Contenido

La llamada del silencio

Mario G. dejó su trabajo y se fue a vivir a un pueblo deshabitado. Allí sigue, como Thoreau, instalado en los bosques para “vivir a conciencia”.
Modo lectura

“Society, you’re a crazy breed. I hope you’re not lonely without me”

(Sociedad, eres una especie loca. Espero que no estés sola sin mí)

Eddie Vedder

A Mario G. le llaman “el de la bola”. Su taller-invernadero tiene la forma de una cúpula geodésica, una esfera formada por triángulos. Vive en un pueblo deshabitado. La antigua puerta de la casa es ahora la entrada a su taller. Allí repara cosas: una lavadora a pedales, y otros inventos y aparatos extraños que funcionan sin corriente eléctrica. Dice que este verano acabará de acondicionarlo.

Según Ortega y Gasset, en el corazón del hombre conviven dos potencias: el ensimismamiento y la alteración. Es decir, vivir dentro de uno mismo o vivir en “lo otro” (alter). Mario vive aislado en sí mismo. Dejó su trabajo como publicista y se fue a vivir a un pueblo abandonado. De vez en cuando Natalia le acompaña. Ahora él la llama “su compañera”. Fueron novios durante mucho tiempo y ella “es parte de la historia de la casa”. Tienen 31 años. Pero no es lo único que tienen en común.

Ahora Mario vive en una casa rehabilitada en la provincia de Ávila, sin nadie alrededor. Su perra Aatu (lobo noble, en finés) vigila el campo. Es de color canela. Tiene el hocico negro, un porte imponente y cuando se pone de pie mide más de 1,70 m. Pero mueve el rabo alegre y despreocupada cuando la acarician.

Desde hace algunos años, la historia de Mario es la historia del pueblo donde vive. Una historia silenciosa.

Llegar hasta allí es fácil. Una carretera estrecha y más o menos bien pavimentada pasa cerca de la calle principal. Lo difícil es fijarse. Desde el margen sólo se ven unas ruinas: casas antiguas derruidas. Las calles del pueblo, dice Mario, están adoquinadas, pero la tierra y la hierba las cubren. En un mundo en el que la tecnología lo domina todo, internet no les hace demasiado caso. No hay imágenes de satélite de ellos, aunque sí alguna foto desde la carretera. El catastro tampoco los conoce. Sobre el papel no existe ninguna edificación. Remiten al municipio al que pertenecen las casas, a cuatro kilómetros de distancia. Allí aparecen censadas 515 personas y más de la mitad son mayores de 65 años.

La mañana ha querido ser fría y lluviosa pese a ser un día de primavera. El verde brilla en contraste con el gris del cielo. Y del asfalto. A primera hora, las calles están vacías. Es sábado. El aire se mueve con fuerza y la humedad aumenta la sensación de frío. Hoy puede ser uno de los últimos días en los que Mario encienda la chimenea, aunque no es muy probable que en un pueblo abandonado de Ávila haga mucho calor en las noches de verano. Además, necesita del fuego para generar energía si el sol no hace funcionar las placas solares.

A las ocho de la mañana se levanta y enciende el teléfono móvil. Contesta un mensaje pendiente. Desde Madrid, un autobús sale media hora más tarde. Son dos horas de camino hasta otro pueblo cercano, donde él irá a recoger a las visitas. También es en ese pueblo donde compra las cosas que necesita y donde acudiría si se pusiera enfermo. No hay señalización ni letrero que diga dónde está su casa. No tiene servicio de correos, aunque sí que existe un código postal.

—Me han dicho que ponga un buzón y se lo diga al de Correos —dice—, o que vaya directamente a la Junta de Castilla y León. Aunque lo más fácil es poner un buzón en la oficina del pueblo y pasar por allí a recoger las cartas.

Mario tiene la barba densa y poblada y lleva el pelo más largo que corto. Viste una camisa-cazadora de cuadros forrada por dentro, unas botas de montaña llenas de barro y con ese aire de leñador espera junto a su coche en la parada del autobús.

La niebla cubre los llanos y montes de los campos abulenses, y el horizonte se desdibuja entre las sombras oscuras de las encinas. A lo lejos, las nubes abrazan el suelo, como si aquí cielo y tierra nunca se hubiesen separado. Las piedras y los árboles son los indicios de la memoria de la tierra cuando no hay nadie que pueda recordar. El paisaje es sencillo pero no austero: se permite el lujo de la esmeralda y el aire frío y limpio del norte. La industria no ha causado estragos; como mucho, ha dejado alguna mancha de asfalto.

De camino, la bruma lo envuelve todo y el paisaje desaparece. Según las horas avanzan, los bancos de niebla van y vienen y, por fin, la casa de Mario se revela en mitad del silencio.

—Aquí sólo se oyen los pájaros. De vez en cuando algún coche a lo lejos, pero no molestan.

