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La fundación de un desorden
Corría el mes de septiembre de 2006 cuando Peter Sloterdijk lanzó, desde la isla de San Giorgio Maggiore en Venecia, otro de sus exabruptos de antiguo dirigente estudiantil: «Debemos desneurotizar la política, pero antes hay que convertir el arte en patología».
Dicha sentencia fue anunciada durante uno de aquellos cónclaves habituales en los viejos tiempos pre Lehman Bros., un encuentro que reunió a Isabelle Stengers y a Giovanni Levi, a Philippe Descola y a François Jullien, quienes fueron hasta la única ciudad del mundo con un alcalde nietzscheano para debatir la siguiente idea crucial: ¿pueden repensarse los marcos de la democracia?
Les Atmosphères de la politique. Dialogue pour un monde commun es el libro que compilaría todas las anteriores diatribas, una suerte de prótesis discursiva o de coda respecto a Making Things Public: Atmospheres of Democracy (2005), muestra comisariada por Bruno Latour y Peter Weibel para el ZKM, que en aquel entonces aún se denominaba —incauta o nostálgicamente— «la Bauhaus digital».
Casi diez años después de la profecía sloterdijkiana, también desde una isla y durante otro largo período estival, Iván de la Nuez retoma su trayectoria como comisario mediante Iconocracia, un proyecto que bien podría vincularse con Parque humano (2002), emblemática exposición concebida por el ensayista junto a Frederic Montornés, que, esta vez sí, se inspiró en uno de los libros más corrosivos del filósofo de Karlsruhe.
Iconocracia arranca a partir de un dato que se fugó de los almanaques históricos: en 1957 Herbert L. Matthews publica en The New York Times el primer reportaje de alcance internacional sobre la revolución cubana, una amplia entrevista a Fidel Castro en el campamento guerrillero de Sierra Maestra. Esta crónica y las instantáneas que la ilustraron se consideran hoy un hito del periodismo, pero, además, pueden leerse desde una doble perspectiva; como documento que acredita las transferencias entre poder e imagen, como ejemplo que certifica el abuso —tácito y recíproco— entre fotografía y posteridad.
Según De la Nuez, la tradición fotográfica en Cuba fue el vehículo para otorgarle al autoritarismo político una autoridad visual, aunque también el soporte donde los imaginarios colectivos tomaron cuerpo y se manifestaron ópticamente. En este sentido, la muestra certifica que la gestión ideológica de la imagen es también una administración de la historia a través de sus representaciones. Sin embargo, la exposición no plantea una sencilla enmienda a las perversidades de la propaganda, sino un registro de cómo treinta artistas se emancipan de aquellos mitos que fundaron su propia memoria visual, bajo qué formatos una serie de obras persisten en no ser, sólo, memorables.
Desplegada a la manera de un ensayo con prólogo, cinco capítulos y epílogo, el gran acierto de Iconocracia son los rebasamientos que propone, las distintas inundaciones sobre conceptos estereotipados —llámense patria, insularidad o exilio—; aquellos mapas de sal donde se unen los diques del pasado y las orillas del presente; las balsas perpetuas que navegan hacia el apocalipsis y la utopía, mientras se adormecen con el Apoteosis Now.
Algún lector avezado observará, aquí, cierto homenaje a la producción teórica de Iván de la Nuez y a algunos de sus conceptos más significativos. No obstante, tal y como el ensayista señaló a propósito de los requisitos del crítico, que serían, por este orden «un mundo, un discurso y la capacidad literaria para evidenciarlos», cualquier muestra que se sueñe imprescindible debe mezclar insolencia, sobriedad y melancolía: la pretensión de fundar un desorden, la sospecha de que cualquier tumulto siempre es más ejemplar en nuestras cabezas, menos creíble al hacerse público.
