice Han que “el sujeto del rendimiento (…) es un esclavo absoluto (…) absolutiza la mera vida y trabaja” (p. 12); habría que precisar que la esclavitud absoluta es aquella de la que alguien no puede zafarse, mientras que al sujeto del rendimiento siempre le queda abierta la puerta de salida, quiera o no tomarla. Este es uno de los reparos que podemos hacerle a Han: incluso cuando acierta con las imágenes, acaba llevándolas demasiado lejos.

 

Forzar las metáforas

Junto a éste último reparo, formularíamos otro algo más preocupante, con el que terminamos: la tendencia de Han a forzar las ideas hasta adaptarlas al marco conceptual que previamente se ha construido para pensar. Dando la razón al filósofo Vicente Serrano, quien había señalado que “el mundo virtual es más que una metáfora, es la fuente de todas las demás metáforas, el gran relato que se resume en casi infinitos relatos”11, Han tiene una obsesión con la virtualidad ciberespacial como epítome, adoptando una actitud tecnófoba cuyo mayor error no es la imparcialidad, ni siquiera el mantenimiento a ultranza del ya aludido dualismo virtualidad/realidad, sino la manipulación argumental. Por ejemplo, cuando aborda en un par de ensayos el tema de la transparencia y se fuerzan todas las metáforas posibles hasta encajarlas en la horma de lo transparente. Se llega entonces a varios anacolutos, como cuando se habla de la transparencia de las máquinas (“solo la máquina es transparente”, La sociedad de la transparencia, p. 14). En realidad, como hemos intentado demostrar en otra parte, nunca ha sido la tecnología tan (deliberadamente) opaca como ahora. Apuntábamos allí que con el fin, a medias práctico y a medias comercial, de que las interfaces de uso sean cada vez más simples e intuitivas, “los constructores de aparatos electrónicos como móviles, ordenadores, consolas de videojuegos y tabletas nos presentan objetos perfectamente diseñados, cerrados y estancos, en los que una fabulosa superficie plástica o de cristal hace que nos olvidemos del cableado y los circuitos integrados; los nuevos y lujosos aparatos son un goce para la vista y para el tacto, lejos de las antiguas y toscas cajas llenas de chips y cables sobresalientes. El bluetooth hace que teclados, ratones y computadoras se comuniquen de forma ‘mágica’ y estética, aliviando de fealdad cableada nuestros entornos de trabajo y ocio. A esta invisibilidad objetual se añade la de la interfaz gracias a la cual nos relacionamos activamente con el aparato”; como apunta Carlos Scolari, la interfaz, “cuando ha sido bien diseñada, desaparece cuando la utilizamos”12. No sólo son incomprensibles las máquinas digitales, a las cuales a cuyo interior en ocasiones ni siquiera se puede acceder físicamente (los últimos modelos de Mac y los iPhone no tienen tornillos, no pueden abrirse salvo en las tiendas oficiales y por sus técnicos), sino que el lenguaje con que está construido su software es inaprensible, es ilegible, a menos que seas programador. Según escribe el narrador y crítico argentino Nicolás Mavrakis en su última novela, El recurso humano, “El problema es que los programadores someten al resto de los hu­manos que los rodean a un abandono egoísta y enloquecedor mien­tras se ocupan de la escritura de obras exigentes. Imagínense un mundo sin Google (…) En ninguna facultad de Letras se enseña que los verdaderos escri­tores del futuro serán quienes escriban programas.”13. Dejando de lado que cada vez hay más escritores con conocimientos informáticos, y que teóricas de la literatura como Katherine Hayles recomiendan el aprendizaje del código a sus discípulos, el hecho es que todas estas interfaces gracias a las cuales leen ustedes este texto son inextricables para los legos en la materia, entre los que me cuento. Leemos, podemos leer, porque otros programan. Y su escritura es absolutamente opaca, como opacos e inaccesibles son los circuitos del hardware que permiten funcionar a sus programas. Por lo tanto, la nuestra no siempre es la sociedad de la transparencia, en realidad la mayor parte de sus manifestaciones (cibernéticas, radiofónicas, televisivas, impresas) son digitales y, por tanto, convenientemente restringidas –como sus titularidades industrial e intelectual– y escamoteadas de lo visible. Si pensáramos como Han, pero no lo hacemos, nos inclinaríamos más por definir a la sociedad actual como de la opacidad que de la transparencia. “Nuestra sociedad lo es todo (…) menos una sociedad transparente14, escribía hace tiempo Anna Caballé comentando al Vattimo de La sociedad transparente.