En su casa no tiene nada que haga ruido. Produce la poca electricidad que necesita con placas solares y un generador termodinámico, y usa bombillas LED que no se fabrican en España y trae importadas de Estados Unidos.

Natalia ya ha preparado el desayuno para todos: café solo —se les ha olvidado comprar leche—, huevos fritos, pan tostado, tomate triturado con ajo y aceite, y salchichón de jabalí de un amigo.

—Hay que desayunar fuerte, que luego hay mucho que hacer.

Mario pasea por este pueblo cuya superficie es más pequeña que la de un campo de fútbol. Sólo su casa está en pie. Las otras se ha ido derrumbando. Al parecer, los vecinos las abandonaron cuando les ofrecieron viviendas en otro lugar donde tendrían agua corriente y electricidad. Él cree que debía ser más barato construir casas nuevas que llevar estas comodidades hasta un sitio tan apartado. Antiguamente las casas sólo contaban con una ventana, cuadrada, en la planta de abajo. No obstante, en algunas se pueden ver piedras de carga preparadas para acoger otro vano por el que dejar pasar la luz. Unos impresionantes dinteles coronan las entradas de las parcelas.

La pareja lleva tres años viviendo allí. Antes incluso de haber reformado la casa. Una pequeña caravana situada al otro lado de la parcela hacía las veces de salón, cocina y dormitorio. “El plástico protegía bien del frío”, dice Mario. Natalia, sin embargo, recuerda que lo peor era entrar y salir de la cama: “Era el momento en que más frío pasabas”. Ahora es más cómodo, con la primera parte de la vivienda acabada. Dentro tienen una chimenea, un sofá-cama, una cocina completa y una gran mesa de comedor. Bicicletas, cascos, libros y muchos cables pueblan la estancia. Pero no tienen corriente eléctrica. De aquel entonces conservan el cartel que avisaba de la presencia de un perro, aunque no lo tenían. Cuando llegó Aatu, el destino quiso que se pareciera al lobo que él había pintado en la placa.

Mario trabajaba en una de esas agencias de publicidad que tienen sedes en las ciudades que mueven el dinero del mundo. Una grande, importante; para “llegar lejos”.

—Hice la carrera y luego un máster de creatividad, y todo era muy divertido. Pensar, crear todo lo que quisieses. Pero cuando entras al mundo laboral te das cuenta de que detrás están los clientes, que no puedes hacer absolutamente nada, que todo lo que haces te lo tiran a la basura.

También cuenta que se encontró con “creativos mayores, alcohólicos, y otros que tenían problemas de adicciones por el estrés”.

—No sé, un día me cansé. Me levanté y se lo conté así, tal cual, a mi jefe: que no era feliz. Él me hizo los papeles del paro y me dijo: “Pues nada, haz lo que quieras”. Y ahí que fui.

Natalia era diseñadora gráfica. Es rubia, de pelo rizado, y tiene cierto aire de desenfado en su forma de hablar y de vestir. También tiene una perra, Ari, una beagle.

—Lo peor es trabajar en algo en lo que no crees —dice ella.

Aparte de su vida en la finca, Natalia pasa unos días en un piso de Salamanca. “El piso franco”, lo llama.

—Cada vez llevo peor volver. Salamanca es una ciudad pequeña, pero después de estar aquí cualquier ruido molesta.

Tras el desayuno, los dos caminan hacia el río. Mario tiene el gesto serio y va pendiente del brillo de las hojas.

—Todo está abandonado excepto las encinas. Puedes no ver a nadie en meses, pero cuando la marca de una encina está un poco borrosa al día siguiente amanece bien clarita. No sabemos de quién es cada parcela, pero todas las encinas tienen propietario. Incluso dentro de mi finca hay algunas que no son mías.

Sabe cuáles puede podar y cuáles no. Como mucho, si les hace falta más leña, le pide permiso al pastor para podar las de él y quedarse con la mitad. “Calefacción gratis”, dice.

En verano se bañan en el río. Dentro y fuera de casa, utilizan jabones ecológicos. También lavan la ropa y limpian los platos con este tipo de productos, de manera que puedan reutilizar el agua tras dejarla reposar dos días. Dentro de la parcela, dos canalones recogen la lluvia y la conducen hasta un depósito. Cuando se llena por completo colman la bañera grande de hierro dentro de la casa y con una paellera preparan una terma. El resto del tiempo se duchan con un calentador de gas.

—Subo doscientos litros con una bomba de mano —explica Mario—. Cada vez que le doy es un litro, así que tengo que darle doscientas veces. Tengo ese bidón en la parte más alta de la casa: está a siete metros de altura, que son los que se necesitan para tener un calentador de gas con una bombona de butano.

El pis se hace en el bosque, al aire libre. Además tienen un “baño seco”, un váter sin agua. Los residuos se cubren con las cenizas de la lumbre y producen compost que utilizarán para la siembra este verano. Mario quiere sembrar judías. Hasta ahora ha cosechado tomates, lechugas y melones. Y como en verano hace mucho sol, “han salido bastante bien”, se enorgullece.