Pero todas estas disquisiciones resultan accesorias ante la potencia de algunas obras que componen la exposición, delante de los trabajos de Juan Pablo Ballester o de la extraordinaria —y premonitoria— fotografía de Tania Bruguera, de Ciencia e ideología: Che de Arturo Cuenca, La maravilla (La conversación) de Carlos Garaicoa y de Revolución una y mil veces —el libro de Reynier Leyva Novo—, así como ante el pequeño recorrido por la producción de Lázaro Saavedra, un artista ciertamente fascinante.
Hay dentro de Iconocracia varias muestras que se codean y piden la palabra. Por ejemplo, un itinerario a través de los años ochenta en Cuba de la mano tutelar de Ana Mendieta, seguida de Rogelio López Marín y de los citados Cuenca y Saavedra; un rastreo sobre el cambio de milenio a partir de las obras de Pedro Álvarez, Mª Magdalena Campos Pons y Luis Cruz Azaceta; por último, artistas como Geandy Pavón, Rafael Doménech, Leandro Feal y Hamlet Lavastida, entre otros, manifiestan eso que el comisario denomina «algo más que el destello de un flash en esta Era de la Imagen».
Desneurotizar la política y patologizar el arte, he aquí todo un programa de reinserción social para la estética, o un tratamiento de choque para las ideologías. Sea como fuere, hoy, cuando denostar al comisario se ha convertido en un deporte ecuménico, una suerte de aerobic purificador cuyos movimientos son iguales a ciertas glorificaciones selectivas, merece la pena detenerse en propuestas como Iconocracia, cuya pretensión es, ya lo dijimos, hacer recuento de los apagones que se producen durante ciertos segundos de claridad, recorrer aquellos lugares donde la imagen dialoga con sus imaginarios por venir.
No obstante, según advierte el dictum leninista, el problema sigue siendo qué hacer entretanto, dónde situarse cuando el poder emulsiona su discurso sobre unas pocas fotografías. Todos hemos visto a la historia posando para la posteridad, ahora falta imaginarla como si fuese una modelo rabiosa y bromista, quien aprovecha el sueño del autor para lanzarle aguarrás a ciertas instantáneas, para pintarle un ojo morado a las autoridades, los monarcas y las dictaduras.
La fundación de un desorden
Corría el mes de septiembre de 2006 cuando Peter Sloterdijk lanzó, desde la isla de San Giorgio Maggiore en Venecia, otro de sus exabruptos de antiguo dirigente estudiantil: «Debemos desneurotizar la política, pero antes hay que convertir el arte en patología».
Dicha sentencia fue anunciada durante uno de aquellos cónclaves habituales en los viejos tiempos pre Lehman Bros., un encuentro que reunió a Isabelle Stengers y a Giovanni Levi, a Philippe Descola y a François Jullien, quienes fueron hasta la única ciudad del mundo con un alcalde nietzscheano para debatir la siguiente idea crucial: ¿pueden repensarse los marcos de la democracia?
Les Atmosphères de la politique. Dialogue pour un monde commun es el libro que compilaría todas las anteriores diatribas, una suerte de prótesis discursiva o de coda respecto a Making Things Public: Atmospheres of Democracy (2005), muestra comisariada por Bruno Latour y Peter Weibel para el ZKM, que en aquel entonces aún se denominaba —incauta o nostálgicamente— «la Bauhaus digital».
Casi diez años después de la profecía sloterdijkiana, también desde una isla y durante otro largo período estival, Iván de la Nuez retoma su trayectoria como comisario mediante Iconocracia, un proyecto que bien podría vincularse con Parque humano (2002), emblemática exposición concebida por el ensayista junto a Frederic Montornés, que, esta vez sí, se inspiró en uno de los libros más corrosivos del filósofo de Karlsruhe.
Iconocracia arranca a partir de un dato que se fugó de los almanaques históricos: en 1957 Herbert L. Matthews publica en The New York Times el primer reportaje de alcance internacional sobre la revolución cubana, una amplia entrevista a Fidel Castro en el campamento guerrillero de Sierra Maestra. Esta crónica y las instantáneas que la ilustraron se consideran hoy un hito del periodismo, pero, además, pueden leerse desde una doble perspectiva; como documento que acredita las transferencias entre poder e imagen, como ejemplo que certifica el abuso —tácito y recíproco— entre fotografía y posteridad.