Quizá en lo único en que doy la razón a Han es que la ligereza y falta de profundidad de la sociedad actual que defiende en sus ensayos puede ser la misma que facilita que un pensador leve y poco profundo como él pueda convertirse en el filósofo de moda. Porque, al cabo, las fábulas están para quedarse:

Como el rey que construye un palacio de vidrio,
los muros, las estancias transparentes,
no hay secretos, pues todo
está bien a la vista para todos,
y al principio era un juego pero luego
el rey se siente incómodo
y en vez de hacerlo opaco con cortinas
o muros interiores,
                                                    cualquier cosa,
ordena vaciar los ojos de sus súbditos.
Vikram Babu pregunta:
                                                            ¿eres así?15

“Ja, so bin ich”: sí, así soy, responde Han, aunque eso también lo habíamos visto, pues se lo habíamos oído cantar a Marlene Dietrich:

 

 

Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia; Herder, Barcelona, 2013.

Byung-Chul Han, Psicopolítica; Herder, Barcelona, 2014.

Byung-Chul Han, En el enjambre; Herder, Barcelona, 2014.

Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio; Herder, Barcelona, 2012.

  • 1. J. L. Molinuevo, “Redes de indignación y de esperanza y nueva estética”, 26/01/2013.
  • 2. Cf. R. Safranski, , Nietzsche. Biografía de su pensamiento; Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, p. 22.
  • 3. Byung-Chul Han, “La huida de la imagen”, En el enjambre; Herder, Barcelona, 2014, p. 50.
  • 4. Jacques Rancière, El destino de las imágenes; Politopías, Pontevedra, 2011, p. 25.
  • 5. Véase a este respecto el recorrido de Martel por varias de esas “ciudades tecnológicas” que se están construyendo en numerosos países del mundo, tanto desarollados como en vías de desarrollo: Frédéric Martel, Smart. Internet(s): la investigación; Taurus, Madrid, 2014, pp. 124ss.
  • 6. Byung-Chul Han, Psicopolítica; Herder, Barcelona, 2014, p. 11.
  • 7. Néstor García Canclini, Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad; Gedisa, Barcelona, 2006, p. 147.
  • 8. Mario Perniola, Del sentir; Pre-Textos, Valencia, 2008, pp. 94-95.
  • 9. James Clifford, Dilemas de la cultura. Antropología, literatura y arte en la perspectiva posmoderna; Gedisa, Barcelona, 1995, p. 260.
  • 10. Cf. Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica; FCE, México D.F., 2007, p. 310.
  • 11. Vicente Serrano, La herida de Spinoza. Felicidad y política en la vida posmoderna; Anagrama, Barcelona, 2011, p. 206.
  • 12. Carlos Scolari, Hacer clic. Hacia una sociosemiótica de las interacciones digitales; Gedisa, Barcelona, 2004, p. 24.
  • 13. Nicolás Mavrakis, El recurso humano; Milena Caserola, Buenos Aires, 2014, pp. 50-51.
  • 14. Anna Caballé, Narcisos de tinta. Ensayo sobre la literatura autobiográfica en lengua castellana (siglo XIX y XX); Megazul, Málaga, 1995, p. 59.
  • 15. J. Aguado, La insomne; Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2013, p. 63.