Para este año tiene pendiente arreglar por completo el invernadero y acabar de montar el taller. El reto, quizá, es aprender a cazar. Mientras pasean por los alrededores del río, Aatu levanta una liebre y Mario la mira interesado.

—Aatu no es una perra de caza —dice a modo de explicación.

Antes que Mario no han sido pocos los que han querido dar rienda suelta a la tendencia natural del hombre a ensimismarse. Horacio ya cantaba aquello de “feliz aquel”. Fray Luis de León lo tradujo libremente quince siglos después por “huir del mundanal ruido”. W. B. Yeats soñaba con “levantarse y partir” hacia la isla del lago Innisfree, en Irlanda, donde plantaría judías y escucharía el sonido del río en lo más profundo del corazón. Mario ya escucha ese sonido. Los libros de Jack London le obsesionaron durante años y, estando ya en la finca, a través de su obra llegó a conocer la laguna de Walden, cerca de donde H. D. Thoreau vivió durante veintiséis meses en una cabaña en la que tenía una mesa, una silla, una cama, una chimenea y libros.

También está la historia del estadounidense Christopher Johnson McCandless, o Alexander Supertramp, según el nombre que este veinteañero aficionado a la Historia y la Antropología se dio a sí mismo. Tras graduarse en la universidad, en 1990 emprendió un viaje por Estados Unidos que terminó en la Ruta de la Estampida, en Alaska. Allí murió solo, en un autobús abandonado que usaba a modo de refugio y sin más equipaje que un puñado de libros entre los que estaban los de London y Thoreau. El periodista Jon Krakauer contó su historia en el libro Into the Wild y años después Sean Penn la convirtió en la película Hacia rutas salvajes. Cuando lo hallaron muerto, McCandless tenía 24 años.

Mario rondaba los 26 cuando dejó el trabajo para el que se había formado y ahora ejerce otro distinto. Es cetrero, habilidad que aprendió de su abuelo. Hace volar a sus aves rapaces en el aeropuerto para ahuyentar a otros pájaros. Así es como gana dinero.

Natalia está por ahora en paro, aunque acepta encargos cuando puede: “Al final siempre trabajas para alguien”.

No tienen televisión, no viven pegados a la actualidad y en un momento quisieron “salirse del sistema”, pero tampoco son unos ascetas.

—Tengo un iPhone —dice Mario—. Aunque viva en el campo, me gusta la tecnología. Tengo 3G, veo series online como cualquiera…, sólo que más alejado del mundo. Lo que quiero es salir, mirar las estrellas y esas cosas. Pero luego tengo mi tarjeta de crédito; bueno, no de crédito, de débito. Tampoco soy ningún purista. ¡Ni siquiera soy vegano! De hecho, tenemos gallinas, las mato y me las como. Lo mismo con los conejos. Y si tengo que comprar carne en el supermercado, la compro.

Para comer han preparado secreto de cerdo. Iban a asarlo en la barbacoa, pero el tiempo se ha echado encima y al final lo han cocinado en la sartén. Sirven también algo de queso, chorizo y panceta, y preparan café después de comer.

Nada más comenzar a hablar de la película de Sean Penn, Mario tararea su banda sonora. Society es la octava canción del álbum, antes de otra titulada The Wolf, El lobo:

“When you want more than you have / you think you need / And when you think more than you want / your thoughts begin to bleed / I think I need to find a bigger place / Because when you have more than you think / You need more space”.

(Cuando quieres más de lo que tienes, crees que lo necesitas. Y cuando piensas más de lo que quieres, tus pensamientos comienzan a sangrar. Creo que necesito encontrar un espacio más grande. Porque cuando tienes más de lo que crees, necesitas más espacio.)

Mario tiene todo el espacio que necesita. Más del que permite la ciudad. Vive tranquilo y calcula su tiempo según el movimiento del sol. Una sencillez atareada.

—Siempre hay algo que hacer o una cosa que arreglar. Cuando algo se estropea, Mario no para hasta arreglarlo —dice Natalia.

Cuando murió su abuelo, Mario se instaló en su finca, que también tenía placas solares y un pozo. Él buscaba algo así, y ahora no deja de repetir la suerte que ha tenido.

—Este pueblo lo encontré por casualidad. Un día me fui a bañar al río, a una zona con unas pozas de agua limpia, y descubrí el pueblo. No entendía por qué estaba abandonado. Preguntando a la gente del lugar por fin di con una viejecita que me vendió la casa.

Como Thoreau, se ha instalado en los bosques para “vivir a conciencia”. Se siente orgulloso de lo que ha conseguido, pero en ciertos aspectos no deja de considerarse un burgués. Quizá siga teniendo más de lo que piensa. Y por eso aún necesita más espacio.