Según De la Nuez, la tradición fotográfica en Cuba fue el vehículo para otorgarle al autoritarismo político una autoridad visual, aunque también el soporte donde los imaginarios colectivos tomaron cuerpo y se manifestaron ópticamente. En este sentido, la muestra certifica que la gestión ideológica de la imagen es también una administración de la historia a través de sus representaciones. Sin embargo, la exposición no plantea una sencilla enmienda a las perversidades de la propaganda, sino un registro de cómo treinta artistas se emancipan de aquellos mitos que fundaron su propia memoria visual, bajo qué formatos una serie de obras persisten en no ser, sólo, memorables.
Desplegada a la manera de un ensayo con prólogo, cinco capítulos y epílogo, el gran acierto de Iconocracia son los rebasamientos que propone, las distintas inundaciones sobre conceptos estereotipados —llámense patria, insularidad o exilio—; aquellos mapas de sal donde se unen los diques del pasado y las orillas del presente; las balsas perpetuas que navegan hacia el apocalipsis y la utopía, mientras se adormecen con el Apoteosis Now.
Algún lector avezado observará, aquí, cierto homenaje a la producción teórica de Iván de la Nuez y a algunos de sus conceptos más significativos. No obstante, tal y como el ensayista señaló a propósito de los requisitos del crítico, que serían, por este orden «un mundo, un discurso y la capacidad literaria para evidenciarlos», cualquier muestra que se sueñe imprescindible debe mezclar insolencia, sobriedad y melancolía: la pretensión de fundar un desorden, la sospecha de que cualquier tumulto siempre es más ejemplar en nuestras cabezas, menos creíble al hacerse público.
Pero todas estas disquisiciones resultan accesorias ante la potencia de algunas obras que componen la exposición, delante de los trabajos de Juan Pablo Ballester o de la extraordinaria —y premonitoria— fotografía de Tania Bruguera, de Ciencia e ideología: Che de Arturo Cuenca, La maravilla (La conversación) de Carlos Garaicoa y de Revolución una y mil veces —el libro de Reynier Leyva Novo—, así como ante el pequeño recorrido por la producción de Lázaro Saavedra, un artista ciertamente fascinante.
Hay dentro de Iconocracia varias muestras que se codean y piden la palabra. Por ejemplo, un itinerario a través de los años ochenta en Cuba de la mano tutelar de Ana Mendieta, seguida de Rogelio López Marín y de los citados Cuenca y Saavedra; un rastreo sobre el cambio de milenio a partir de las obras de Pedro Álvarez, Mª Magdalena Campos Pons y Luis Cruz Azaceta; por último, artistas como Geandy Pavón, Rafael Doménech, Leandro Feal y Hamlet Lavastida, entre otros, manifiestan eso que el comisario denomina «algo más que el destello de un flash en esta Era de la Imagen».
Desneurotizar la política y patologizar el arte, he aquí todo un programa de reinserción social para la estética, o un tratamiento de choque para las ideologías. Sea como fuere, hoy, cuando denostar al comisario se ha convertido en un deporte ecuménico, una suerte de aerobic purificador cuyos movimientos son iguales a ciertas glorificaciones selectivas, merece la pena detenerse en propuestas como Iconocracia, cuya pretensión es, ya lo dijimos, hacer recuento de los apagones que se producen durante ciertos segundos de claridad, recorrer aquellos lugares donde la imagen dialoga con sus imaginarios por venir.
No obstante, según advierte el dictum leninista, el problema sigue siendo qué hacer entretanto, dónde situarse cuando el poder emulsiona su discurso sobre unas pocas fotografías. Todos hemos visto a la historia posando para la posteridad, ahora falta imaginarla como si fuese una modelo rabiosa y bromista, quien aprovecha el sueño del autor para lanzarle aguarrás a ciertas instantáneas, para pintarle un ojo morado a las autoridades, los monarcas y las dictaduras.